Gastrópoli

La tiranía de la sorpresa en la gastronomía

La cocina contemporánea nos ha traído un sinfín nuevos ingredientes con los que superar retos culinarios creando nuevas texturas, productos exóticos que se han fusionado con nuestra gastronomía y técnicas sofisticadas que han mejorado sustancialmente la calidad final de un plato. Por si eso fuera poco, alguien apuntó que las emociones jugaban un papel fundamental en la cocina moderna, y que eso tendría que quedar reflejado a la hora de darle un nombre a esta nueva nueva cocina (recordemos que la “nouvelle cuisine” ya se la habían pedido los franceses allá por los 70). Con más o menos fortuna, el nombre aceptado fue el de “cocina tecnoemocional” y, aunque el término no se usa mucho, dejó grabado en el subconsciente que las emociones eran parte de la nueva ecuación culinaria.

Sin duda, los años que trascurren desde el despeje de elBulli y la suma paulatina al movimiento vanguardista de muchos grandes cocineros españoles, hizo que se viviera una época tremendamente emocionante y muy difícilmente reproducible. Y parte del legado de esos tiempos, es la vinculación de comer y emocionarse como una condición insalvable para triunfar en una comida.

Jordi Cruz contaba, en su ponencia “Emociones tecnificadas” en San Sebastian Gastronomika 2016, que se le hace extraño escuchar a un cliente decir que a su restaurante no va a comer bien, va a que le sorprendan. Usaba como ejemplo del frenesí sorpresivo al que llega un cocinero, el plato “Bacon, caramelo, manzana y tomillo” de Grant Achatz. Una elaboración a base de deshidrataciones, que sinceramente cualquiera puede hacer en casa, que como maniobra efectista se sirve colgado en un alambre suspendido en un balancín de metal. Sí, se puede decir en voz alta: una chorrada como una catedral.

El plato en cuestión, se sirve en el pase 16 de un menú de 20 elaboraciones, así que me imagino lo “sorprendidos” que tienen que quedarse algunos gourmets que pasen por el Restaurante Alinea de Chicago. Pero otros, estoy segura que, llevados por la fe ciega en la sorpresa, hacen palmas con las orejas cuando ven salir el plato, que por cierto debe de estar muy rico. La pregunta es, ¿es el cliente el que demanda ser sorprendido? ¿O es el cocinero el que quiere retar emocionalmente al comensal? ¿Quizás es un consenso no hablado entre ambas partes?

Lo cierto es que, el intangible ingrediente de la sorpresa está en muchas recetas de muchos restaurantes que han decidido sumarse a la locura de cambiar constantemente de carta, alimentando a un cliente, cada vez más voraz, que demanda sorpresa y renovación continuas. De hecho, hemos visto como los platos y formatos más pirotécnicos, se copiaban instantáneamente en otros lugares del planeta (por eso hoy te pueden pintar un postre en un lienzo en un restaurante de un pueblo de Soria como la cosa más normal del mundo). El resultado de tanta velocidad y sorpresa es una retahíla de platos que no se perpetúan en la carta, que no imprimen ninguna huella, ni en el restaurante ni en la gastronomía, y que hacen que la creatividad se convierta en una exigencia delirante que no va a ninguna parte.

Pero quizás, lo peor es que no estamos sabiendo ver lo poliédrica que puede ser una sorpresa. Para ello nada mejor que recurrir a la RAE para definir qué significa sorprender y darse cuenta de que algunas de las acepciones no son especialmente positivas. De hecho no tienen por qué serlo, ya que las emociones en su conjunto tienen variantes negativas y creo que manejar todas esas posibilidades eso es mucho jardín para un cocinero que no esté dispuesto a asumir que sus platos no sorprenden/emocionan/cautivan…

También es cierto que muchos cocineros han incorporado las emociones a su registro laboral y se definen como profesionales apasionados en primer término. Y es que la pasión es la otra emoción de moda en gastronomía, que nos llevaría a hablar de la sustitución de los valores por emociones. Pero ese melón lo abrimos otro día ?

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