Según lo veo, el mundo del vino, entendido como esa entelequía formada por bodegueros, enólogos, sumilleres, catadores y expertos en general, lleva años queriendo cambiarlo todo sin modificar nada. Parece que, por el hecho de repetir como un mantra para beber vino sólo hace falta que te guste, el consumidor vaya a sufrir una metamorfosis y comience a consumir vino en cantidad y calidad. Pero eso no ha pasado, ni tiene pinta de que vaya a suceder, a tenor de los datos que nos indican que en España, en 40 años, el consumo de vino se ha reducido de 65 a 17 litros y poco por persona y año.
Las bodegas quieren vender y, como es normal, quieren vender lo más caro posible para conseguir alta rentabilidad, el problema es lo hacen pensando en un cliente ideal que no existe, pero al que se empeñan en invocar con mensajes facilón es que no van en línea con el perfil del producto. El vino compite en momento de consumo con otras muchas bebidas para las que no son necesarios tantos conocimientos técnicos de los que acomplejan al consumidor profano, que propician sin pudor la diversión, que son más económicas y que satisfacen funciones fisiológicas a las que el vino no llega (nadie se toma una copa de vino de un trago para quitar la sed, algo que sí alivia una cerveza, un refresco o un cocktail). Una serie de handicaps que el vino tiene que asumir, a la vez que tiene que valorar si alguna de estas desventajas competitivas puede cambiarse para jugar a su favor.
En el plano económico, más allá de que obviamente cada uno adapta el consumo a su economía, las bodegas marcan unos beneficios mínimos que crean unos cuellos de botella a la hora de captar futuros clientes. Lo ilustro, para que se entienda, con un ejemplo personal. En mi casa, desde que éramos pequeños, siempre nos han dado mosto. Era nuestra bebida preferida y la tomábamos siempre que había ocasión, en casa o fuera, en navidades, en cumpleaños o grandes acontecimientos, siempre tomábamos mosto. En Navarra el mosto solía ser blanco, pero cuando viajábamos y nos daban mosto tinto, se nos subía el pavo y nos dábamos pompa porque parecía que estábamos tomando vino de mayores y eso nos encantaba.
Imitar a los adultos, siempre ha sido una formula para iniciarse en muchos hábitos y rituales, y el mosto es un excelente catalizador de esa circunstancia. Si duda, esta es la forma más natural y lógica de iniciarse en mundo del vino, y no tanto la que proponen las bodegas de llevar a los colegios a ver el proceso de vinificación, para acto seguido decirles que, pese a ser un alimento, no lo pueden tomar hasta los 18 años. Una curiosa y reiterada negación de que el vino enaltece, que me lleva a pensar que, en ese querer disimular que nos gusta emborracharnos, nos hemos pasado de frenada poniendo tanta cultura alrededor del vino.
Pero, volviendo al mosto, ¿por qué las bodegas no elaboran mosto para así captar a potenciales jóvenes consumidores? Fácil, ningún empresario en su sano juicio va a vender a 0,30€ lo que dentro de unos años, una vez realizado todo el proceso, se puede vender a 30€ . Al fin y al cabo, las bodegas viven de trasformar y guardar el zumo de uva, no de venderlo sin procesar, así que no atienden ese mercado que, a mi entender, podría ser vital a la hora de reclutar futuros consumidores.
Tampoco se propicia el consumo de vino de mesa, cuyos precios son mucho más competitivos y pueden (como hacía la generación de nuestros padres ) tomarse a diario en cada comida sin problema. Las bodegas prefieren que tomemos vino embotellado (no los económicos graneles de clarete que compraba mi padre en la bodega del barrio o en las cooperativas de algunos pueblos navarros) y, a poder ser, mejor que sea un crianza antes que un cosechero, porque como es lógico, deja mayor margen. El problema es que, mientras un consumidor obtiene unas 6 copas de vino por una botella de 10 €, con el mismo importe consigue 15 latas de cerveza con las que no tiene que hacerse el molón y con las que puede exhalar de placer después de dar un largo y refrescante trago. No se trata del mismo producto, pero sí se trata del mismo momento de consumo y ahí es donde el vino sale perdiendo.
A todo esto, ¿de dónde viene el tremendo tabú de que el vino sea refrescante? No me refiero a un cava o un blanco que se sirven más fríos, hablo de usar el vino mezclado para refrescar. Recuerdo, hace unos años, cuando comiendo en un estrella Michelin un bochornoso mediodía de agosto, la propietaria me ofreció, casi entre susurros, prepararme un generoso tinto de verano para acompañar el menú desgustación. Superada la sorpresa inicial, por lo poco habitual de la propuesta, disfruté de una excepcional comida de la que guardo un interesante y refrescante recuerdo. Omito el nombre del establecimiento por si alguien pretende reprocharles tan tremenda herejía...
El sabor y la complejidad del vino no resultan fáciles para un paladar joven e inexperto. Hace falta un aprendizaje, un proceso que lleva su tiempo y que normalmente se inicia con bebidas más dulces. Un buen ejemplo es el kalimotxo, un combinado sumamente popular que nos ha servido a muchos para iniciarnos en el consumo (no muy consciente, ni exigente) del vino. ¿Quién no ha disfrutado de un buen kalimotxo? Admitir que emborrachaba, refrescaba y era barato, es algo que parece que nos negamos a nosotros mismos ahora.
Confieso que yo sigo tomando kalimotxo, lo hago una vez al año, coincidiendo con el chupinazo de los Sanfermines, y lo hago con un buen vino de Viña Salceda, si es posible de la añada 2008 (forma parte de un ritual instaurado en mi cuadrilla, que tiene su particular historia , y que se perpetúa cada año). La bodega en cuestión lo sabe y le parece bien, ¿cómo no va a parecérselo si con el vino, una vez que lo he pagado, puedo hacer lo que quiera? Pero también hay a quien, mi kalimotxo premium, le parece un sacrilegio de la peor clase y no duda en un indignarse y ofenderse por hacer eso con un vino, como si fuese un bien común y se haya de disfrutar con el permiso consensuado de los paladines del vino. Es evidente que no le vas tirar encima una gaseosa a un vino gran reserva, pero ¿por qué no un rosado del año con ginger ale y hielo? Dios no mata gatitos por beber ese tipo de bebidas, he hecho la prueba y os juro que no ha sucedido ninguna catástrofe.
Hace más de treinta años que se detectaron desequilibrios entre la oferta y la demanda del vino en España, pero lejos de haber visto venir el problema y buscar una solución realista, los niveles de consumo de vino siguen bajando, siendo estos en la actualidad casi un tercio de lo que se consume en Francia o Italia, con los que compartimos el podium de los mayores productores de vino del mundo, a pesar de estar en el puesto trigésimo tercero en el ranking mundial de consumo per capita. Los últimos estudios nos sacan los colores adjudicándonos un catastrófico gasto de 139€ al año en vino, dato del año 2015, frente a los 425€ que se gasta de media un italiano en el mismo periodo.
Hemos aumentado el precio del vino, pero nuestros consumos descienden mucho más rápido que en otros países con los que compartimos circunstancias y características. Así que, es evidente que algo no se está haciendo bien, o por lo menos, que las estrategias comunicativas no están surtiendo el efecto deseado. Quizás el mundo del vino ha idealizado un consumidor, cada vez más minoritario, al que confunde pidiéndole informalidad a la hora de tomar un vino, pero cultura y conocimiento suficiente como para justificar el precio que paga por el producto.
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