Internacional

António Guterres y el destino del krill

António Manuel de Oliveira Guterres nació en Lisboa el 30 de abril

António Manuel de Oliveira Guterres nació en Lisboa el 30 de abril de 1949, en lo más crudo de la dictadura de Oliveira Salazar sobre los portugueses. Es hijo de Virgílio Dias Guterres, importante funcionario de la compañía de gas y electricidad de Portugal, y de su esposa, Ilda Cândida Reis Oliveira. Una familia de clase media alta que pudo dar a los hijos (António tuvo una hermana médica) una educación esmerada.

El niño salió inteligentísimo. Aprendió a leer y escribir con cuatro años. Era el típico crío más bien repipi que tiene una caligrafía perfecta, que siempre levanta la mano el primero cuando el profesor pregunta en clase y al que siempre se ve con un libro debajo del brazo. Su memoria era prodigiosa: como dice un amigo suyo de juventud, Carlos Gomes, António “era una enciclopedia”. Pero en su carácter había algo que destacaba por encima de todo lo demás: era un buenazo. Bajito, bastante glotón y con tendencia a engordar, buen conversador y con un sentido del humor tan sutil que casi parecía británico, Guterres era un chaval amable, sonriente, simpático como casi todos los pícnicos, y un pedazo de pan: generoso, solidario, leal, algo romántico y un poquito ingenuo. Conserva muchos amigos de sus primeros años.

Aquel lumbrera al que todo el mundo, en Portugal, ha llamado siempre “ingeniero António Guterres”, parecía destinado al mundo académico y a la investigación científica

António salió de ciencias más que de letras. Estudió en el Liceo de Camões y en 1965, cuando se graduó, logró el premio al mejor estudiante de todos los Liceos de Portugal. Luego estudió Física e Ingeniería eléctrica en el Instituto Superior Técnico de Lisboa. Debió de hacerlo bastante bien porque inmediatamente después de licenciarse, en 1971, lo contrataron como profesor de Teoría de Sistemas y Telecomunicaciones. Aquel lumbrera al que todo el mundo, en Portugal, ha llamado siempre “ingeniero António Guterres”, parecía destinado al mundo académico y a la investigación científica.

¿Es António Guterres masón? No está comprobado. Debería decirlo él, porque los masones nunca lo revelarán mientras él esté vivo.

Pero había dos variables con las que nadie podía contar. Una era su fe. António era (y sigue siendo) un católico ferviente, un creyente sincero que, al contrario que muchos, entendía el cristianismo como una manera de ayudar a los demás y lograr un mundo más justo. No era de los que se quedaban rezando en la capilla. Participó en grupos solidarios y de reflexión activa como el Grupo Luz, ayudó en las inundaciones de 1967, fue activista en la Juventud Universitaria Católica. Sus enemigos acabarían por decir que pertenecía al Opus Dei. Es muy poco probable. Pero está claro que algunos de los más ilustres masones de Portugal (algún ex Gran Maestro del Grande Oriente Lusitano, por ejemplo) alaben sin tasa la personalidad y la actividad de Guterres. Esto en España puede sorprender; no en Portugal, donde la masonería tiene una consideración pública mucho más “europea” y normalizada que en nuestro país. ¿Es António Guterres masón? No está comprobado. Debería decirlo él, porque los masones nunca lo revelarán mientras él esté vivo.

La otra variable es la historia. En 1974, Portugal se estaba desangrando por la guerra colonial (imposible de ganar) y por una dictadura que se caía de vieja. El 25 de abril de aquel año, un nutrido grupo de jóvenes oficiales, los llamados “capitanes de abril” (bastantes de los cuales se harían después masones), dieron un golpe de Estado incruento y la dictadura se desplomó como un carcomido decorado de teatro. Inmediatamente, António Guterres se afilió al Partido Socialista de Portugal (PSP), que lideraba Mário Soares (masón, por cierto, como se supo tras su fallecimiento). El prometedor físico e ingeniero cambió las aulas y los laboratorios por la política. Ese cambio fue definitivo.

Aquel sonriente gordito que le caía bien a todo el mundo, que jamás olvidaba un nombre ni una cara, que sabía mucho de vinos y que era perfectamente capaz de llorar como un niño oyendo una ópera de Verdi había llamado la atención de los líderes políticos mucho más allá de las fronteras de Portugal

Su carrera fue brillante como pocas. Fue elegido diputado en la Asamblea de la República, por la circunscripción de Castelo Branco, en las elecciones de 1976. Aún no había cumplido los 27. Mantendría el escaño durante los 26 años siguientes. Fue presidente del Grupo Parlamentario del PSP desde 1989 a 1991. Inmediatamente después lo eligieron secretario general del partido, puesto que ocupó durante diez años más, hasta enero de 2002. Conspiró contra el “gran líder” Soares, algo que parece casi consustancial al socialismo ibérico, pero el PSP logró una resonante victoria en las elecciones de 1995 y Guterres alcanzó la presidencia del gobierno portugués. En su ejecutivo había numerosos masones. Sería reelegido en 1999 y le tocó presidir el Consejo Europeo entre enero y julio de 2000. Hacía tiempo que aquel sonriente gordito que le caía bien a todo el mundo, que jamás olvidaba un nombre ni una cara, que sabía mucho de vinos y que era perfectamente capaz de llorar como un niño oyendo una ópera de Verdi (una de sus pasiones) había llamado la atención de los líderes políticos mucho más allá de las fronteras de Portugal. Simplemente había que esperar.

Guterres fue uno de los primeros ministros que impulsaron el nacimiento del euro como moneda única de aquellos once países que empezaron con él. Como gobernante tuvo luces y sombras, quién no. Su gobierno no logró sacar adelante la ampliación de los casos de despenalización del aborto, pero sí aprobó las uniones civiles entre personas del mismo sexo. Fracasó en el intento de cambiar la ordenación territorial de Portugal (lo mismo que le había pasado a De Gaulle en Francia cuatro décadas atrás) y acabó perdiendo las elecciones locales de 2001. Fue cuando dimitió. En los siguientes comicios ganó el socialdemócrata Durao Barroso.

António Guterres empezó a salirse de la órbita de la política portuguesa tras dejar la presidencia del gobierno. Primero se refugió en la Internacional Socialista, de la que había sido elegido presidente en 1999. Pero pronto, en 2005, fue nombrado Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), cargo que le venía como anillo al dedo porque su vocación solidaria no había hecho más que crecer. Ocupó el puesto durante diez años e hizo un esfuerzo extraordinario para que la ayuda internacional llegase eficazmente allí donde hacía falta, como Siria, Afganistán e Irak, entre muchos sitios más. Fue entonces, durante la terrible guerra civil siria, cuando dijo por primera vez que, en algunos de aquellos países (Siria, Líbano, Jordania), la presencia de refugiados era “existencial”, no algo pasajero, y sugirió que tenía motivos esencialmente injustos. También impulsó con toda determinación la ayuda a los náufragos del Mediterráneo, que huían como podían de la guerra en sus países. Sus fotos en los campos de refugiados de Turquía junto a la actriz Angelina Jolie, a la que había nombrado enviada especial de ACNUR, dieron la vuelta al mundo.

Las Naciones Unidas, desde su fundación en 1945, son un organismo que sirve para hablar; o, mejor dicho, para no dejar de hablar, pero sirve para muy poco más

Fue elegido noveno secretario general de Naciones Unidas en octubre de 2016. Sucedió al coreano Ban Ki-moon. Tenía todo a su favor. Primero, procedía de un país pequeño que no molestaba a nadie geopolíticamente. Segundo, su prestigio internacional era ya muy grande. Tercero, hablaba perfectamente el suficiente número de idiomas: francés, inglés y español, además del portugués. Y cuarto, Guterres era un buenazo repleto de maravillosas intenciones que, como las de todos sus antecesores, acabarían encallando en los arenales de la realidad internacional. Las Naciones Unidas, desde su fundación en 1945, son un organismo que sirve para hablar; o, mejor dicho, para no dejar de hablar, lo cual no es poco en un mundo en el que, desde la fundación de la ONU, no ha pasado un solo día en el que no haya habido guerra en alguna parte del planeta. Pero sirve para muy poco más, porque el derecho de veto de unos pocos países hacia sus resoluciones convierte a estas, en muchos casos, en meros brindis al sol

En resumen: todo el mundo quiere pertenecer a la ONU, pero también todos los grandes países tratan de utilizarla (lo único que tiene es su prestigio) y, en demasiadas ocasiones, nadie le hace maldito el caso, como no sea para criticarla a dentelladas. Pero el de secretario general de la ONU ha sido siempre, con una sola excepción (la del austriaco Kurt Waldheim, antiguo nazi), uno de los puestos más importantes y honorables que nadie puede ocupar en el mundo. Aunque su poder efectivo sea muy reducido.

Es la primera vez en décadas que un país abandona las Naciones Unidas por propia voluntad. Y esta vez lo ha hecho precisamente Israel, cuya existencia misma procede de una resolución de la ONU en mayo de 1948

Guterres hizo perfectamente su papel y fue reelegido para un segundo mandato de cinco años en 2022. Pero en los últimos días, al comienzo de la carnicería que (otra vez) se está produciendo en Gaza entre Israel y los terroristas de Hamás, con una espantosa cifra de víctimas civiles, Guterres ha cometido un error que un secretario general de la ONU no puede permitirse: decir lo que pensaba, no lo que era conveniente para su función de mediador por antonomasia. Su afirmación, dicha y luego reiterada, de que la resistencia de árabes y palestinos frente a Israel “no procede de la nada” y que viene de muchas décadas de opresión, ha encolerizado al estado hebreo. Es la primera vez en décadas que un país abandona las Naciones Unidas por propia voluntad; el único precedente es el de Indonesia en 1965, que duró menos de un año. Y esta vez lo ha hecho precisamente Israel, cuya existencia misma procede de una resolución de la ONU en mayo de 1948.

Es seguro que el bondadoso Guterres, con todas sus cualidades y todo su prestigio, no será reelegido para un tercer mandato como secretario general, algo que, de todos modos, no ha conseguido nadie. Suerte tendrá si termina el segundo, que comenzó en 2022. Puede que se lo coman antes. No sería la primera vez.

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Llamamos krill a la congregación de miles de millones de pequeños crustáceos del orden de los eufausiáceos. Son primos de los camarones y de las gambas, cuñados de las langostas y sobrinos de los cangrejos, pero su importancia es inmensamente mayor. Están en todos los océanos del mundo y son fundamentales para el mantenimiento de la cadena trófica en todos los océanos del planeta, es decir, en todo el globo. Son incontables las especies que no existirían sin el krill. Estos innumerables pequeñines constituyen algo así como el mínimo común denominador de la alimentación marina. Dependiendo de la estación, pueblan los mares de la tierra muchos cientos de millones de toneladas de krill.

¿Cuál es el problema del krill? Pues que solo sirve para una cosa: para que se lo coman los demás. Los diminutos crustáceos se nutren de fitoplancton, que es lo más elemental que se puede comer nadie en el planeta, y ponen de acuerdo a decenas y decenas de especies en servirles de alimento. 

Incontables especies de peces se alimentan de krill. Luego, como está mandado, esos peces se comen unos a otros, pero ante eso el krill puede hacer poco. Su función única es lograr que los demás habitantes de los mares acuerden al menos en una cosa: comérselos a ellos.

Incluso los japoneses comen krill: con eso está dicho todo

El krill es el alimento indispensable de las ballenas barbadas, por ejemplo, que son animales enormes y con derecho de veto en la asamblea general marina; pero también se los comen los pingüinos y diferentes especies de focas, algunas de las cuales, especialmente agresivas, luego devoran a los pingüinos. Incluso los japoneses comen krill: con eso está dicho todo.

Un destino deprimente, pues, el del krill. No se mete con nadie pero todo el mundo se lo zampa. Al menos en eso concilia al resto del planeta.

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