Joseph Ratzinger nació en el seno de una familia humilde de Baviera: su padre era policía local y su madre, cocinera. Lo hizo en 1927, en una época turbulenta, cuando Alemania, asfixiada por las sanciones impuestas por los vencedores, no se había recuperado aún de los estragos de la I Guerra Mundial y el mundo vivía una despreocupación, casi un desenfreno, con el que acabaría el crac del 29.
En la Pascua de 1939, pocos meses antes de que Hitler invadiese Polonia, Ratzinger entró en el seminario menor de Traunstein, donde pasó los primeros años de la guerra. Él mismo ha dado cuenta en numerosas ocasiones de las amenazas de las Juventudes Hitlerianas; se refería al ambiente de esos años como "asfixiante". Ya en las postrimerías del conflicto, el 10 de septiembre de 1944, se licenció de las fuerzas de defensa antiaérea y tuvo que realizar trabajos obligatorios en el estado austríaco de Burgenland, en la frontera con Hungría.
Benedicto era tímido, no se sentía del todo cómodo entre la muchedumbre, rehuía los focos. Él estaba llamado a la oración y al estudio, eso era lo que le pedía su temperamento, pero el pontificado le exigía otras tareas. La sombra de su predecesor era alargada
Acabada la guerra, ordenado ya sacerdote, Ratzinger se dedicó a la que él mismo identificaría pronto como su vocación: la docencia, el estudio y la carrera académica. En 1952 empezó a impartir clases en el seminario de Freising y en 1959, tras defender su brillante tesis doctoral sobre san Buenaventura, fue nombrado profesor de la Universidad de Bonn. Años más tarde, y en reconocimiento de sus méritos académicos, participó activamente en el Concilio Vaticano II como consultor del cardenal de Colonia, Joseph Frings, y como perito conciliar.
En 1966 fue nombrado profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Tubinga y en 1968 publicó una de sus grandes obras, Introducción al cristianismo. Durante esos años, Ratzinger vivió como él creía estar llamado a hacerlo: rezando, estudiando y enseñando. Ésa era su vocación.
En 1977, sin embargo, ocurrió algo inesperado, algo que de hecho contrarió al aún joven teólogo. Fallecido el obispo de Múnich, el nuncio de Alemania pensó en él para sucederlo. Aquello no encajaba en sus planes, entorpecía su carrera intelectual, pero Ratzinger aceptó. Concluyó que su misión no era hacer lo que a él le apetecía, sino aquello a lo que Dios le llamaba en ese momento. Fue nombrado obispo de Múnich y creado cardenal, lo que permitió su participación en los cónclaves en los que resultaron elegidos como pontífices Juan Pablo I y Juan Pablo II.
En 1981 Juan Pablo II lo nombra prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Aquello dificultaría aún más su quehacer intelectual, pero, de nuevo, Ratzinger entendió que era allí donde Dios quería que estuviera. Durante sus años como prefecto, veló por la ortodoxia, se afanó en preservar el espíritu del Vaticano II ―violentado, según él, por algunos sacerdotes y teólogos― y participó activamente en la redacción del Catecismo de la Iglesia católica, publicado en 1992. Le presentó varias veces su renuncia al Papa, quien siempre le respondió de la misma forma: rechazándola.
El pontificado
Fallecido Juan Pablo II, Ratzinger fue elegido pontífice en el cónclave de 2005. Los cardenales tuvieron la sensatez de confiarle el poder a quien menos lo ansiaba. Dios trastocaba de nuevo sus planes: no era suficiente con servirle como cardenal; ¡ahora habría de hacerlo como Papa!
Ratzinger eligió el nombre de Benedicto XVI y escribió durante su pontificado tres encíclicas ―Deus caritas est, Spe salvi y Caritas in veritate― y cuatro exhortaciones apostólicas ―Sacrementum caritatis, Verbum Domini, Africae Munus y Ecclesia in Medio Oriente―. También rehabilitó la liturgia anterior a 1970 ―la misa en latín, para entendernos― con un motu proprio, Summorum Pontificum, que el Papa Francisco anuló hace algo más de un año.
Durante estos años vimos a un Papa distinto, casi antagónico, a Juan Pablo II. Benedicto era tímido, no se sentía del todo cómodo entre la muchedumbre, rehuía los focos. Él estaba llamado a la oración y al estudio, eso era lo que le pedía su temperamento, pero el pontificado le exigía otras tareas: atender a los medios de comunicación, participar en actos multitudinarios, gobernar la Iglesia. La sombra de su predecesor era alargada; todos recordamos lo que se decía en las conversaciones familiares: "Benedicto es un intelectual, pero no tiene el carisma de Juan Pablo".
La renuncia
El 11 de febrero de 2013, sobrepasado por las exigencias del pontificado, Benedicto XVI anunció su renuncia. Alegó "falta de fuerzas". Aquella decisión causó, naturalmente, mucho revuelo, porque tan sólo había un precedente. Uno lejano, lejanísimo: el del Papa Celestino V, que renunció el 13 de diciembre de 1294, apenas cuatro meses después de haber sido nombrado.
En uno de sus libros de conversaciones con el periodista Peter Seewald, Benedicto explica su decisión. Según dice, apenas hubo lucha interior, conflicto, desgarro. Tras meses de oración había comprendido que él no podía acometer la misión que la Iglesia le había confiado, que alguien debía sustituirle: "Para mí la evidencia era tan grande que no hubo ninguna lucha interior especialmente intensa. Conciencia de responsabilidad y gravedad de la decisión, que exige el más concienzudo examen y tiene que ser sopesada una y otra vez ante Dios y ante uno mismo: eso sí, pero no en el sentido de que ello me desgarrara por dentro".
Benedicto XVI pasó los últimos años de su vida, ya tras la renuncia, en el monasterio de Mater Ecclesiae. Allí se dedicaba a rezar, a leer, a estudiar, a escribir, a recibir amigos; de algún modo hacía lo que siempre había querido hacer, hacía por fin aquello a lo que se sentía llamado. Al final de su vida regresaba al principio, a los años de la juventud. Qué buena forma, piensa el plumilla que firma este artículo, de preparar su regreso a la casa del Padre.
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