Desde el Hotel Marriot, en el centro financiero de Varsovia, al campo de refugiados más grande de Europa hay 20 minutos en coche. No es mucho. El verde se va apoderando del paisaje hasta llegar a una conjunción de naves que en otro tiempo albergaron exposiciones culturales y gastronómicas. Ahora, en las panzas de esas ballenas de acero, miles de almas aguardan un destino incierto.
Una de esas almas es Ivan, un chico de 14 años con la mirada más triste del mundo. Ocupa una de las cientos de camas negras del pabellón central. Arropado, juega a la tablet con unos cascos de gran tamaño, aislado de todo cuanto le rodea. La cama de al lado es de su madre, pero ahora está vacía. Al acercarnos se retira los cascos con parsimonia. Sus ojos azules eslavos se posan sobre nosotros y nos miran sin ver absolutamente nada.
Ivan sabe inglés, de las pocas personas que lo habla en el campo de refugiados. “¡Ivan! Así se llama mi hermano”. Nada. Ni una sonrisa. Solo una expresión de extrañeza, de que nada tiene sentido. Apenas responde a una pregunta: “Llevo en el campo tres meses”. Por la forma en que lo dice, el tiempo se ha vuelto algo relativo para él. La eternidad cabe en tres meses.
El campo de refugiados de Warsaw Expo alberga ahora a 4.000 ucranianos. Algunos buscan destinos en Europa. El fin de semana está previsto que 240 marchen a España. Otros esperan a que la guerra pase, o se apacigüe, para poder volver a su país. La espera se está haciendo larga. Cuando el Gobierno polaco puso en marcha el centro, muchos creían que apenas aguantaría unas pocas semanas en funcionamiento. Sin embargo, a medida que la invasión sangrienta de Putin fue in crescendo, el centro empezó a crecer al mismo ritmo, preparándose para acoger a miles de personas.
La extensión del campo es tan grande, que para ir de un edificio a otro nos movemos en coche. Warsaw Expo es como una ciudad en miniatura, hay centro de salud, farmacia, puestos con comida y productos de higiene gratuitos 24 horas, guardería, colegio, iglesia católica, ortodoxa… Hay grandes pabellones mixtos y otros más reducidos para albergar a personas con necesidades especiales (refugiados con problemas de salud mental, de movilidad, mujeres embarazadas o con niños muy pequeños).
Nuestra primera parada es uno de los pabellones con ucranianos con necesidades especiales. Desde el cristal que conforma la pared del pabellón, una señora mayor nos da la bienvenida agitando la mano con efusión. Será la única sonrisa auténtica de todo el recorrido. En el interior, el primer saludo llega, en cambio, de un perro. Es Monya, el perro que acompaña a Ludmila y su madre.
Ludmila es una de las ucranianas que conserva la esperanza de volver a su país. Su objetivo es esperar en el campo lo que sea necesario. La madre está ciega por culpa de una patología de la que, según cuenta Ludmila, será operada en dos semanas. Alrededor de la cama de Ludmila, y la de todos los habitantes del Warsaw Expo, solo hay unas mochilas y algún utensilio en el suelo. Como ella, el resto de ucranianos apenas conserva unas pocas pertenencias, los vestigios de una vida a la que el déspota ruso decidió poner punto y final. Pese a ser todo lo que les queda, las mochilas y enseres permanecen solitarios en filas y filas de camas negras vacías. Botes de maquillaje sobre un colchón, en otro yacen varios juguetes y ropa de todo tipo. La intimidad es un concepto que también pereció con la guerra.
En el pabellón de las madres con niños pequeños, una mujer se entretiene montando un puzle de 1.500 piezas mientras su hijo corretea entre las camas. Al frente del centro se encuentra Agnieszka Typiak, coordinadora del mismo. Typiak muestra una vitalidad exultante pese a su edad –que no aparenta en absoluto-. Es la primera vez que se enfrentaba a una tarea como la de dar cobijo a miles de personas.
“Los ucranianos son nuestros vecinos. Polonia tampoco fue libre en su día, queremos que ellos lo sean y decidan por ellos su futuro. En Polonia sabemos lo que es la guerra, nuestros abuelos lo saben. Por eso, lo que está haciendo Putin con los ucranianos lo tomamos como algo personal”, afirma Typiak. La realidad da la razón a la administrativa polaca. Polonia es, con diferencia, el país europeo más implicado en ayudar a los ucranianos, siendo el Estado que ha enviado más armas y que ha acogido más refugiados (sobre los 3 millones).
Continúa nuestro tránsito por el campo de refugiados. Llegamos a las guarderías, distribuidas por varios pabellones y financiadas por la Fundación Orlen, que pertenece a una empresa petrolera polaca. En una de ellas escuchamos español por primera y única vez en todo Warsaw Expo. Alan, mexicano de 25 años, licenciado en ingeniería de caminos, ha viajado 10.174 kilómetros, los que separan su México D.F. natal con Varsovia, para echar una mano en lo que pueda.
“La principal barrera es el idioma. Aquí apenas se habla inglés y es difícil la comunicación. Pero incluso así, los niños, que han venido solos con sus madres –los varones mayores de 18 están obligados a permanecer en su país para luchar por él- buscan en mí una figura paterna. Se nota que extrañan ese rol y aunque no pueda comunicarme con ellos verbalmente, expresan sus emociones de otra forma. Es muy duro”, manifiesta. Alan lleva 3 semanas en el campo y le queda una más antes de regresar a su país. Dice que la experiencia ha sido dura pero regresa con el “espíritu cargado”.
El tour de los barracones sigue su curso y llega la hora de acudir a una de las escuelas del campo de refugiados. Llegamos en pleno recreo. A primera vista, todo parece normal. Hay un alboroto jubiloso mientras los niños corren a lo largo y ancho del aula. La mayoría se concentra en torno a una mesa de pin-pon, donde juegan con ímpetu (quizá demasiado) y la bola marcha despedida a toda velocidad por clase con riesgo de impactar en algún humano desprevenido. Hay dos que manejan el cotarro y no se apartan de la mesa de pin-pon. Uno de ellos, a pesar de su corta edad, tiene un pendiente, y no para de gesticular mientras golpea la bola con todas sus fuerzas.
Algunos niños miran con mucha curiosidad, como si hubieran visto un extraterrestre. Por unos instantes, a uno se le olvida que está en un campo de refugiados y no en el patio de recreo, hasta que una mirada perdida te devuelve a la realidad. Una mirada como la de Ivan. Uno de los niños permanece apático, apartado del resto, sin ganas de hacer nada. Un niño víctima de algún trauma, o que simplemente echa de menos a su familia. Los dibujos colgados en la pared también denotan grandes ausencias. En unos aparecen “mamá y papá”, otros muestran grandes campos verdes y algunos una casa.
Una de las profesoras, Oksana, interrumpe el reportaje para hablar con Agnieszka. Rompe a llorar. "Los rusos están secuestrando a mis amigos". Los secuestrados trabajan para la Administración pública ucraniana en el este del país. Quiere que la coordinadora alerte a los otros refugiados y realice las gestiones oportunas con el Gobierno de Mazovia, región que financia el Warsaw Expo, para llevar a cabo tareas diplomáticas en aras de liberar a los ucranianos secuestrados. Oksana tiene miedo de que Rusia haya interceptado su correo electrónico y haya averiguado la localización de sus amigos. Algunos han sido secuestrados y liberados ya dos veces. En ocasiones, son torturados. “Rusia quiere borrar, literalmente, a la Administración pública ucraniana. Quiere eliminarla del mapa”, dice un miembro del staff polaco. Oksana se enjuga las lágrimas y vuelve a clase, se ha acabado el recreo.
La historia de Oksana explica en buena medida la desconfianza de los refugiados cuando un extraño llega al campo. Pese al intento de hablar con varios de ellos, la gran mayoría dice no saber inglés o confiesa que no quieren contar nada. Deambulamos entre filas de camas negras, la mayoría vacías, pues los ucranianos del campo trabajan en Varsovia y luego regresan, de tal forman que evitan pasar largas horas mirando ese techo de metal. Los que quedan en el campo nos miran con curiosidad. Muchos duermen también, aunque la hora no invite a ello. Pero otros, la mayoría, fijan sus ojos en la nada, como rebuscando en un pasado que ya nunca volverá. Hace más de 120 días que Rusia invadió Ucrania.
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