Internacional

Carlos de Inglaterra y la incertidumbre del corgi galés

Cuando Isabel II murió el 6 de septiembre de 2022, tras 70 años de reinado (el más largo de la historia británica), un casi anciano Carlos Windsor, con casi 74 años, subió por fin al trono con el nombre de Carlos III. Nunca un príncipe de Gales tuvo que esperar tanto para suceder a su predecesor

Carlos Felipe Arturo Jorge Windsor nació en el palacio de Buckingham (Londres) el 14 de noviembre de 1948. Fue el primer hijo de los cuatro que tuvieron la princesa Isabel Windsor, entonces duquesa de Edimburgo (luego reina Isabel II de Inglaterra) y su marido, el príncipe Felipe Mountbatten de Grecia y Dinamarca. Durante bastantes años hubo problemas con el apellido de Carlos. Desde que nació se le llamó Carlos de Edimburgo. Cuando su madre subió al trono (1952), se produjo una especie de conspiración para que la Casa Real británica, que se llamaba Windsor por decisión del bisabuelo de Carlos (el rey emperador Jorge V), pasase a llamarse Casa de Mountbatten, que era el apellido de Felipe, el marido de la reina y padre de Carlos. Eso, que estaba de acuerdo con la ley y que habría cambiado el nombre de la dinastía, fue terminantemente impedido por el gobierno de Winston Churchill, por María de Teck, viuda de Jorge V (la abuela de la joven reina) y por la propia monarca. Así pues la conspiración (urdida por lord Louis Mountbatten, Dicky, tío de Isabel II), fracasó. La familia siguió llamándose Windsor y Felipe, duque de Edimburgo, se convirtió en el único varón británico que no dio su apellido a sus hijos, que se llamaron y se llaman Windsor (apellido de la madre) y no Mountbatten. Felipe dijo alguna vez, con la petulancia y la mala leche que le caracterizaban, que se sentía como “una ameba” que ni siquiera podía dejar su nombre a sus hijos. La verdad es que no le faltaba razón.

Carlos Windsor, heredero del trono británico desde 1952, fue un niño… complicado. Fue el primer príncipe sucesor de la Corona que no se educó en el palacio, con preceptores privados, sino que acudió a diversos centros educativos en los que convivía con otros niños de su edad. Eso tuvo sus ventajas y sus inconvenientes.

Carlos era un chico inteligente, cariñoso por naturaleza, con una enorme sensibilidad y con una verdadera necesidad de afecto. No lo tuvo, o lo tuvo en una medida mucho menor a la que él precisaba. Sus padres, por razones de su trabajo, lo veían poco. Pasaban largas temporadas (a veces meses enteros) fuera de casa, en viajes oficiales, y Carlos quedaba en manos de las niñeras, de los profesores y de sus compañeros de clase. Estos, en no pocos casos, eran unos auténticos cabrones, si se nos permite lo gráfico de la expresión. Carlos era débil, tenía cierta tendencia al sobrepeso, no estaba dotado para los deportes, era soñador y melancólico; y encima, sin ser del todo feo, era narigón y transportaba a ambos lados de la cabeza un par de orejas de soplillo de las que los demás niños se reían con esa crueldad de que solo son capaces los niños: parecía uno de los típicos taxis negros londinenses… con las puertas abiertas. Se sentía terriblemente solo y desdichado. Lloraba con frecuencia, casi siempre a solas. Casi nunca tenía con quién llorar. Además, le habían advertido severamente de que los príncipes nunca lloran. Al menos en público.

Insistamos un momento en esto porque es importante: Carlos Windsor tuvo una infancia totalmente distinta a la que tuvo su madre. Isabel se crio en una familia de cuatro personas (los padres y las dos niñas) en la que todos pasaban juntos todo el tiempo posible y se querían de verdad. Carlos se crio en una corte real. Tuvo una madre que, o no tenía tiempo de atenderle, o simplemente confiaba en que todo iría bien si se limitaba a sonreír y dejaba correr las cosas. Y un padre que era una mala bestia, al menos cuando Carlos era un niño. El resultado fue que Carlos quería de verdad a su madre, estuviera donde estuviese, y adoraba a su padre, que lo trataba casi a palos y que no dejaba de decirle lo decepcionado que estaba con él. Un “síndrome de Estocolmo” como la copa de un pino. Eso explica muchas cosas que ocurrirían a lo largo de los años. Carlos Windsor ha sido, toda su vida, una persona que ha buscado desesperadamente el cariño, el afecto, la comprensión de los demás. Porque no tuvo nada de eso cuando más lo necesitaba, cuando era niño y estaba solo.

Pasó por varios centros educativos, todos de gran prestigio. El primero fue Hill House, en el oeste de Londres, donde el director insistió en que el chaval jugase al fútbol porque los chicos, cuando forman parte del equipo, no hacen distingos sociales, solo juegan para ganar. Pero Carlos era un solemne patoso jugando al fútbol y sus compañeros no dejaron de afeárselo. Fue peor el remedio que la enfermedad.

Luego pasó un tiempo en la Cheam Preparatory y por último, cuando la reina Isabel había determinado enviarlo al prestigioso colegio de Eton (desde hace siglos fábrica de parlamentarios, primeros ministros, intelectuales y premios Nobel), el bruto de su padre se puso a dar voces y a decir que el crío era un alfeñique, casi un afeminado, y que había que “endurecerle”. Y para eso nada mejor que el lugar en el que él mismo, Felipe, había estado interno durante su adolescencia, el colegio de Gordonstoun, en el norte de Escocia.

Aquello fue sencillamente horrible. Carlos, años después, se refirió a Gordonstoun como “el castillo de Colditz”, un espantoso campo de prisioneros nazi. Llegó allí con trece años. Desde el primer momento sufrió lo que hoy se llamaría un tremendo bullying por parte de sus compañeros, quienes le pegaban, le humillaban constantemente, le sometían a las mayores canalladas y le provocaban, día tras día, un espantoso sufrimiento físico y emocional; y todo porque él no tenía la fortaleza de los demás, era tímido y encima era un príncipe, y los demás no. Se lo hicieron pagar, y cómo. Sin duda fue la época más atroz de la vida de Carlos. Años después, ya adulto, Carlos trató de templar gaitas y llegó a decir que estaba “contento” de haber pasado por Gordonstoun y que la dureza del lugar era “exagerada”. Mentía. Mentía. Nunca lo pasó tan mal aquel muchacho, en toda su vida. Ningún otro miembro de la familia real ha vuelto a estudiar allí. 

Cuando acabó aquel martirio, Carlos estudió antropología, arqueología e historia en Cambridge, en el Trinity College. Menos mal. Fue coronado por su madre como príncipe de Gales el 1 de julio de 1969, en el castillo de Caernarfon (siglo XIII). Al menos la reina tuvo la delicadeza de no obligar a su hijo a vestirse con el ridículo disfraz pretendidamente medieval que el rey Jorge V diseñó personalmente para su hijo David (futuro Eduardo VIII) algunas décadas atrás, y que le hacían parecer la sota de copas. David odió a su padre el resto de su vida por aquello. Carlos no fue tan infortunado cuando le hicieron sucesor al trono británico.

Carlos Windsor se dio cuenta pronto de dos cosas importantes. La primera, que su familia no era exactamente una familia sino una empresa cuya función fundamental era la supervivencia, y para ello se sacrificaba lo que fuese necesario; lo primero, la opinión, la voluntad y los sueños de sus miembros. Y lo segundo que aprendió fue que en su familia existía (de la reina para abajo) una auténtica competición para lograr la mayor popularidad y el mayor renombre posible, dando siempre por sentado que la mayor parte de la fama correspondería siempre a la reina. 

Ejemplos del primer caso: Carlos estaba singularmente bien dotado para el trabajo de actor, como también lo estaba su hermano pequeño, Eduardo. Lo hacía verdaderamente bien. Interpretó nada menos que Ricardo III y Macbeth, de Shakespeare. Sus padres nunca fueron a verle en escena. Consideraban aquello un entretenimiento, una pérdida de tiempo que no había que alentar. Precisamente cuando Carlos estaba entusiasmado con los ensayos de su grupo de teatro, la familia (la empresa, como la llamó alguna vez su abuelo Jorge VI) decidió que el chico se fuese a estudiar seis meses a Gales, donde no se le había perdido absolutamente nada, porque estaría muy bien que el príncipe de Gales hablase galés. De nuevo lo metieron en un territorio claramente hostil y lo abandonaron. Otra vez. Le pusieron un preceptor del idioma: Edward Millward, un brillante profesor y erudito… declaradamente nacionalista y antibritánico. Pero Millward se dio cuenta rápidamente de lo que más necesitaba su alumno: afecto, calidez, cariño de los demás, porque lo habían vuelto a dejar solo. Se hicieron grandes amigos. Hoy es el día en que Carlos no ha olvidado el idioma galés.

En cuanto llegó a la edad adulta, y aun antes, Carlos Windsor hizo cuanto pudo por dar alas a su creatividad y a sus sentimientos, algo que preocupaba profundamente a la “empresa” familiar y sobre todo a su padre, quien no dejaba de mostrarle su decepción y, en no pocas ocasiones, su desprecio. Carlos se involucró en numerosas iniciativas filantrópicas, benéficas, culturales, solidarias, educativas, médicas, medioambientales (esto le ha obsesionado siempre), artísticas y creativas. El príncipe de Gales ha impulsado, a lo largo de su vida, veinte veces más empresas humanitarias que la que luego fue su esposa, lady Diana Spencer; pero rara vez se ocupó de que hubiese un fotógrafo cerca para que lo que hacía saliese en el Daily Mirror. Era francamente bueno diseñando jardines y “arquitectura ecológica”. Su padre se reía de él y decía que nunca imaginó que su hijo mayor se dedicase a hablar con las plantas.

Carlos Windsor tuvo claro desde muy joven que la función principal de un príncipe heredero era tener, a su vez sucesores. Debía casarse, así lo había determinado “la empresa”. Pero ¿con quién? A pesar de las dudas al respecto de su padre, estaba claro que le gustaban las chicas, pero el problema era que Carlos no necesitaba una esposa: necesitaba que le quisieran de verdad. Y eso no era tan sencillo, como no lo es para nadie.

Su perverso pero cariñoso tío abuelo, Louis Mountbatten, que primero fue el protector de su padre y luego el mentor y el principal apoyo del propio Carlos, le dijo una vez una frase que hoy suena feroz: “La chica perfecta, que tiene que cumplir unas condiciones muy estrictas que impone la familia, ya llegará. Tú espera. Y, mientras esperas, ¿por qué no te vas divirtiendo con unas y con otras? Eres el príncipe de Gales, ninguna te va a decir que no”.

Fue lo que hizo. La lista de ligues de Carlos, en aquellos años 70, es interminable. La prensa las llamaba “los ángeles de Charlie”. Hasta que de pronto, en una fiesta, apareció una muchacha decidida, guapa sin exageraciones pero puro corazón: Camila Shand, hija de un comandante del ejército y perteneciente a la nobleza de tercera división de Gran Bretaña. Carlos se enamoró como un burro. Ella también, pero Camila tenía bastante claro desde el principio que ella no era la “chica perfecta” y que jamás sería admitida en “la empresa”. Así que, con la intención de eliminar futuros problemas, Camila aprovechó un viaje por mar de Carlos (el príncipe ya era oficial de la Armada y su familia lo envió durante meses a la otra punta del mundo, a ver si se olvidaba de aquella muchacha) para, con el corazón partido, darle el sí a otro apuesto militar, Andrew Parker-Bowles. Se casaron. Cuando Carlos recibió la noticia, en alta mar, pasó la peor crisis de su vida desde Gordonstoun. Estuvo meses sin hablarse con su padre. Y casi tampoco con su madre.

Carlos conoció a una post-adolescente aparentemente angelical, Diana Spencer, cuando ella tenía 18 años y él 31. El día en que se comprometieron públicamente, el 24 de junio de 1981, no se habían visto más allá de media docena de veces. Diana cumplía todas las condiciones que imponía la familia real: era virgen, era dulce (o lo parecía entonces) y no tenía pasado oscuro. Tanto la reina como Felipe de Edimburgo estuvieron de acuerdo. La boda, que se celebró el 29 de julio de aquel mismo 1981, fue el acontecimiento que más seres humanos vieron por televisión en todo el siglo XX. Es muy posible que, cuando se casaron, Diana estuviese sinceramente enamorada de Carlos. Pero el príncipe nunca había interrumpido su historia de amor con Camila, a la que adoraba. Y Diana lo sabía. Los novios llegaron al altar con el matrimonio ya hecho pedazos. Pero mantuvieron las apariencias. Y todos nos lo creímos. 

Diana mantuvo con su marido, casi desde el primer minuto, una feroz competición por el amor del público. Ganó claramente Diana, que tenía un increíble don de gentes y que sabía manejar a la prensa como nadie. Perdió Carlos, ¡otra vez!, que vio cómo se convertía en “el marido de Diana” y perdía el afecto de la gente; el afecto seguía siendo lo que más necesitaba.

Tuvieron dos hijos, Guillermo y Enrique. El primero sacó el carácter responsable y sereno de su abuela Isabel. El segundo salió un chisgarabís como su tío abuelo Eduardo VIII. El matrimonio de Carlos y Diana, empedrado de infidelidades mutuas, de traiciones descaradas y de broncas monumentales, acabó cuando Isabel II les ordenó a los dos que se divorciasen, algo que jamás había ocurrido en la Casa de Windsor con la sola excepción de su oscura hermana, Ana, que se divorció en 1992. El divorcio de Carlos y Diana se firmó el 28 de agosto de 1996. 

Diana murió en París, en un “accidente” de coche, el 31 de agosto de 1997, mientras la perseguía una jauría de paparazzi. Carlos quedó conmocionado. Eso le impulsó a ocuparse algo más de sus hijos, de los que no se sentía demasiado cercano, y a tomar decisiones muy terminantes sobre su futuro. Camila se había convertido en el personaje más odiado por los británicos, que la responsabilizaban de la muerte de la mediática y adorada Ladi Di. Pero empezó a dejarse ver en público, deliberada, provocativamente, con ella. Ambos tenían ya más de 50 años y llevaban más de tres décadas juntos. Seguían siendo, cada uno de los dos, el amor de la vida del otro. La reina Isabel, que tantas cosas había cambiado a lo largo de su larguísimo reinado, cambió también en esto: aceptó por fin a Camila, que se había divorciado en 1995 del paciente Andrew Parker-Bowles, y no tardó en aprender a quererla. Carlos y Camila se casaron discretamente, en un impresionante acto de justicia poética, el 9 de abril de 2005. Y algún tiempo después la reina hizo saber que, cuando ella faltase, quería que Camila llevase el título de “reina consorte”, un honor que Felipe de Edimburgo, por ejemplo, no tuvo nunca.

Cuando Isabel II murió el 6 de septiembre de 2022, tras 70 años de reinado (el más largo de la historia británica), un casi anciano Carlos Windsor, con casi 74 años, subió por fin al trono con el nombre de Carlos III. Nunca un príncipe de Gales tuvo que esperar tanto para suceder a su predecesor. Y en las ceremonias de homenaje a la gran reina fallecida, Camila estuvo siempre, silenciosa, triste, cómplice, a su lado.

Carlos III, en los pocos días en que lleva en el trono, ha mostrado algunos detalles muy significativos. El primero es su gestualidad: su cara refleja exactamente si está contento, si se aburre, si está triste o distraído; eso su madre no lo hizo jamás. Y luego se ha lanzado vehementemente a estrechar las manos de los ciudadanos, a sonreírles y a recibir besos. La reina Isabel tardó 52 años en hacer algo mínimamente parecido. Pero Carlos sigue siendo Carlos: necesita sentirse querido y busca el afecto, la proximidad, en reconocimiento, la sonrisa. 

No puede evitarlo. Ni quiere.

Está empeñado en ganarse el afecto de los ciudadanos. El tiempo dirá si lo consigue. Todo es, ahora mismo, incertidumbre para Carlos. No es ni muchísimo menos la primera vez que le pasa eso.

La incertidumbre del corgi galés

El corgi galés de Pembroke es una raza de perro nativa de Gran Bretaña. En realidad es un perro pastor, ese ha sido su trabajo durante siglos. Es muy bajito y paticorto (cor gi significa, en celta, perro enano) y también es vivaracho, muy inteligente, rápido y desde luego obediente y fácil de domesticar. 

El corgi galés es la mascota “oficial” de la familia real británica desde los tiempos del rey Jorge VI, hace casi 90 años. Ha habido en Buckingham otras razas de perros, pero los corgi no han faltado jamás, generación tras generación. Isabel II, que de joven les criticaba por vagos (no lo son), por dormilones (no lo son) y porque sus ventosidades eran insoportables (eso, la reina sabrá), acabó adorándolos.

Una característica muy llamativa tienen los corgi: necesitan el afecto de sus amos tanto como el comer. Buscan constantemente ese afecto. Juegan, saltan, son extraordinariamente mimosos. Si no se les quiere, o si se les maltrata, caen en un estado de tristeza y apatía que puede llegar a matarlos. Pero bastan unas caricias y unas cosquillas para hacerles recuperar la forma.

Eso sí: a veces muerden. Pocas veces. No está claro que sea sin querer. Esa es la incertidumbre consustancial a los corgi.

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