El tótem de la lucha contra la inmigración ilegal empieza a resquebrajarse en Europa y ya no es solo un empeño de los gobiernos “nacionalpopulistas” que extienden sus triunfos electorales de Norte a Sur del Viejo Continente.
Quizá por una pura coincidencia temporal, la Asamblea francesa y la Unión Europea han aprobado la pasada semana políticas para controlar el flujo masivo de la inmigración ilegal que desborda la capacidad de acogida, incluso en los países más generosos.
En el caso de Francia, y como era de esperar, la ley presentada por el gobierno de Emmanuel Macron, con las ideas y propuestas del partido conservador, “Los Republicanos”, ha generado lo que en el país vecino se define como un “psicodrama” cada vez que se lleva adelante una reforma que hace tambalear los pilares de la moral “bienpensante”.
Una reforma, en absoluto radical, es respondida por todas las formaciones de izquierdas, desde la extrema hasta el llamado “socialismo de gobierno” con llamamientos a la desobediencia civil y al boicot a la ley de 32 departamentos y otros cientos de ayuntamientos en manos de formaciones políticas de ese signo. Todo ello acompañado por los adeptos al “abajofirmatismo”, algunos escritores, actores y otros personajes del mundo de la Cultura y el deporte, para entendernos, los sospechosos habituales de “la ceja melenchonista”, seguidores de Jean-Luc Melenchón, la gran esperanza blanca contra Marine Le Pen en 2027.
Por supuesto, la expectación y reacciones provocadas por la iniciativa presentada por el ministro de Interior, Gerald Darmanin, oscurecieron hasta la más absoluta indiferencia la propuesta acordada por los países miembros de la UE, que algunos consideran “histórica”, pero que genera tanto escepticismo y desinterés en ciudadanos de países con legislaciones diferentes y cambiantes según los vientos de opinión de mayorías que piden, como en el caso de Francia, medidas urgentes para frenar la entrada masiva de inmigrantes clandestinos.
“Fascismo”, “petainismo”
Casi 7 de cada 10 franceses aprueban la reforma aprobada por el Senado y la Asamblea, frente al ruido y el furor compartido por una mayoría de periodistas que demuestran así su alejamiento tanto geográfico como mental de los ciudadanos que en los barrios más humildes comparten miseria y sufragan con sus impuestos las prestaciones sociales recibidas por personas sin papeles.
Hacer más difícil la obtención de nacionalidad si se nace en Francia de padres extranjeros, exigir un conocimiento del idioma y de las normas de convivencia en el país (se acabó el “son sus costumbres”), expulsar a los criminales con doble nacionalidad, o dar preferencia a los nativos en cuanto a ciertas prestaciones sociales son los ejes de la ley de inmigración francesa. Es este último apartado, el de la “preferencia nacional”, el que mayor encono ha provocado entre los privilegiados de la cultura. Y especialmente del cine, que reciben cada año millones de euros del Estado para subvencionar sus películas, una “preferencia nacional” y cultural a la que no pondrán nunca pegas, según sus críticos.
“Fascismo”, “nazismo”, “petainismo”. Airadas denuncias resuenan hoy en Francia en una avalancha de “reductio ad hitlerum” que disfraza para Navidad con uniforme gris y calavera en la gorra a Emmanuel Macron. Una nueva “ocupación” del país, denuncia la izquierda, que no acepta la decisión de los representantes políticos elegidos en las urnas.
El modelo danés
Francia sigue los pasos, aunque tímidamente, de las fórmulas que otros gobiernos están aplicando en sus países. El ejemplo danés es el más voceado porque, además, es obra de un gobierno socialdemócrata. Tanto macronistas como representantes de “Los Republicanos” han visitado Copenhague recientemente para estudiar el “la vía danesa” y “copiar” alguno de sus apartados.
El gabinete dirigido por la socialdemócrata Mette Frederiksen - en coalición con el Partido Liberal (Conservador) y el “Partido de los Moderados” (Centro derecha) – defiende “una firmeza consensuada” en un intento de “retomar el control” que asombraría, incluso, a “los ingenieros del caos” del Brexit y del Trumpismo, citados por el politólogo y ex “spin doctor” de Matteo Renzi, Giuliano da Empoli, en su libro del mismo título (Editado en español por Oberon-Anaya).
Dinamarca comenzó hace 20 años a restringir su política de inmigración como resultado del temor de la derecha tradicional a perder votos ante el auge de los nacionalpopulistas para unos, o extrema derecha, según otros. Desde 2002, la ley sobre inmigración ha sufrido 135 retoques dirigidos a endurecer las condiciones de asilo. Los socialdemócratas se convencieron de que esa política era consensuada por la mayoría de los 5 millones y medio de ciudadanos del reino y hoy son el modelo de muchos políticos en Europa, y no solo de conservadores.
Para devenir danés es necesario aprobar un examen de lengua e historia del país. Cualquier pena de prisión impide definitivamente el acceso a la nacionalidad. Los bienes de los demandantes de asilo pueden ser confiscados para cubrir los gastos de procedimiento y albergue. Existe también un plan “antigueto” que permite sancionar a penas más altas en ciertos barrios con altas tasas de inmigración y delincuencia. Hoy, el ministerio danés de Inmigración, en manos de un socialdemócrata, estudia 800 peticiones de acogida; en 2015, la cifra era de 20.000. En Francia, en el año 2019, se trataron 132.000 solicitudes. En Alemania, 250.000 este año.
Los gobernantes daneses consideran que su política migratoria restrictiva está encaminada a preservar el Estado providencia y su cultura. Un fuerte aumento de la inmigración lleva, según ellos, al multiculturalismo, sinónimo de insolidaridad. Para ahuyentar el “efecto llamada”, el gobierno danés no dudó en 2015, en plena crisis inmigratoria europea, hacer publicidad en ciertos periódicos árabes donde anunciaba que las prestaciones sociales para extranjeros se reducían en un 50%. Dinamarca es el único país europeo que considera que los refugiados sirios ya pueden volver a su país.
Las amargas lágrimas de la ministra sueca
Suecia, ejemplo histórico de generosidad con los refugiados de guerras o golpes militares como el de Augusto Pinochet, batió récords de acogida tras la crisis desatada en territorio europeo por el lacrimógeno “Wilkommen” de la Canciller alemana, Angela Merkel, en 2015. De enero a junio de ese año, el país – 9.5 millones de habitantes – recibió, en proporción a su población, cuatro veces más de peticiones de asilo que Alemania y seis veces más que Francia. En octubre y noviembre de 2015, 80.000 personas fueron acogidas.
La “superpotencia humanitaria”, como la describió en su día el corresponsal de Le Monde” llegó al límite. La viceministra sueca en el gobierno socialdemócrata-verde, la ecologista Asa Romson, anunció en directo y entre lágrimas, el fin de la política de asilo: se acabó el permiso de residencia permanente, se restringía el derecho a la reunificación familiar, se reforzaba la vigilancia en las fronteras y el control de documentos de identidad en los transportes, entre otras medidas.
En la antigua Suecia multicultural y acogedora era casi un delito decir que una parte de la inmigración creaba problemas; era políticamente incorrecto afirmar que muchos inmigrados musulmanes rechazan el modo de vida occidental y pretenden imponer la «sharía» en barrios en los que la propia policía teme entrar. Pero el temor de la policía no es físico, como en Francia, sino que responde a la preocupación de ser tachada de racista si se extralimitaba en sus acciones, también como en Francia.
Los disturbios que tuvieron lugar en mayo de 2013 en varias ciudades suecas ayudaron a muchos a despertar del sueño ingenuo del paraíso social del país escandinavo. Como otros en Europa, Suecia hace frente a una parte de ciudadanos de origen extranjero que rechazan el modelo que les ha permitido huir de las dictaduras o de la pobreza. La penetración del islam político en connivencia con partidos políticos que han jugado con el clientelismo ha agudizado el problema.
Tras ocho años de gobierno socialdemócrata, en noviembre del año pasado el liberal-conservador, Ulf Kristersson, del “Partido de los Moderados”, formaba gobierno con cristianodemócratas y liberales, pero con el apoyo necesario de los “Demócratas Suecos”.
El Partido de los “Demócratas Suecos”, dirigido por Jimmie Akesson (44 años), tiene sus raíces en la extrema derecha que coqueteaba con veneradores de la cruz gamada. Pero, también como en otros países europeos, ha sabido «desdemonizarse»; ha recibido el apoyo del 20.5% de los votantes y ha llegado así a convertirse en indispensable para mantener un gobierno conservador.
Ese gobierno ha anunciado hace un mes exigir a los inmigrantes a “comprometerse a vivir de manera honesta” y ha abierto la posibilidad de expulsar a aquellos que “integren grupos criminales o amenacen los valores democráticos suecos”.
Canciller socialdemócrata: “expulsar de Alemania a gran escala”
La “ola ultra”, como la llaman algunos, ya arrasó Italia con Giorgia Meloni antes de extenderse hacia el norte. Alemania, con la amenaza permanente del partido antiinmigración “Alternativa para Alemania”, anunció también el pasado noviembre una nueva política de firmeza. El Canciller socialdemócrata, Olaf Scholz, manifestó sin tapujos que su país debía proceder a “expulsiones a gran escala”. Ente las medidas acordadas con los “lander”, Berlín reforzará los controles en las fronteras interiores de Europa, reducirá el derecho a la reunificación familiar y quiere acordar con los países de origen y tránsito de los inmigrantes que colaboren con la devolución de ilegales.
Los “inmigracionistas” europeos acusan a los dirigentes centristas, conservadores y socialdemócratas daneses, suecos y alemanes de aplicar medidas de “extrema derecha” para llegar o mantenerse en el poder. Marine Le Pen (43% en las últimas elecciones presidenciales frente a Macron), ha afirmado que la nueva ley de inmigración francesa es “una victoria ideológica de su partido”, “Agrupación Nacional”. Su padre, el caudillo Jean- Marie, decía que los franceses siempre preferirán el original a la copia.
Terror intelectual de la izquierda
En Francia, “la patria de los derechos humanos”, la inmigración fue instrumentalizada ya bajo el mandato del socialista François Mitterrand, que favoreció el auge del antiguo Frente Nacional para restar votos a la derecha. Pero antes de la llegada al poder de la izquierda en 1981, el secretario general de los comunistas franceses, Georges Marchais, ya había advertido que había que parar la inmigración legal y la clandestina. La “intelligentsia”, ayer “gauche caviar”, hoy “gauche quinoa”, nunca siguió a Marchais, al que consideraba un antimoderno, una especie de “despreciable”, como los millones que una vez abandonaron el voto de izquierda para entregarse a Marine Le Pen.
El escritor y periodista francés Franz-Olivier Gisbert (FOG) describe en el tercer tomo de sus memorias (“Histoire intime de la V République”, Ed.Gallimard 2023) cómo la izquierda francesa, obsesionada con el caladero alimentado por la inmigración, olvida lo que durante mucho tiempo constituyó su columna vertebral ideológica: los valores de la República, la educación, el trabajo, el mérito y el laicismo, argumentos hoy reverdecidos en el programa de Marine Le Pen.
FOG, que fue director de Le Nouvel Observateur, de “Le Figaro” y, más tarde, del semanario “Le Point”, escribe también que “la izquierda francesa ha hecho un flaco servicio al país ejerciendo tal terror intelectual sobre la derecha que esta no ha variado sustancialmente su política de inmigración con respecto a los socialistas”. Hasta hoy. El autor recoge también la queja del histórico director de “Le Nouvel Observateur” y Premio Príncipe de Asturias de Comunicación 2004, Jean Daniel: “Nunca perdonaré a mi familia, la izquierda, por haber dejado la nación en manos de los nacionalistas; la integración, en la de los xenófobos, y el laicismo, en la de los comunitaristas”.
Pero el espíritu del tiempo en Europa, unido a la explosión de cifras que ya no se pueden ocultar, empuja al cambio de mentalidades. En 1975, en Francia, todavía el 67% de la inmigración era de origen europeo; en 2021, el 48% es de origen africano. Los mayores de 65 años de origen extranjero son más numerosos que los autóctonos. En 2022, según el ministerio del Interior, se han otorgado 316174 permisos de residencia; las peticiones de asilo tomadas en cuenta sobrepasan las 155.000; los nacionalizados, la de 78.711. Unos 400.000 clandestinos disfrutan de la sanidad gratuita. La cifra total de sin papeles podría llegar a los 900.000, según el “iFrap”, un Think Tank considerado “liberal”. En Francia, 1350 asociaciones (otros dirían chiringuitos) reciben cada año 900 millones de euros en subvenciones provenientes de los impuestos.
Lampedusa en París y un uzbeko de ida y vuelta
Solo en París, más de 100.000 ilegales están ya a cargo de los servicios de acogida municipales. Ya no hay más recursos. Los inmigrantes que no encuentra albergue gratuito forman campamentos improvisados en barrios de la capital, sin las mínimas condiciones sanitarias e higiénicas. Pequeñas “Lampedusas en París”, denuncian algunos vecinos, similares a “La Jungla de Calais”, localidad costera del Norte donde se hacinan los aspirantes a cruzar clandestinamente hacia Gran Bretaña.
Todo ello sin contar con el fenómeno de los llamados “Menores no acompañados”, a quienes las mafias del norte de áfrica aseguran el trayecto hacia “El Dorado” francés y les proveen incluso de tarjetas plastificadas con las direcciones de las comisarías y “oenegés” de acogida en cada departamento.
Frenar el auge de los partidos de “extrema derecha”, para unos; preservar la homogeneidad cultural de sus naciones, para otros (Grupo de Visegrado), el desafío que representa la inmigración masiva e ilegal dificulta una respuesta consensuada en una Unión Europea de 27 países con geografías, circunstancias históricas, políticas y religiosas diferentes.
El resurgir del soberanismo afecta también al ámbito judicial. En Francia, más de la mitad de la representación política exige el abandono de la tutela del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que tiene potestad sobre las decisiones tomadas por el poder ejecutivo nacional.
El último caso, que ha exasperado no solo a las derechas sino al propio ministro del Interior, es el de un ciudadano uzbeko expulsado del país por tener lazos con el islamismo radical. Rechazado anteriormente por Estonia por las mismas razones, la corte europea dictaminó que, de volver a su país, podría sufrir “un tratamiento inhumano”. El gobierno francés fue obligado a pagar el viaje de vuelta del uzbeko que, además, recibió 3.000 euros por el “daño causado”.
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