Una y media de la mañana. La mujer que habita la casa y sus dos hijos, de 5 y 7 años, se despiertan por el ruido brutal de un automóvil que embiste la puerta de entrada del jardín. El vehículo llega hasta el borde de la puerta principal y comienza a arder gracias a un dispositivo ad hoc. La mujer y sus hijos huyen por la puerta trasera del jardín y son atacados con morteros de fuegos artificiales. Consiguen huir, pero ella tiene una grave fractura de tibia y es hospitalizada. Los autores son buscados por intento de asesinato.
Es el relato de la noche de terror vivida por la familia del alcalde de centroderecha del pueblo de L’Hay-les-Roses (a 10 kilómetros de París) en la madrugada de ayer. Es otro capítulo de las jornadas de barbarie protagonizadas la semana pasada en Francia por bandas de salvajes que han puesto a sangre y fuego el país con la excusa de la muerte de un joven delincuente a manos de un policía que duerme en prisión, acusado de homicidio, en espera de juicio.
Más de 1500 detenidos; más de 1000 comercios saqueados; decenas de ayuntamientos destrozados o quemados; bibliotecas, mediatecas, guarderías, escuelas, centros sanitarios, cientos de coches privados reducidos a cenizas; decenas de autobuses de cercanías inutilizados; apartamentos privados en llamas, policías baleados, y sobre todo, miedo, mucho miedo, porque la violencia vivida en las principales regiones de Francia en las últimas noches ha traspasado las líneas rojas que voceros del gobierno y supuestos especialistas habían delimitado hasta ahora, después de años de crisis recurrentes de las que este país vive cada cierto tiempo.
Antiracismo racista y paternalista
La respuesta automática de los justificadores profesionales, una mayoría de periodistas, todos los sociólogos, editócratas o líderes de asociaciones subvencionadas, que “comprenden la ira, la cólera de jóvenes que viven en guetos, perseguidos por su color de piel y sus orígenes, a pesar de ser franceses” ya no cuela. La excusa social ha perdido fuelle. Y los primeros en denunciar esas patrañas son precisamente personas con antepasados magrebíes (árabes o bereberes) y “subsaharianos” – en lenguaje políticamente correcto – que no han perdido un instante en denunciar lo que consideran racismo antirracista, o, tambnién, “esencialismo”.
Decenas de mensajes en redes sociales, alguna radio y pocas televisiones han hablado de su propia experiencia. De pertenecer a familias de inmigrantes, de haber vivido en las “banlieues” donde hace años no recibían un céntimo, familias numerosas conviviendo en pequeños apartamentos y que, a pesar de todo, han salido adelante gracias a la autoridad ejercida por sus progenitores; haber estudiado a pesar de las incomodidades; haber alcanzado puesto de trabajo donde el color de piel o el estigma patronímico no ha sido barrera ante su esfuerzo y mérito. En definitiva, igual que los descendientes de inmigrantes españoles, italianos, polacos, portugueses o armenios, entre otros - que se integraron y asimilaron - han ayudado a construir una nación, sin las facilidades y la atención de los medios y los políticos que se pueden disfrutar ahora. Sin quejas ni lloros. O con lloros, pero nocturnos y en privado, en madrugadas de cansancio y desesperación que no les frenó para seguir luchando por el futuro de sus hijos, sin esperar nada de papá Estado, como ahora.
Algunos ejemplos: Naima M’Faddel, franco-marroquí, ensayista que tiene la Orden Nacional del Mérito: “El hecho de explicar la delincuencia y la pobreza por la monoparentalidad es un insulto a todas las mujeres modestas que educan a sus hijos con coraje y responsabilidad”. “Los disturbios no están causados por la ausencia de ayudas a las “banlieues”, sino por una política hacia los barrios que ha favorecido el separatismo, el laxismo y la irresponsabilidad de algunos padres”. (Más de 40.000 millones de euros dedicados a barrios pobres en los últimos treinta años. Construcción de piscinas, bibliotecas, mediatecas, centros sociales y deportivos…)
Otro: Matthieu Valet, policía, hijo de inmigrantes: “Sin Francia, yo no sería nada. Mi madre me educó solo, en una vivienda de protección oficial del Norte de Francia. Ser pobre e hijo de inmigrantes no justifica la provocación de disturbios, eso es insultarnos”.
Y otro más: Amine El-Khatmi, ensayista de origen marroquí, miembro del Partido socialista: “Ni madre, que era empleada de hogar y trabajaba duramente, se preocupó por mi educación, me enseñó a respetar a mi país y a no convertirme en un delincuente. No puedo más con la cultura de la excusa y los clichés paternalistas”.
Son solo algunos de los miles de testimonios similares que los periodistas nacionales y – especialmente los extranjeros -, que solo leen “Le Monde”, “Libération” o “Médiapart” y se limitan a escuchar la radio pública, nunca tendrán en cuenta. Es más, árabes, bereberes y africanos en general que no adhieran el discurso oficial victimista serán insultados públicamente como “collabós”, “cipayos” o, en el caso de los negros, “Tío Tom” o” bounty” (una conocida tableta de chocolate blanca por dentro) por sus propios “hermanos de raza”.
Solo una minoría de delincuentes
Las jaurías de niños (arrestados con 10 y 12 años) y jóvenes que han protagonizado las imágenes de estos últimos días en televisiones y redes sociales no representan sino una minoría de la población que vive en barrios humildes, que llevan una vida normal, como trabajadores, estudiantes o parados. La Francia salvaje que se lanza al pillaje, que roba, destroza y agrede violentamente no es sino una ínfima parte de esa parte de la sociedad que muchos prefieren considerar como mayoritaria para llevar adelante su negocio político, asociativo o claramente financiero. ¿De qué vivirían las subvencionadas asociaciones antirracistas, “descolonialistas” o “indigenistas” si se pusiera en claro la realidad?
¿Racismo en Francia? Por supuesto; como en España, Italia, Alemania, cualquier país europeo, africano, americano o asiático. Como en Francia existe racismo de árabes contra negros; de chechenos contra árabes; de turcos contra árabes; de árabes contra gitanos, de todos contra asiáticos. Pero hablar de racismo “sistémico” en las instituciones o en la policía es una falsedad que responde solo a intereses. Y en ese apartado, La Francia Insumisa de Jean-Luc Melenchón, (con tres abuelos españoles), el caudillo trotskista, admirador de dictadores suramericanos, que ha pasado su vida viviendo del erario público como senador o diputado, el líder máximo que abandonó la socialdemocracia para convertirse en abanderado de la extrema izquierda “woke-marxista” y que ha fracasado tres veces en su conquista de la presidencia francesa, es el principal representante de la exacerbación de las dificultades que pueda pasar Francia, pensando solo en su propio interés.
La responsabilidad de la extrema izquierda
Melenchón y algunos de sus lugartenientes más radicales se negaron a llamar a la calma cuando comenzaron las protestas callejeras por la muerte dramática de Nahel M. En su delirio insurreccional, utilizar a esa minoría de delincuentes y jóvenes formaba parte de su empeño en llevar al país al caos. Sus aliados parlamentarios de la NUPES (Nueva Unión Popular, Ecológica y Social), ecologistas, socialistas y comunistas, permanecieron en un principio callados, temerosos de coincidir con macronistas, la derecha u, ¡horror!, Eric Zemmour y Marine Le Pen.
Pero la unidad de la NUPES se deshizo cuando la amplitud de los disturbios se convirtió en alarma general. El secretario general del PS, Olivier Faure, tuvo que salir a desmarcarse de la línea melenchonista. Alcaldes de grandes ciudades, como el socialista de Marsella o el ecologista de Lyon, que hace meses se negaban a instalar cámaras de seguridad ciudadana y a aumentar los efectivos de la policía municipal, aparecían el viernes pidiendo desesperados, y casi sollozantes, el envío de refuerzos policiales al ministro del Interior, Gerald Darmanin. Gregory Ducet, alcalde ecologista de Lyon, basaba hasta ahora su política de lucha contra la delincuencia en los barrios más “sensibles” de la ciudad ródano-alpina en “talleres de teatro callejero” y diálogo entre inmigrantes ilegales violentos, víctimas de la droga, con los convecinos que sufrían las consecuencias del comportamiento de los primeros.
Del cinturón rojo, al cinturón verde: “quememos a los maricones”
Lejos quedan los tiempos en que las “banlieues” francesas contaban con dos fuentes de reivindicación, ayuda y ánimo de convivencia, y que colaboraban juntas a ello: la iglesia católica y el Partido Comunista. La inmigración masiva y sin control favorecida por el centroderecha de Giscard D’Estaing, o Jacques Chirac, y los socialistas François Mitterrand y François Hollande convirtió, sin buscarlo, los “cinturones rojos” de las grandes aglomeraciones en “cinturones verdes”, por el color del islam, que se maridó sin objeción con los capos de la droga. Nacía así una Francia dentro de Francia. Barrios donde las mujeres jóvenes deben salir cubiertas y cambiar de indumentaria una vez lejos del control policial de imanes radicales y “hermanos mayores”. Zonas “LGTB-free” donde los homosexuales son apaleados si se descubre su “desviación”. Recordemos, por cierto, que un emblemático bar LGTB de la ciudad de Brest se vio obligado a cerrar sus puertas esta semana por ser objetivo de las mismas turbas salvajes de saqueadores, que lanzaron el lema: “quememos a los maricones”. Esas son las criaturas que la extrema izquierda ha justificado, pues “se rebelan porque sufren discriminación y racismo”.
La desindustrialización que Francia experimenta, con la inestimable colaboración de Emmanuel Macron (ahora arrepentido), transformó a los que se conocía como obreros en una sociedad de consumidores y “ubertrabajadores”. Fue en ese momento en el que, bajo la impulsión de fundaciones cercanas al Partido Socialista, la izquierda decidió abandonar al antiguo trabajador a la deriva, exvotante del PC, que encontró refugio en las aguas de Marine Le Pen. La izquierda cambiaba la lucha de clases por la lucha de razas; por la atracción de todo tipo de minorías. Al mismo tiempo, esos “petits blancs” franceses, y los descendientes de españoles, italianos, portugueses y judíos y “pieds noirs “de Argelia que habitaban en esos barrios se trasladaron a otras zonas por, según decían, no poder convivir con costumbres y códigos completamente diferentes a los suyos. Choque de culturas, coque de civilizaciones que solo por constatarlo te vale una matrícula de honor en ultraderechismo, otorgado por el negociado de los bienpensantes con negocio.
“Estamos en guerra; no dejaremos que arda Francia”
Emmanuel Macron, que en un primer momento se ciscó en la presunción de inocencia del policía que disparó a Nahel M., habló después de la “violencia inexcusable” de las protestas. Los sindicatos policiales se la guardan. La policía es una de las instituciones del Estado más controladas y vigiladas en su comportamiento por la temible policía de policías, “Inspección General de Servicios” (IGS). Los miembros de las fuerzas del orden tienen salarios que en nada se corresponden a los riesgos que corren y a los esfuerzos que se les exigen. Les deben millones, sí millones, de horas extras. Han salvado el pellejo del presidente Macron durante la crisis de los “chalecos amarillos”, durante el periodo del Covid y sus ridículas restricciones, durante las protestas originadas por la reforma de las pensiones…sin olvidar su lucha contra el terrorismo islamista. Pero, en muchos casos, trabajan en condiciones higiénicas deplorables y se les exige una labor burocrática que merma su eficacia. La tasa de suicidios en el cuerpo es atroz. Por cierto, en una de sus manifestaciones, militantes izquierdistas les gritaron: “Suicidaos, suicidaos”. No es de extrañar el contenido del comunicado del sindicato mayoritario, “Alliance”, considerado de derechas, en el que se escribía “Estamos en guerra”; “no dejaremos que Francia arda”.
El 70% pide la intervención del ejército
Nadie da por finalizados los desmanes y la policía se mantiene alerta. El presidente pide a los padres vigilar a sus hijos y acusa a las redes sociales y los juegos de video. Se exige ahora la autoridad en el seno de la familia cuando desde hace lustros se ha despojado a los padres de la responsabilidad de sus hijos en otra maniobra del Leviatán estatal. Lo que en otras latitudes más al Sur se traduciría como “los hijos no pertenecen a los padres, sino al Estado”. Las experiencias reseñadas más arriba son un ejemplo de que, incluso si se trata de familias monoparentales y pobres, ese argumento no puede servir de excusa eterna.
Más grave es la responsabilidad de una escuela pública situada en zonas de inmigración masiva, donde en las últimas décadas se ha enseñado a los niños a odiar a su país, con enseñanzas que subrayaban la “Francia colonial”, la Francia esclavista”; donde Darwin es “haram”, o abordar el islamismo puede llevar a un profesor a ser degollado. Si en la escuela no se enseña a querer a su país, aunque sea un país de adopción, cómo se puede pretender el éxito de la asimilación. Si los niños son alimentados a lo largo del día con videos de rap, donde se insulta a la policía mientras se alaba la riqueza de los delincuentes y se mofan del que estudia o trabaja, qué se puede esperar de tales referencias culturales, por llamarlas de alguna manera.
Esperando soluciones que nadie conoce y a la espera de otra revuelta que lance una nueva guerrilla urbana, la mayoría de los franceses siguen apoyando a su policía. Según los sondeos celebrados estas últimas horas (IFOP), casi un 60% de los consultados apoyan la labor de las fuerzas policiales (57%). Y si con eso no basta, 7 de cada diez franceses piden la implicación del ejército para restablecer el orden. Basta de excusas, parecen decir.
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