Se cumplen dos años del inicio de la agresión de Vladímir Putin a Ucrania, un conflicto bélico que muchos analistas pronosticaron –muy prematuramente– que acabaría en pocas semanas o, a lo sumo, escasos meses, con la derrota de Rusia. La confusión de los deseos con las realidades está enfrentándose a baños de realidad que son muy insatisfactorios para los que defendemos un orden internacional basado en principios y normas, no en un uso ilegal de la fuerza.
A fecha de 15 de febrero de 2024, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) cifra en 6.479.700 el número de refugiados ucranianos, de los cuales 6.004.100 están en Europa. Durante las primeras semanas del conflicto, las cifras superaron los 8.000.000 refugiados, por lo que se ha producido un flujo de retorno relevante.
El número de víctimas civiles ucranianas reportadas por la Misión de Vigilancia de los Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ucrania (HRMMU) sobrepasaba las 10.000 (560 niños) a finales del pasado año 2023, así como más de 20.000 heridos. El balance total de fallecidos en ambos bandos es objeto de la desinformación habitual en todos los conflictos.
Las sanciones de la UE –que suponen 21.500 millones de euros de bienes inmovilizados en el territorio de la organización regional y 300.000 millones de euros de activos del Banco Central de Rusia bloqueados en la UE y en países del G7– y las contramedidas de numerosos estados contra el Kremlin no han provocado los efectos deseados en cuanto al potencial inicialmente previsto sobre la economía y el desarrollo del conflicto. De hecho, la UE está ultimando un nuevo paquete que, en este caso, afectaría a los sectores militares y tecnológicos de aquellos estados que están apoyando a Rusia (China, Kazajistán y Serbia, entre otros).
Sin embargo, la posición de Rusia en la región de Asia-Pacífico se ha debilitado como consecuencia del traslado de efectivos militares desde esta zona a Ucrania. Por el contrario, el control de Bielorrusia como una suerte de estado marioneta en manos del Kremlin se ha consolidado, manteniendo una ficción de soberanía e independencia del régimen de Lukashenko.
Desde el punto de vista territorial, y tras el inicial y fallido intento de invasión a gran escala de Ucrania ocupando Kiev, la contraofensiva ucraniana durante la segunda mitad del año 2022 consiguió una importante recuperación del terreno conquistado por Moscú. Durante el año 2023, por el contrario, el estancamiento del frente militar ha convertido el conflicto en una guerra de desgaste en la que Putin parece estar dispuesto a cualquier sacrificio humano y coste militar para conseguir sus objetivos políticos.
Rusia plantea todavía –desde un plano retórico– objetivos maximalistas y una nula voluntad negociadora, mientras que fuentes ucranianas anuncian que se está preparando una gran ofensiva rusa para este verano. Su objetivo sería el control completo de Donetsk, Lugansk y los dos óblasts de Jersón y Zaporiya, territorios anexionados mediante los referéndums ilegales celebrados en el mes de septiembre de 2022. Esas mismas fuentes vaticinan que, en las próximas semanas, recrudecerá sus operaciones como preparación de la campaña posterior en Kupiansk y Jarkov.
Consecuencias de la guerra
¿Cuáles son las consecuencias inmediatas de la continuidad de la guerra en Ucrania? En primer lugar, la no celebración de las elecciones presidenciales en el país. La inviabilidad en el actual contexto, como sucedió hace unos meses en las parlamentarias, renueva sine die el mandato de Volodímir Zelenski.
En segundo término, ha provocado un relevo en la cúpula militar (Sirski por el cuestionado Zaluzhin). La falta de avances sustanciales está provocada por factores como la ausencia de reemplazo en las tropas y la carencia de armamento básico, que conectan con un tercer elemento: la interrupción del flujo financiero y de suministro bélico por parte de Occidente (especialmente por parte de Estados Unidos y la UE).
En cuarto lugar, contrastan las facilidades otorgadas a Suecia y Finlandia para su adhesión a la OTAN con el escenario mucho más indefinido y prolongado en el tiempo para una potencial y futura incorporación de Ucrania.
En último término, sin embargo, la concesión del estatus de miembro candidato a la UE a Ucrania ha sido una consecuencia directa de la continuidad de la agresión rusa, como también ha acontecido con Moldavia. El cronograma, los objetivos y los plazos a cumplir se irán definiendo, probablemente en paralelo a la evolución de la contienda militar, aunque el 14 de diciembre de 2023 se abrieron formalmente las negociaciones UE-Ucrania.
El pulso neoimperialista de Putin en Ucrania, como en otras zonas del espacio postsoviético, no va a cesar hasta que considere que se han alcanzado unos objetivos territoriales y geopolíticos que justifiquen la sangría de vidas provocada (propias y ajenas).
El desorden internacional se ha agitado notablemente con la revitalización del inagotable conflicto en Oriente Próximo, que ha opacado el ya casi olvidado escenario en Ucrania.
Las múltiples elecciones que se presentan en el horizonte (parlamentarias en la UE, presidenciales en Rusia y en Estados Unidos, entre otras) están activando los cálculos cortoplacistas de las candidaturas. Putin declaraba estos días que prefería a un presidente como Biden, por su carácter previsible. Pero probablemente prefiere lo contrario, con un candidato como Trump, al que parece tener “controlado”.
Rusia no tiene prisa
No se atisba una finalización inmediata del conflicto a menos que haya un vuelco inesperado hacia alguna de las partes, no previsible en estos momentos. La fatiga bélica, los costes de reconstrucción de Ucrania y los procesos de adhesión de esta república a la UE –en marcha, pero sin un calendario definido y claro– y a la OTAN –indefinido hasta que la guerra no finalice–, así como la forma que adopte esta conclusión y el impacto que tenga sobre su integridad territorial, son factores que van a poner difícil la consecución de un alto el fuego que consiga parar las hostilidades.
Un armisticio, con unas fronteras que delimiten las zonas ocupadas por Rusia y las que ha conseguido defender Ucrania, acabarían con la fase militar. Pero, probablemente, enquistarían el conflicto y éste entraría en una fase de congelación. Como lo han hecho otros en el espacio que Rusia considera como esfera de interés vital tras la disolución de la Unión Soviética.
El régimen de Putin se está blindando internamente y la desaparición de Alexei Navalni es la última muestra, por el momento. Pero tampoco la deriva negativa (retirada ucraniana de Avdiivka) que la guerra está teniendo para Ucrania por la denominada “fatiga bélica” ayuda a crear fisuras internas en Rusia.
El Kremlin ha apostado por un conflicto largo, con costes ilimitados, que solo un sistema autoritario puede garantizar frente a una potencial contestación social. Pero este elemento no parece percibirse por los líderes que se han reunido en la Conferencia de Seguridad de Múnich. Ni por los intereses electoralistas que se cruzan en los diferentes comicios en Europa y en Estados Unidos.
La historia de las próximas décadas se está empezando a escribir en Ucrania.
José Ángel López Jiménez, Profesor de Derecho Internacional Público, Universidad Pontificia Comillas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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