Enrique Carlos Alberto David Windsor nació en el hospital de St. Mary, barrio de Paddington (Westmister, Londres), el 15 de septiembre de 1984; St. Mary, institución que tiene más de 170 años, es uno de los centros que suele escoger la aristocracia británica para traer al mundo a sus vástagos. Fue el segundo de los hijos que tuvieron Carlos Windsor, entonces príncipe de Gales y heredero del trono británico, y su primera esposa, Diana Spencer. Al nacer ocupó el tercer lugar en la línea de sucesión a la Corona, al ser el segundo nieto de la reina Isabel II.
Nació pelirrojo, lo cual ha dado pie a la Prensa sensacionalista británica a difundir el bulo de que Enrique, conocido como Harry, es en realidad hijo de uno de los amantes de su madre, el exmilitar James Hewitt. No es verdad. Hewitt y Diana se conocieron en 1985, cuando Harry ya tenía un año. Y el hijo pequeño de los entonces príncipes de Gales es casi la copia exacta de su tía Sarah, hermana mayor de Diana. En la familia Spencer abundan los pelirrojos y Harry tiene a quién salir. Pero es cosa indudable que la Prensa sensacionalista británica mantiene, desde hace décadas, una relación con la Familia Real británica extraordinariamente semejante a la que mantienen los murciélagos vampiros con las vacas de cuya sangre se alimentan. Su credibilidad es reducidísima.
Harry Windsor comenzó a estudiar en el exclusivo y carísimo colegio londinense de Wetherby, lo mismo que su hermano mayor, Guillermo. A los ocho años lo enviaron a la Ludgrove School, otro internado de lujo, también como a su hermano. Allí estudiaba cuando, en 1997, falleció su madre en un accidente de tráfico en París, tragedia que lo cambió todo. Al año siguiente, 1998, ingresó en el célebre colegio de Eton, vivero de políticos, príncipes y aristócratas que está a un tiro de piedra del castillo de Windsor. Harry no destacó allí ni por su inteligencia ni por su dedicación. Era un adolescente “disperso”, por decirlo suavemente. Obtuvo calificaciones que hay que calificar de mediocres. Listo, lo que se dice listo, no lo ha sido nunca.
La vida del joven Harry, en sus tiempos de adolescente, fue una mezcla de varias cosas. Una, la imitación del comportamiento de su madre, algo que ha mantenido hasta ahora mismo. Otra, la sumisión a las directrices que llegaban de la familia, dirigida siempre por su abuela, la reina Isabel. Y la tercera, hacer lo que le daba la –nunca mejor dicho– real gana, que solía ser lo más llamativo y frecuente. Guillermo, su hermano mayor, era el serio. Harry era el gamberro, el tarambana, el imprevisible.
La vida del joven Harry, en sus tiempos de adolescente, fue una mezcla de varias cosas. Una, la imitación del comportamiento de su madre, algo que ha mantenido hasta ahora mismo
Bebía entonces no ya como un cosaco sino como un regimiento entero de cosacos. Era difícil hablar con él porque, fuese la hora del día que fuese, era posible que el príncipe Harry estuviese con una curda que le impedía mantener la vertical. No le hacía ascos a las drogas –como tantos chavales de su tiempo–, iba de fiesta en fiesta y son famosos los escándalos o escandalitos que protagonizó. Su Alteza Real disfrazado de nazi, 2005. Su Alteza real metiéndole mano a una moza que por allí pasaba, 2006 (ahí se ganó el apodo de “Harry el Sucio”, como el personaje de Clint Eastwood). Su Alteza Real en pelota picada después de una partida de strip-billar, 2012.
A su abuela se la llevaban los demonios (a su padre, la verdad, pues no tanto), pero hay que comprender que Harry Windsor estaba sometido a presiones que no padecía ningún muchacho de su edad. La primera, la de la familia, que exigía que el chico se comportase con toda ejemplaridad y para eso estaba poco preparado. Y la segunda era la presión constante de la Prensa, que lo perseguía allí donde fuese. Harry odia a la Prensa seguramente más que a nada en este mundo, primero porque la hace responsable (y no sin motivo) de la muerte de su madre, fallecida en un accidente de coche mientras huía de los paparazzi, y segundo porque no le ha dejado en paz jamás.
Hubo un cambio en su actitud que se produjo en 2013. Harry Windsor había renunciado a estudiar en la universidad y se alistó en el ejército ya en 2005. Estudió en la Academia militar de Sandhurst y completó su formación en EE UU. Pasó varios meses en Afganistán, con las tropas británicas, en dos períodos distintos, el primero en 2007 y el segundo en 2012-2013. Llegó a capitán. Eso hizo que la Prensa cambiase por completo su actitud hacia él y lo convirtiese, a los ojos del público, en un buen chico, responsable, disciplinado y uniformado. Fue su tiempo de mayor popularidad, que ha mantenido casi hasta ahora mismo.
Harry odia a la Prensa seguramente más que a nada en este mundo, primero porque la hace responsable (y no sin motivo) de la muerte de su madre, fallecida en un accidente de coche mientras huía de los paparazzi, y segundo porque no le ha dejado en paz jamás.
Al mismo tiempo, y como más que evidente imitación de lo que hacía su madre, se embarcó en numerosas causas humanitarias, benéficas y solidarias; pero no se limitó al patrocinio nominal o simbólico, que es lo que han hecho siempre la mayoría de los royals, sino que se involucraba y trabajaba activamente siempre que podía. Y podía con frecuencia: en realidad, sobre todo desde que dejó el ejército en 2015, no tenía mucho más que hacer.
Su vida sentimental, aparte de flirteos juveniles ocasionales, parece haber estado siempre marcada por la búsqueda de una madre. Harry ha sido siempre de relaciones largas y claramente dependientes. Fue novio durante cinco años de una chica complicada, Chelsy Davy. Luego pasó otros dos con Cressida Bonas, más del gusto de la familia. Hasta que, en 2016, apareció la actriz norteamericana Meghan Markle. Se casaron en el castillo de Windsor en mayo de 2018. Harry invitó a la boda a sus dos novias anteriores.
Meghan irrumpió en la vida de Harry con la virulencia con que Wallis Simpson inundó la vida de su bisabuelo David, Eduardo VIII. La abuela Isabel se dio cuenta inmediatamente y trató de no repetir los errores del pasado. Lo primero fue conceder a la pareja el título de duques de Sussex, extinguido desde 1843. Lo segundo que intentó la reina fue tratar de ganarse a Meghan. Hizo algo que no había hecho prácticamente nunca: invitó a la recién casada a un viaje en el tren real, las dos solas, a uno de tantos actos oficiales. Fueron más de 300 kilómetros y pasaron la noche en el convoy. La reina se encargó de que se enterase todo el mundo.
No sirvió de mucho. Harry y Meghan habían entrado en la Familia Real con la escopeta cargada y el chaleco antibalas puesto. Decidido a imitar a su madre en todo lo que pudiera, el príncipe y su esposa empezaron a quejarse de todo desde el primer minuto. Comenzaron por las acusaciones de racismo en la Prensa, algo que no estaba en absoluto desencaminado. Siguieron las protestas porque el padre de Harry, Carlos de Gales, y su hermano mayor, Guillermo, trataban a la actriz con desprecio o le hacían el vacío; la verdad es que la esposa de Guillermo, la discreta Kate Middleton, y la aparatosa Meghan nunca llegaron a congeniar. El príncipe no ocultaba su aversión por Camila, la segunda esposa de su padre. Se multiplicaron las declaraciones altisonantes, provocadoras, rencorosas y bastante justificadas de Harry contra la Prensa, que volvió a ponerle la proa.
Cuando en mayo de 2019 llegó al mundo Archibald, el primero de los hijos, Harry y Meghan tardaron deliberadamente varios días en mostrar al crío ante los fotógrafos, colocaron deliberadamente un cordón que mantenía a los periodistas claramente alejados de ellos y del niño, y, también deliberadamente, evitaron que se viese el rostro de la criatura, a pesar de que los fotógrafos se lo suplicaron. Nadie consiguió averiguar si el recién nacido era de tez clara y pelo rojizo, como su padre, o de piel más tostada, como su madre. Aquello fue tomado por los tabloides británicos como una declaración de guerra. Y lo era.
El bombazo llegó en enero de 2020, justo antes de que estallase la pandemia de la covid-19. Los duques de Sussex anunciaron públicamente, sin avisar antes a la abuela Isabel, que no aguantaban más, que abandonaban la Familia Real, que no participarían en más compromisos oficiales, que renunciaban a la dependencia económica de la Corona (esto trataron de evitarlo pero no lo lograron) y que se iban a vivir a Estados Unidos.
Isabel II se llevó uno de los disgustos más serios de su larga vida. Como había pasado con Diana de Gales, se retiró a los Sussex el tratamiento de alteza real y se dejó de contar con ellos. El intento de Harry de estar “con un pie dentro y el otro fuera” de la familia fue cortado en seco por la reina, indignada con el que siempre había sido su nieto favorito. Se le privó de sus honores militares. Carlos Windsor estaba de su hijo hasta la coronilla. Guillermo, el hermano mayor, también. Y los británicos, se preguntaban: pero a este chico ¿qué rayos le pasa?
La popularidad de Harry, que se había mantenido muy alta durante años (era el miembro más querido de la familia) empezó a resquebrajarse. Empezaron las entrevistas en televisión, sobre todo en EE UU, en las que Harry y Meghan reproducían (o lo intentaban) el tono lastimero y victimista que hizo célebre a la perversa Diana en la célebre entrevista “clandestina” que emitió la BBC en noviembre de 1995. En los funerales del abuelo Felipe de Edimburgo (muy austeros por culpa de la pandemia), la tensión se podía cortar no ya con un cuchillo sino con un hacha. Toda la familia se mostró entonces comedida y sería menos Harry, que reía y agitaba los brazos, siempre pendiente de los fotógrafos.
Isabel II se llevó uno de los disgustos más serios de su larga vida. Como había pasado con Diana de Gales, se retiró a los Sussex el tratamiento de alteza real y se dejó de contar con ellos
Cuando falleció su abuela, la reina Isabel, en septiembre de 2022, fue muy llamativo ver cómo el nuevo Rey, Carlos III, y el nuevo príncipe de Gales, Guillermo, vestían uniforme mientras que Harry llevaba levita negra. Solo le consintieron vestirse de militar durante la breve “vigilia de los príncipes” ante el ataúd, en Westminster Hall. No se lo pidieron, como se ha dicho; se lo consintieron, que no es lo mismo. Y le prohibieron llevar en el uniforme las iniciales “ER” (Elizabeth Regina), como llevaban todos los demás. Harry era ya, dentro de la familia, prácticamente un apestado, como su tío, el príncipe Andrés.
Lo de ahora parece una venganza, pero es evidente que su preparación comenzó mucho antes, aún en vida de Isabel II. Además de las contumaces y cada vez más irrisorias entrevistas en televisión, donde los Sussex se despachan más que a gusto contra sus “parientes” de Londres (lo mismo que el exrey Eduardo VIII, pero con mucho más ruido), Harry acaba de publicar un libro que se titula Spare (algo así como “repuesto” o “recambio”; algo presuntuoso, porque es el quinto en la línea de sucesión de la Corona y nunca será rey) que se ha convertido en un fulminante éxito de ventas en todo el mundo. Lo mismo que hizo su madre con el Diana, su verdadera historia, que escribió Andrew Morton. Pero esta vez lo firma él.
Otra cosa es que lo haya escrito, naturalmente. El libro, publicado en España con el título de En la sombra, es un tostón de casi 800 páginas por el que Harry se ha embolsado, cuando se escriben estas líneas, alrededor de 22 millones de dólares; esa cantidad sin duda crecerá. La intención del mamotreto es evidente: dejar claro que él es el bueno y que todos los demás son unos sinvergüenzas y unas ratas. No hay mucho más. Las supuestas “revelaciones trascendentales” se quedan en petarditos de feria. Que si alguna vez tomé drogas, vaya novedad. Que si mi hermano un día me pegó. Que si todos me odian. Que si Camila es malísima de la muerte porque no es mi mamá. Que si nadie me quiere y a Meghan tampoco. Que si en Afganistán maté, ¡hala!, no sé cuántos talibanes (algo de lo que un militar serio no presume jamás). Que si yo he intentado hacer las paces pero los de mi familia, que son tan malos, no han querido pedirme perdón por todo lo que me han hecho sufrir en esta vida, que ha sido un valle de lágrimas, de humillaciones, de hambre y de miseria. No hay mucho más.
Esta vez no ha hecho falta que le ataque la Prensa. El daño a la Corona ha sido incuestionable, pero el libro le ha estallado a Harry en las manos. Su popularidad ha caído en picado en cuanto se ha sabido la cantidad de inanidades, trivialidades y autojustificaciones que contiene. Los británicos tienen un término muy descriptivo y muy preciso para describir a un tipo como Harry Windsor. Se dice asshole.
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El pavo real (pavo cristatus) es un ave galliforme de la familia de los faisánidos, primo lejano del pavo común. Procede de la India, aunque fue introducido en Europa en los tiempos de la Grecia preclásica.
Es una de las aves más llamativas del mundo. Posee un plumaje azul cobalto en el pecho y, esto sobre todo, una espectacular cola (solo los machos) que despliega, por lo general, cuando busca el fornicio, pero también cuando quiere llamar la atención, que es algo que le encanta. El pavo real disfruta siendo el centro de atención de todo el mundo, con motivo o sin él. No hay nada en esta vida que le guste más.
Los problemas del pavo real son dos. El rey Jorge V de Inglaterra, emperador de la India, decía que su trabajo había cambiado mucho por culpa de los nuevos inventos. Hasta su tiempo, el trabajo de un rey consistía en no caerse del caballo y lucir sus impresionantes y llamativos uniformes. Pero añadía que, desde la popularización de la radio, los miembros de la Familia real se habían convertido en actores: tenían que saber hablar. Pues ese es el primer problema del pavo real: que, cuando está callado, es asombroso, pero cada vez que abre la boca la gente se ríe de él, porque tiene un graznido horripilante y no dice, en realidad, más que tonterías.
El segundo problema es su utilidad. El pavo real no sirve para nada. Apenas tiene función en la cadena alimentaria y en el equilibrio de los ecosistemas. Las moscas sirven para algo. Las cucarachas sirven para algo. Los tejones de la miel sirven para algo. Las amebas sirven para algo. El pavo real no. Tiene pocos depredadores (tigres, zorros, aves de presa) que, por lo común, prefieren buscar otra presa con menos presuntuosidad y con menos plumas, que serán muy bonitas pero no se comen. Los romanos lo servían, asado, en sus fiestas; esto dice mucho de la pedantería de los romanos, porque la carne del pavo real es áspera, correosa y de sabor desagradable. No como la del pavo doméstico, mucho más democrático y humilde que su pretencioso primo de la India, y que tiene una carne apreciada en todo el mundo.
Entre su voz, que suena como arañar una pizarra, y su casi completa inutilidad práctica, el pavo real está en este mundo para servir casi nada más que de espectáculo. Muy bonito, eso sí. Pero a condición de que se calle y que deje de dar la tabarra, caramba, que es algo que se le da de miedo.
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