Los orígenes de Daesh se remontan al aterrizaje en Irak de un beduino jordano de aspecto chaparro pero fornido tras la invasión estadounidense. Más bien poco cultivado, Abu Musab al Zarqaui había sido desde dependiente de una tienda de alquiler de vídeos hasta periodista sin éxito en Afganistán pasando por pandillero con un historial violento. Tras aguantar un lustro a la sombra en una cárcel de Jordania por asociación terrorista, adquiere la firme determinación de impulsar la Yihad a extremos nunca rebasados. Pronto, se reúne con Osama Bin Laden en Afganistán. Sin embargo, el líder de Al-Qaeda lo desprecia por su escaso refinamiento al tiempo que sospecha que puede tratarse de un espía enviado por la inteligencia jordana. Así que lo manda lo más lejos posible, al desierto de Herat con 5.000 dólares y la misión de montar un campamento que prospera hasta alcanzar los 2.000 o 3.000 efectivos gracias a las buenas comidas que dispensaba. Destruida la base de Herat por los bombardeos norteamericanos, deambula sin un rumbo preciso hasta que pone el pie en Irak. Allí, una serie de ataques muy sangrientos lo encumbran rápidamente como un símbolo del yihadismo. Actos terroristas como el perpetrado contra la sede de la ONU en Irak llevan su firma. Al Zarqaui no orquesta todos los ataques, pero sí los más espectaculares y violentos. Pese a su desprecio manifiesto por el jordano, Bin Laden teme perder el protagonismo y necesita ganar presencia en el frente de Irak, de modo que con una pinza en la nariz negocia con Al Zarqaui y le brinda el franquiciado de Al-Qaeda en Irak.
Desde el principio, Al-Zarqaui causa alarma en la cúpula de Al-Qaeda por su extrema violencia y sus ataques contra musulmanes
Desde el principio, Al-Zarqaui causa alarma en la cúpula de la organización por dos razones. Una, decide explotar la histórica división sectaria entre los chiíes y suníes. Esto es, atacar a los chiíes para atraer a los suníes provocando un clima de guerra civil. Suyos fueron atentados como el que asesinó en la ciudad santa de Nayaf al clérigo chiíta ayatolah Al-Hakim, un golpe en el que más de 50 fieles chiíes perdieron la vida y que alimentó la discordia entre las dos ramas religiosas.
Y dos, intenta sembrar la mayor destrucción posible, sin importar que haya víctimas civiles musulmanas. La cúpula incluso recrimina a Al-Zarqaui la retransmisión de decapitaciones. "Éstas pueden fascinar a los jóvenes pero repelen al musulmán ordinario", le reprochan. Estas notas serán más adelante las que diferencien al Estado Islámico de su rival por liderar la Yihad, Al-Qaeda. Mientras que Al-Qaeda trata de evitar que se sacrifique a musulmanes, al Estado Islámico eso le da igual siempre que no sean musulmanes que ellos tilden de puros. De ahí los ataques incluso contra mezquitas.
Con un botín de 25 millones sobre su cabeza, Al-Zarqaui muere a manos americanas en 2006 durante un ataque aéreo. Sin embargo, la simiente de lo que más tarde sería el Estado Islámico había sido esparcida.
La expansión en Irak
El testigo lo recogen el egipcio Abu Ayyub al-Masri y el iraquí Abu Omar al-Baghdadi, quienes supieron explotar los errores garrafales de Paul Bremer, el diplomático designado por la Administración Bush para gobernar la Irak ocupada. Apenas aleccionado sobre las complejidades de Irak durante un curso intensivo de dos semanas, Bremer decide desmantelar la estructura sobre la que Saddam Hussein erigió su dominio, el partido político Baaz. De la noche a la mañana, miles de soldados del ejército de Saddam se encuentran en la calle sin blanca, sin trabajo y resentidos. Semejante decisión crea un vacío de poder que Al-Qaeda aprovecha. En el caos que sigue, los yihadistas sellan alianzas con los exmilitares. Y otra mala decisión de los americanos atiza aún más la llama de la insurgencia: después del desastre de las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, los estadounidenses abren la mano en la prisión de Camp Bacca permitiendo un régimen abierto que acaba convirtiéndose en una suerte de academia del terror donde los insurgentes traban relación. Allí se fortalece la alianza entre los yihadistas y los oficiales del anterior régimen, quienes además mostraban un especial fervor religioso después de que Saddam promoviese durante más de una década un proceso de reislamización con tal de poder apuntalar la fidelidad al régimen de sus huestes. De hecho, también se dice del propio Al-Baghdadi que pasó por Camp Bacca.
Muchos yihadistas y exmilitares de Saddam traban relación durante sus estancias en la prisión de Camp Bacca, controlada por EEUU y convertida en una suerte de academia del terror
A esas alturas, Al Qaeda en Irak contaba con una cúpula radicalizada y despiadada. Tenía la expertise y el aparato de Saddam. Tan sólo le faltaba ganar una masa crítica que vendría más adelante de la mano de las tribus suníes maltratadas por el nuevo Estado iraquí. En un primer momento, EEUU recurre a estas tribus armándolas para combatir la rebelión. A cambio, los suníes querían un estado centralizado, la liberación de sus presos y que se repartieran los recursos petrolíferos per cápita porque ellos no residen en zonas preñadas de oro negro.
No sin tremendas dificultades, la rebelión se aplaca y la tensión se rebaja. En 2010, los norteamericanos incluso consiguen matar a Al-Baghdadi y Al-Masri, quienes ya habían rebautizado Al-Qaeda en Iraq como el emirato del Estado Islámico de Irak. En el transcurso de la operación, los soldados estadounidenses encuentran ordenadores de estos dos cabecillas que contienen comunicaciones vía internet con los líderes de Al-Qaeda, Osama Bin Laden y el médico egipcio Ayman Al-Zawahiri.
En un ambiente un poco más calmado, se prepara la salida de EEUU para finales de 2011. Pero el legado que se deja es devastador. A esas tribus suníes se les había prometido un lugar en el ejército iraquí una vez acabase la insurgencia chií. Pero el primer ministro Nuri Al-Maliki se revela como un sectario que ahonda todavía más en las profundas heridas abiertas en Irak. Al tratarse de suníes, no los incorpora a las estructuras de Estado ni contempla forma de compensarlos. Es más, inicia una campaña contra políticos suníes. En un Estado todavía por construir, el vacío de poder y la persecución del 20 por ciento de la población crean el caldo de cultivo perfecto.
Y en esos años toma el relevo al frente de Isis su actual líder, Abu Bakr Al-Baghdadi, un iraquí doctorado en estudios islámicos que había destacado jugando al fútbol. El Messi, lo llamaban en el barrio. Por cierto, también se da la circunstancia de que el ahora califa había disfrutado como tantos otros de una estancia de diez meses en Camp Bacca.
Por aquel entonces, las protestas de los suníes contra Al-Maliki se tornan violentas. Todo se junta para dar alas a Daesh. Yihadistas y baazistas también suman para su causa a las tribus suníes armadas. Al principio, los jeques suníes detestan la violencia de los yihadistas. Pero poco a poco se ven entre la espada y la pared. Mientras que los chiíes les bloquean el paso y los condenan a la inopia más absoluta, Isis les ofrece refugio siempre que combatan a su lado. Con una velocidad inusitada, se organizan y prosperan. Ingenuamente, se piensa que el Ejército iraquí sería perfectamente capaz de detener al Estado Islámico. Pero pronto se demuestra cuán equivocados estaban. El miedo que infunden por su capacidad para la barbarie hipnotiza. Una ciudad tras otra cae en manos de lsis pese a disponer de menos efectivos. En Mosul se dice que bastaron unos 3.000 yihadistas para hacer huir a 30.000 soldados iraquíes.
Al principio, las tribus suníes detestan la violencia de los yihadistas. Pero el sectarismo del Gobierno de Al-Maliki las empujó a los brazos del extremismo
Sólo las tribus kurdas y chiíes logran detener los avances de un Isis cada vez mejor pertrechado y con los bolsillos repletos gracias al petróleo, los robos y los impuestos. Pero ni los kurdos ni los chiitas consiguen arrebatarles terreno. De hecho, la única vez que se ha conseguido expulsar a Daesh de una zona que había conquistado fue con la inestimable ayuda de una tribu suní. En Tikrit, el ejército iraquí y las milicias chiíes se aliaron con un grupo suní para juntos reconquistar la ciudad tras un pesada ofensiva. Pero aquello sólo sucedió porque se compró a los suníes otorgándoles el control de una refinería local. Con el ejército iraquí desmantelado, corrupto y poco formado, apenas hay tiempo para recrear otro. En Irak no hay otra opción salvo incorporar a los suníes a la causa de erradicar Daesh.
El salto a Siria
El primer Al-Baghdadi no sólo suma a los baazistas. También es responsable de la extensión de Daesh a Siria al poco de estallar el levantamiento contra Bashar al-Assad. Con el objeto de implantar una filial de Al-Qaeda en Siria, Abu Omar Al-Baghdadi envía allí a otro antiguo preso de Camp Bacca que había combatido junto a Al-Zarqaui, el sirio Abu Mohammad al-Julani.
En sus comienzos, la insurgencia en Siria es secular y todos colaboran contra el régimen de Al-Assad sean de la facción que sean. Bajo esas circunstancias, Al-Julani opera entre los rebeldes como una célula dormida, sin declarar su filiación a Al-Qaeda. Sin embargo, con el paso del tiempo se demuestra que los mejores soldados rebeldes son los integristas. Están más motivados y se organizan mucho mejor a través de las propias mezquitas. Los flujos de dinero llegan a espuertas. Los países suníes de la península arábiga liderados por Arabia Saudí los financian con el fin de expulsar a Bashar al-Assad. Lo que sea con tal de poder acabar con la influencia en Siria del enemigo iraní. Los turcos, que también financian a grupos yihadistas salafistas, incluso dejan el paso libre a los combatientes extranjeros a través de sus fronteras. Y así no es de extrañar que los yihadistas cobren tanta fuerza que se conviertan en la única opción de oposición real. Al mismo tiempo, los iraníes tienen que redoblar sus esfuerzos para defender a Al-Assad y desembarcan con la Guardia Revolucionaria y el grupo terrorista libanés Hezbolá, tradicional aliado de Teherán. El conflicto escala hasta convertirse en una guerra de poderes regionales que pelean entre sí a través de terceros o 'proxy'.
Financiados por Arabia Saudí y Turquía, los yihadistas salafistas han cobrado tanta fuerza en Siria que se han convertido en la única opción real de oposición a Al-Assad
En 2013, el segundo Al-Baghdadi, el exMessi de Baghdad y actual califa del Estado Islámico, declara que el enviado Al-Julani y sus hombres trabajan para él. El conflicto está servido. El actual líder de Al-Qaeda tras la muerte de Bin Laden, el egipcio Ayman Al-Zawahiri, desautoriza a Al-Baghdadi. La separación entre los dos grupos se consuma. En plena guerra siria, unos se quedan con Al-Qaeda bajo el nombre de Al-Nusra y otros se incorporan al Estado Islámico. La pugna por el espacio mediático comienza. En el campo de batalla, incluso pelean entre sí.
Fruto de esta larvada contienda, se perfilan hasta cinco grupos muy heterogéneos que combaten entre sí: el Gobierno de Al-Assad, los rebeldes moderados, los rebeldes yihadistas salafistas, Al-Qaeda en Siria y Daesh. Pero al contrario que la mayoría de yihadistas salafistas que buscan derrocar a Al-Assad, Isis no tiene como prioridad inmediata deponer al dictador. Tan sólo quiere asentarse en un territorio. En una fase todavía inicial, logra capturar armamento pesado de las tropas de Al-Assad y se consolida en un extrarradio de Siria que no amenaza directamente a Al-Assad. Es más, beneficia al dictador alauita porque le legitima ante el mundo como baluarte frente a los terroristas. Así que el mandatario sirio dirige sus esfuerzos bélicos contra los rebeldes salafistas olvidándose de Daesh, que extiende todavía más sus dominios sin nadie que lo frene. Turquía no lo ve mal porque se pelean con los kurdos. Los saudíes no lo ven mal porque pelean contra los chiitas. Los dos países participan en la coalición internacional, pero ninguno bombardea a Daesh.
El califato
Ya en el año 2014, Abu Bakr Al-Baghdadi autoproclama el califato. Si para Al-Qaeda la creación de un califato es una meta última y remota, en cambio para Isis su objetivo número uno es consolidarlo. Mientras que el enemigo de Al-Qaeda es principalmente Occidente y los israelíes, el Estado Islámico lucha contra cualquiera que se interponga en la construcción del califato, incluidos los musulmanes impuros que no compartan sus planes. Algunos grupos terroristas de otros países comienzan a jurar lealtad a Isis.
Cuando toman en mayo la ciudad de Palmira, la amenaza para el régimen de Al-Assad es evidente. Prácticamente a las puertas de Damasco, los chiitas tiemblan. En octubre, Rusia entra de lleno en la guerra para salvar a Al-Assad y sus socios iraníes. Llegado a este punto, los propios países sunitas como Arabia Saudí empiezan a percibir de una forma distinta al Estado Islámico, máxime cuando comprueban que pueden terminar reforzando a Al-Assad y, por lo tanto, a los iraníes en Damasco. La situación empieza a pintar algo peor para Daesh. Los ataques fuera de sus fronteras se realizan por una cuestión de publicidad, para desviar la atención de su actual debilidad y con el fin de responder a los bombardeos que sufren en su propio territorio. París o el Sinaí demuestran la capacidad de fuego de Daesh frente a unos bombardeos que sirven de poco porque detienen los avances pero poco más. Ni siquiera hay capacidad para hacer avistamientos de objetivos claros. Para expulsarlos hace falta entrar con las tropas, y eso se convertiría en un segundo Irak. Los yihadistas se sumergirían entre la población y las víctimas civiles aumentarían, alentando la desafección del mundo musulmán.
Para expulsar a Daesh hace falta entrar con las tropas, y eso se convertiría en un segundo Irak, alentando la desafección del mundo musulmán
A juicio de algunos expertos, Obama ha hecho bien al no entrar con las tropas. Y ha podido hacerlo porque los rusos le salvaron la cara cuando desarmaron a Al-Assad de artillería química. El presidente estadounidense está evitando las llamadas para confrontar a Putin en Siria porque la vía más prometedora para solucionar el problema radica en el proceso de negociación abierto con Rusia. Se trata de que las dos potencias presionen para desatascar el conflicto regional que a su vez enquista el conflicto sirio. Lo de Siria tan sólo se puede resolver con una negociación en la que ninguno de los poderes regionales salga ganando. Hay que desactivar esa batalla vía terceros a la que juegan Turquía, Arabia Saudí, Irán y Hezbolá. Todos ellos deben perder para poder hallar la paz.
Una negociación sin ganadores
Bashar al-Assad tiene que abandonar el poder para que sea evidente que no ha ganado Irán y se respete a los suníes. Pero el gran inconveniente estriba en que ahora mismo los salafistas ocuparían su lugar y en ese caso parecería que Arabia Saudí se ha alzado con la victoria. Así las cosas, la única oportunidad consiste en reforzar el Frente Sur, respaldado por Jordania, EEUU y Egipto. Si estas fuerzas lograsen erigirse como alternativa a golpe de ayudas foráneas, se trataría de un gobierno moderado con respeto por las minorías, algo esencial para pacificar Siria y convencer a las tribus suníes en Irak de que se puede construir un Estado plural.
De instaurarse en Siria un gobierno moderado tipo Jordania, los saudíes no habrían puesto a los suyos, pero al menos habrían apartado a los iraníes y a un califato que amenaza con restar autoridad espiritual a la monarquía saudí como guardiana de la fe musulmana.
Teherán tampoco se saldría con la suya, pero al menos conseguiría que los extremistas suníes no tomen el poder. Además, el presidente Rohani se impondría en una batalla interna que mantiene con la Guardia Revolucionaria, lo que le permitiría avanzar con las reformas económicas en pos del crecimiento una vez firmado el acuerdo nuclear con EEUU.
Algo más difícil se antoja satisfacer a Turquía, cuya principal inquietud radica en frenar a los kurdos y sus aspiraciones de formar un Estado propio. En compensación por las cesiones, Bruselas quizás podría reactivar las negociaciones para la entrada de Ankara en la UE, un tema tabú en Europa y que será muy difícil de promover con la vuelta a escena de Sarkozy. El puzzle parece harto complicado de completar. Pero de culminarse se podría incluso aspirar a una década de paz en la región, un logro desde luego no menor.
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