Mary Elizabeth Truss, conocida desde niña como Liz, nació en Oxford, Inglaterra, el 26 de julio de 1975. Es la mayor (y la única chica) de los cuatro hijos que tuvieron John Kenneth Truss, profesor de matemáticas puras en la universidad de Leeds, y su esposa, que era maestra, enfermera y activista por el desarme nuclear. Una familia, pues, acomodada y de claro cariz intelectual. Y viajera: los contratos del padre, nunca demasiado duraderos, hicieron que los Truss cambiasen con frecuencia de residencia durante la infancia de Liz. Esta, quizá en broma (pero quizá no), dijo una vez que sus padres estaban “a la izquierda del laborismo”, lo cual, en el Reino Unido, hace que casi se caigan de la mesa política por ese lado.
Liz salió una niña extraordinariamente inteligente, curiosa, brillante e interesada por mil cosas diferentes. Estudió en colegios de Escocia, de Leeds, incluso de la Columbia británica (Canadá), siempre en función del trabajo de su padre, que forzaba cambios de residencia. Sus compañeros de clase la recuerdan no tanto como a un a empollona (le encantaba ser la primera de la clase) como a una chica hiperactiva que se interesaba por todo y que tendía a relacionarse con los compañeros fanáticos de las tecnologías y de las cosas raras. A estos, sobre todo si llevan gafas, hoy se les llama nerds. También le interesaba el teatro. Interpretó el papel de Margaret Thatcher (en serio: ¡hizo de Margaret Thatcher!) en una función escolar en la que se representaban las elecciones en Gran Bretaña.
Incapaz de dedicarse a una sola cosa, Liz acabó estudiando Política, Economía y Filosofía nada menos que en Oxford. Se graduó –brillantemente, no faltaba más– en 1996. Ya en la universidad empezó a interesarse por la política. Comenzó en las juventudes de los Liberales Demócratas, el viejo “tercer partido” de Gran Bretaña, cuyos resultados electorales rara vez han pasado del 20% de los votos (por lo general se quedan en la mitad de eso) y que han llegado a gobernar con los conservadores. Eso fue en 2010. En sus tiempos universitarios, la joven Liz defendía la legalización del cannabis, el europeísmo y exotismos (en Gran Bretaña lo son) como la abolición de la monarquía. Típicos pecados de juventud. En cuanto se graduó en Oxford (1996) se dejó de fantasías y se pasó al Partido Conservador, que ya se había librado de Margaret Thatcher y que lideraba John Major: los tories se aprestaban a pasar 14 años en la oposición (los gobiernos de Tony Blair y Gordon Brown), algo que no arredró a Liz Truss.
La joven conservadora se ganó la vida sin problemas. Y muy bien. Trabajó como economista en la petrolera Shell. Luego, en la tecnológica Cable & Wireless, donde fue directora económica. Después fue subdirectora del grupo de expertos Reform. Tuvo tiempo para casarse (eso fue en 2000) y tener dos hijas.
Pero la política la arrastraba. Es raro que alguien tenga, en Gran Bretaña, lo que aquí conocemos como una “carrera meteórica”, porque el sistema político tiende a la lentitud y a una comprobación exhaustiva de la validez de los candidatos. Liz no tuvo una carrera rápida pero tampoco lenta. Perdió varias elecciones y fue brevemente concejala en el Ayuntamiento de Greenwich antes de que David Cameron la incluyese en el “grupo A” del partido y ella lograse con claridad un escaño en los Comunes por un distrito de Norfolk. Eso fue en mayo de 2010. Como es habitual, sus compañeros de partido le buscaron las cosquillas y pretendieron desacreditarla difundiendo que Liz Truss había tenido una aventura extramatrimonial con un señor, también diputado tory, lo cual era cierto. Pero los maquinadores olvidaron que vivían en 2010, no en 1910, y la propuesta de echarla por semejante cosa fracasó estrepitosamente. Poco más tarde el matrimonio de Liz con su marido, el también economista (y conservador) Hugh O’Leary, se recompuso. Y aquí no ha pasado nada.
Su actividad política parece una enciclopedia. Le interesaba todo y se ocupaba de todo, por dispares que fuesen los asuntos: desde la ética laboral y lo poco que rendían los británicos en sus puestos de trabajo, hasta el medio ambiente, las relaciones con Europa o el diseño de las señales de tráfico en los cruces de carreteras. Todo lo hacía con el mismo convencimiento y con la misma pasión. David Cameron la nombró secretaria de Estado de Medio Ambiente, Alimentación y Medio Rural. Eso fue en 2014. Su sucesora, la desdichada y apaleada Theresa May, le encargó la cartera de Justicia en su gobierno. Eso fue en 2016 y duró un año.
Por aquel tiempo, Liz Truss cambió de posición en algo muy importante: el Brexit. Siempre había estado en contra pero, de pronto, empezó a decir que el abandono de la UE crearía “oportunidades”, no explicó cuáles ni para qué porque aquello sencillamente no era cierto, pero lo dijo y lo repitió. Una de dos: o se apropió de la célebre frase de Churchill (“los que nunca cambian de opinión nunca cambian nada”), o detectó que en la demagogia populista pro-Brexit había muchos votos para cosechar, lo cual sí que era verdad.
El caso es que el siguiente primer ministro, Boris Johnson, un tipo controvertidísimo (es eufemismo) que cabalgaba a lomos de la demagogia patriotera del Brexit, apostó muy fuerte por Liz Truss y la hizo, primero, secretaria de Estado de Comercio Internacional (2019); luego, ministra de la Mujer e Igualdad (2021), y por fin, también en 2021, secretaria de Estado de Exteriores y para la Commonwealth. El referéndum en que salió el sí al Brexit fue en 2016. Entró en vigor en febrero de 2020, pocos días antes del estallido en Europa de la pandemia que hizo ver claramente a los británicos cuáles eran los riesgos de abandonar la UE y, sobre todo, qué clase de primer ministro habían elegido. Pero Truss sacó un importante rédito político de aquel disparate. Hubo campañas electorales en las que alguien inventó un eslogan insuperable para la joven y exitosa candidata: “In Liz we Truss”, juego de palabras que recuerda inmediatamente al In God we Trust (confiamos en Dios). Hay que admitir que es muy brillante.
Johnson, un clown convencido de que todo era un juego y de que las leyes servían para los demás, pero no para él, acabó hartando a todo el mundo. Su propio partido le descabalgó, lo cual es una vieja costumbre en la formación tory. Johnson dimitió; mejor dicho, fue obligado a dimitir tras los escándalos de sus fiestas en la sede del gobierno durante la pandemia y tras los desastrosos resultados electorales en las elecciones municipales de mayo de 2022. Pero una cosa es dimitir (se resistió cuando pudo) y otra es irse de verdad. El partido conservador abrió un proceso de elecciones internas para sustituirle. Se presentaron numerosos candidatos, pero al final ganó Liz Truss.
La volátil y brillante política británica juró ante la reina Isabel II como primera ministra del Reino Unido el martes, 6 de septiembre de 2022, en Balmoral (Escocia). Dos días después Isabel II fallecía, después de 70 años de reinado. Se han visto peores augurios para el comienzo de un mandato político. Pero muy pocos.
El búho nival
El búho nival, búho blanco o búho ártico (bubo scandiacus) es un ave rapaz de la familia de las estrígidas. Mide unos 60 centímetros de alto y pesa no más de tres kilos. Es frecuente verlo en la zona ártica de todo el planeta, desde Escandinavia al estrecho de Behring; también en Canadá y en Estados Unidos.
Es un búho peculiar porque es diurno, mientras que muchos de sus primos viven de noche. Como todos los búhos, se alimenta de roedores, pequeños mamíferos y pájaros más pequeños que él, como la perdiz nival, las fochas, pequeñas gaviotas… e incluso de otras rapaces, actitud muy frecuente en política. Es lo que se llama un “cazador oportunista”.
Es elegante: blanco con trazos negros que le ayudan a camuflarse y a pasar inadvertido. Tiene unos penetrantes ojos amarillos y una vista prodigiosa. Es digno de mención que Hedwig, la lechuza del mago Harry Potter, es en realidad un búho nival. Como todas las rapaces de su familia, vuela en absoluto silencio y ahora está aquí, ahora allá; se posa en un sitio, se posa en otro; ahora lo ves, en dos minutos no lo ves. Ave acomodaticia, pues.
Pero hay algo muy preocupante en el búho nival. No es algo científico pero, en los países nórdicos, la sabiduría popular asegura que si alguien no está bien de salud y se encuentra con un búho nival, muere sin remedio antes de tres días.
Vamos, para echarse a temblar.
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