Andrés Manuel López Obrador nació en la aldea de Tepetitán, municipio de Macuspana, estado de Tabasco (México), el 13 de noviembre de 1953. Es el primero de los seis hijos que tuvieron el comerciante Andrés López Ramón y su esposa, Manuela Obrador González. Hoy resulta curioso señalar que los abuelos maternos de AMLO, como le conoce todo el mundo en México, eran españoles: José Obrador era un militante comunista natural de Ampuero (Cantabria) que llegó a México exiliado tras la guerra civil española. La abuela procedía de Asturias.
La familia no era rica ni mucho menos pero tampoco vivía en la miseria: estaba en esa franja, ya por entonces delgadísima en México, que se suele llamar clase media. Andrés tenía inteligencia pero sobre todo tenía obstinación, así que se las arregló para estudiar. Empezó en la escuela Marcos Becerra, de su pueblo natal; luego en la escuela de Villahermosa, ciudad a la que se mudó la familia, y por fin se instaló en el Distrito Federal de México para cursar, en la Universidad Nacional Autónoma (la gigantesca UNAM), Ciencias Políticas y Administración Pública. Se licenció en 1976. Se doctoró once años después con una tesis sobre la formación del Estado Mexicano en la primera mitad del siglo XIX.
Como mucha más gente con inteligencia y ambición, también AMLO tenía claro desde niño lo que quería ser cuando fuese mayor: presidente de la República. Eso, en México, viene a ser lo mismo que si nace un chiquillo en Manchester y dice desde pequeñín que él quiere ser rey de Inglaterra. Para eso es de lo más conveniente formar parte de la familia real; si no, está difícil la cosa. Y en México, la “familia real” que te podría llevar al trono era, en la infancia de Andrés, el PRI, el todopoderoso Partido Revolucionario Institucional (valga la paradoja), que controló durante décadas enteras absolutamente todo lo que sucedía en el país, lo bueno y lo malo, lo legal y lo ilegal, lo mortal y lo venial. Así que AMLO ingresó en el PRI. Sin eso no podía hacer nada para cumplir su sueño.
En México, como en España y en todas partes, esto funciona de maneja semejante. Ingresas en el partido, destacas un poquito, haces favores, te los hacen a ti y poco a poco te van dejando ocupar lugares de mayor responsabilidad. El negocio es seguro porque en México, durante el reinado omnímodo del PRI, lo que votaba la gente en las elecciones no necesariamente tenía mucho que ver con lo que salía en los resultados, así que el riesgo era mínimo. Le dejaron hacer cositas en el Instituto Nacional Indigenista y, esto sobre todo, aquí y allá aprendió mucho sobre campañas electorales. Era progresista, o eso se decía y se diría después; pero sobre todo era un superviviente. Nunca se hundía.
Una de las características más llamativas de AMLO es que siempre ha estado detrás de alguien, por lo menos en los comienzos de su carrera. Cuando el PRI se caía ya de viejo y su “democracia a dedo” se desmoronaba, Andrés no perdió el tiempo y, sin salirse del partido, se apuntó a la llamada “Corriente Democrática”, para ayudar a su líder, Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del legendario presidente mexicano Lázaro Cárdenas, masón que tanto ayudó a los exiliados españoles (entre ellos los abuelos del propio Andrés). Una vez que Cárdenas le allanó el camino y que la “corriente democrática” se transformó en un partido nuevo, el Frente Democrático Nacional, AMLO se presentó en 1988 para el puesto de gobernador del Estado de Tabasco. Pero no por el PRI sino por el Partido Socialista Mexicano, integrado en aquel Frente.
Perdió. No le gustó perder. Denunció airadamente que había habido fraude electoral. Organizó acampadas de protesta, que la Policía desalojó.
En 1994 volvió a presentarse a las elecciones para gobernador de su estado natal, Tabasco. Perdió. No le gustó perder. Denunció airadamente fraude electoral, amaño en las elecciones, urnas llenas desde antes de votar, corruptelas varias. Organizó una acampada en la Plaza de Armas de Villahermosa para impedir la toma de posesión del gobernador electo. También marchas y caravanas de protesta. O bien los disolvió la Policía, o bien se cansaron.
En 2000 se presentó para gobernador del DF, es decir, de la capital mexicana. Nada más presentarse denunció fraude de sus rivales, corruptelas varias, amaños, compra de votos. Pero esta vez, caramba, ganó (por un 4% de los votos) las elecciones, lo cual evitó las acampadas y las marchas de protesta correspondientes. Quizá inspirándose en el programa de televisión Aló presidente, que su amigo Hugo Chávez había inaugurado un año antes en la televisión venezolana (y que era de emisión obligatoria en todas las cadenas), lo primero que hizo AMLO fue convocar una rueda de prensa todos los días, algo que hizo parpadear a los periodistas convocados porque es difícil que de un día para otro pasen cosas que justifiquen una rueda de prensa. Pero AMLO pretendía ganarse al electorado no ya por convicción sino por inundación informativa: le encantaban las cámaras y los micrófonos. Era atractivo. Era coqueto. Sabía hablar, casi siempre en voz baja. Y le encantaba.
Desde la presidencia de la República y desde los demás partidos se acusaba a AMLO de populista y demagogo, pero él amenazaba con denunciar fraude electoral y corruptelas varias, amaños y componendas, y seguía a lo suyo.
Por diversas decisiones, desacatos judiciales y expropiaciones, la Cámara de Diputados votó a favor de retirarle a AMLO la inmunidad judicial, lo cual conllevaba su destitución como gobernador de México DF. La reacción de Andrés fue sorprendente, inesperada, nadie la habría adivinado: denunció fraude, convocó mítines, anunció una campaña callejera de resistencia civil.
Una vez que se había deshecho de Cuauhtémoc Cárdenas y de algunos otros protectores en otro tiempo muy valiosos, pero a los que ya no les necesitaba, en 2006 AMLO se presentó candidato a la presidencia de la República: la ilusión de su infancia. El contrincante era Felipe Calderón, no del PRI sino del PAN. Andrés perdió las elecciones. Por muy poco pero las perdió, como determinó el Tribunal Electoral. No le gustó perder. Inmediatamente denunció fraude, amaños, urnas llenas antes de votar, votos de más o votos de menos, exigió un nuevo conteo y, al no obtenerlo, instalaron un “campamento permanente” en el centro de la capital mexicana que volvió loco el tráfico durante meses. AMLO se hizo proclamar “presidente legítimo”, con banda presidencial y todo, y hasta formó una especie de gobierno en la oposición. Pero aquello era teatro, puro aspaviento. El presidente de México fue Felipe Calderón.
En 2012 volvió a presentarse candidato a la presidencia de la República, esta vez a la cabeza del Frente Amplio Progresista o Movimiento Progresista. El adversario era Enrique Peña Nieto. AMLO perdió. No le gustó perder y de inmediato denunció fraude, amañ… buéh, lo de siempre.
En 2018 volvió a presentarse, ¡una vez más!, a la presidencia de la República. Esta vez el partido que encabezaba se llamaba Morena, fundado por él mismo. AMLO seguramente ya preparaba la denuncia de fraude electoral, de amaño, de urnas llenas y desde luego las acampadas, cuando llegaron los resultados y sucedió que había ganado la elección. Y por bastante diferencia. Perplejo, tomó posesión el 1 de diciembre de 2018, pero la fuerza de la costumbre es difícil de contener y así esa misma noche convocó una multitudinaria concentración en la Plaza del Zócalo, corazón de la capital mexicana, donde, a falta de protestas, 68 grupos indígenas le entregaron un simbólico “bastón de mando”.
Este es el hombre que ostenta (y nunca mejor dicho) la presidencia de México… cabe decir que por agotamiento. De los demás, que no suyo. Este es el hombre que hace algún tiempo escribió al Rey de España exigiéndole una disculpa por la conquista, que se produjo en el siglo XVI. Si le gusta escribir, que está claro que sí (ha publicado varios libros), el presidente mexicano bien podría enviar cartas con papel timbrado a las familias de los 27 periodistas asesinados en su país durante lo que él lleva de mandato: México es, junto con Afganistán, el país más peligroso del mundo para ejercer el oficio de informador. O bien a las familias de las más de 11.000 mujeres también asesinadas en México desde que él es presidente. O bien podría escribir al 40,7% de la población que, en las navidades pasadas, vivía en la miseria. O al 38,4% de la población laboral que no tiene empleo y que vive por debajo de las tasas mínimas de pobreza.
O bien podría escribir atentas cartas a los máximos dirigentes de los cárteles de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación, que sencillamente consienten que funcione el país, tienen agujereadas a todas sus instituciones (empezando por la Policía que se supone que los persigue) y son el mejor negocio de la historia de la nación, mucho más que el oro o la plata de Cortés. Podría darles las gracias por permitir que México mantenga, a día de hoy, una apariencia de funcionamiento y se libre de ser clasificado internacionalmente como “estado fallido”.
Pero el presidente López Obrador, el “progresista” López Obrador, el locuaz López Obrador, que sigue dando una rueda de prensa cada mañana (él sabrá para qué), sabe que no puede solucionar ninguno de esos problemas. No depende de él. Tendría que refundar la nación. El presidente del quinto país del mundo con más muertos por la pandemia de la covid, a causa de una estructura sanitaria calamitosa y de una corrupción que en México no es una lacra del sistema, sino el sistema, teme por encima de todas las cosas que la población empiece a hacerle a él responsable de tanto desastre, de tantas cosas que prometió y nunca cumplió, de tanta palabrería vana y de tanta demagogia como le han llevado a la presidencia.
Y busca distraer a sus ciudadanos con tonterías. La “disculpa” del Rey de España por la conquista. La “pausa” que se le acaba de ocurrir en las relaciones diplomáticas con nuestro país, al que acusa de colonialista (¡!) cuando España es el segundo mayor inversor en México y el principal creador de empleo. Dice que las empresas españolas roban a México. La desvergüenza de este hombre no tiene límites: preside un país en el que, gobierno tras gobierno, década tras década, el fraude, el robo y el engaño se han convertido en un medio de vida.
Un país que padece una de las desigualdades sociales más brutales del planeta. Y lo que le preocupa a AMLO es que el Rey no le conteste a una carta provocadora o que, de pronto, la culpa de todos los males de su país, males que él no sabe o que no puede parar, la tiene España, algo que ha dejado al gobierno de una pieza porque no entendían lo que el taimado AMLO quería decir. Y era muy sencillo y muy viejo: cuando los problemas te llegan ya al cuello, lo que hay que hacer es buscarse un enemigo al que echarle la culpa. Quizá monte acampadas callejeras para protestar. Costumbre sí tiene.
Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos, del cártel de Sinaloa y de la demagogia de su presidente.
El zopilote sabanero
El zopilote sabanero (Cathartes burrovianus) es un ave carroñera de la familia de los catártidos, muy común en América del Sur y también en amplias zonas del sur de México. Es, por tanto, una de las numerosas especies de buitres que hay en el planeta.
No es demasiado grande: 60 cm. de largo con una envergadura máxima de metro y medio. Plumaje negro con la cabeza muy llamativa y cautivadora, de color naranja, amarillo y grisáceo. Lo que se dice un buitre guapetón y con don de gentes. Eso no se lo discute nadie.
Avezado como está desde chiquilín en la deglución de la carroña, tiene un pico duro y aguzado. Pero aquí está lo curioso: no lo bastante duro. En muchas ocasiones, el zopilote sabanero pica demasiado alto en sus pretensiones, y trata de agujerear cueros demasiado gruesos para sus habilidades y condiciones. En estas ocasiones, el zopilote se sirve de un colega, más grande y más fuerte que él: el zopilote rey (Sarcoramphus papa), que sí tiene la fuerza suficiente y el pico lo bastante robusto como para hendir pieles gruesas.
La pregunta es: ¿cómo logra el zopilote sabanero camelar al otro? Pues es sencillo. El zopilote rey es grande, noble, fuerte y de grandes miras. Pero no tiene olfato. Y el zopilote sabanero sí lo tiene. Y mucho. Es listo. Así, el sabanero detecta la carroña con su nariz y le propone al otro que vayan juntos. Come primero el más grande, como es natural, pero el otro puñetero sabe esperar, tiene paciencia y, a base de insistir e insistir e insistir, acaba por quedar dueño del campo, o por mejor decir de la carroña.
En caso de que el pájaro grande se niegue a cederle el paso, o tarde demasiado en hacerlo, o aparezcan otros buitres de mayor tamaño que se le imponen (el aura gallipavo, catarthes aura, por ejemplo) el zopilote sabanero se encorajina, se mosquea, se irrita, denuncia fraude y amaño, y convoca a los demás zopilotes para que acampen en las inmediaciones y armen bulla. A veces sirve de algo y a veces no. Si es que no, hay que buscar otro cadáver y otro pánfilo al que engañar.
Como muchos otros buitres, el zopilote sabanero carece de siringe, es decir, del órgano propio de las aves que les permite cantar. El zopilote sabanero, pues, no canta; ya era lo que nos faltaba, que encima cantase. Porque es verdad que solo emite gruñidos, o siseos bajos, pero esto lo hace prácticamente todo el tiempo, desde por las mañanas, con unas ruedas de prensa que se vuelven insoportables, hasta que se queda dormido. El problema es que este pajarraco taimado, engreído, zalamero y embustero duerme poco.
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