Ni siquiera un respiro en fin de semana. La violencia que viven las ciudades de Francia se trasladó ayer a campo abierto. La localidad de Sainte-Soline, en el centro-oeste del Hexágono, fue escenario de un espectacular combate entre ultraizquierdistas y gendarmes que causó varios heridos de gravedad. Una manifestación ecologista contra los embalses agrícolas fue infiltrado por radicales que el Ministerio del Interior acusa de “ecoterroristas”. Es otra batalla perdida en la calle por Emmanuel Macron, que asegura responderá a la violencia con la mayor firmeza, pero que no puede evitar que la atención internacional esté absorbida por las imágenes de caos en su país.
“Francia sumida en el caos”, “Momento Marie-Antoniette”, “Retirada real”, “Macron capitula frente a la muchedumbre”. No son elementos de lenguaje de la extrema izquierda francesa; son algunos de los titulares de la prensa británica, que respondían así a la anulación de la visita de Charles III a Francia, a petición de París, que debía comenzar hoy.
La crisis provocada por la adopción de la ley que aumenta la edad mínima de jubilación de 62 a 64 años se ha cobrado también el debut de la “entente cordial” que París y Londres habían iniciado y que se traducía para la República francesa en el orgullo de haber sido elegida por la Monarquía británica como su primera visita de Estado. Por su parte, desde Alemania, que acoge a Carlos y Camila tras el “forfait” del vecino, también se burlan de la situación. Así, según recogía “Le Figaro”, el diario Suddeutsche Zeitung escribía, “hubiera sido tan bonito ver al rey Charles y al rey Emmanuel en la ciudad del amor, de Las Luces y de Emily in Paris”.
“Humillación”, se grita en Francia tanto por rivales como por partidarios del presidente. Para Emmanuel Macron, y la imagen de sí mismo que se ha dado como dirigente internacional, es también una bofetada indirecta a su persona de la mano, no de los manifestantes congregados en torno a los sindicatos, sino de los vándalos que han transformado París en una capital bajo estado permanente de violencia.
Más de dos meses de protesta pacífica en las calles, nueve días de huelga general y ocho noches seguidas de destrucción y fuego en la capital y varias ciudades del país - a manos de la ultraizquierda- no han doblegado el convencimiento del jefe del Estado para llevar adelante su reforma, a pesar de tener en contra de ella a 7 de cada 10 ciudadanos, la totalidad de los sindicatos y casi la mitad de la Asamblea Nacional.
Desde Bruselas, Emmanuel Macron afirmó que “la reforma debe continuar su camino democrático”. Para el presidente, la ley ha sido aprobada por el Senado y, según su interpretación, también por unos diputados que pudieron apoyar una moción de censura y perdieron por nueve votos. La utilización del artículo constitucional 49.3 que le permitió obviar la votación en la Asamblea es, para la “minoría presidencial”, un mecanismo legal y democrático que un gobierno como el del socialista Michel Rocard utilizó 28 veces entre 1988 y 1991, es decir más de un cuarto de las cien ocasiones que este dispositivo ha sido utilizado desde el inicio de la V República, en 1958.
A dos días de la décima jornada de protesta y huelga lanzada por los sindicatos para el martes, ni los más conspicuos analistas, editorialistas, sociólogos o expertos en sondeos se atreven a indicar cuál sería la puerta de emergencia por la que Macron encontrará el apaciguamiento. El jefe del sindicato reformista “Confederación Democrática Francesa de Trabajadores” (CFDT), Laurent Berger, pidió el viernes al presidente que “pusiera su reforma en pausa”, discutirla de nuevo y abordarla en seis meses. Macron agradeció la actitud del sindicalista con el que mejor se lleva, pero solo accedió recibir a la intersindical para tratar otros aspectos del mundo del trabajo, como las carreras largas, las condiciones de trabajo y los bajos salarios en algunos sectores.
Macron mencionó también que la reforma está ahora en estudio por el Consejo Constitucional. Si los nueve “sabios” que componen esta institución censuraran algún punto de la reforma, ello implicaría la suspensión temporal de su aplicación. Sería una solución momentánea para el presidente y una oportunidad para calmar a sindicatos y a los violentos, aunque estos ya buscarían otro motivo para mantenerse en forma, como ocurrió ayer en la protesta “ecologista”.
“Un gobierno de imbéciles”: cacofonía oficial
Según algunas filtraciones de prensa, que siempre hay que tomar con cautela, Emmanuel Macron estaría muy molesto con su primera ministra, Elisabeth Borne. Ella habría manifestado, por su parte, que tiene un “gobierno de imbéciles”. A toro pasado, hay que admitir que la justificación y la explicación de la reforma de las pensiones merece un suspenso absoluto, y el presidente también es culpable.
Macron ya dijo en 2017 que una reforma de este tipo era absurda. A principios de año la justificaba por la necesidad de hacer viable el sistema de pensiones; más tarde, por la necesidad de obtener líquido para otras reformas, por exigencias de la UE, para poner freno a los déficits…Mientras Borne defendía la excelencia del proyecto, un ministro admitía que las mujeres pagarían parte del coste de la iniciativa, pues perderían poder adquisitivo por los años no cotizados durante la maternidad. Borne tuvo que salir al rescate y negarlo, pero su subordinado tenía razón y se tuvo que retocar el texto. Por último, desde el gabinete se lanzó el bulo de que la pensión mínima sería de 1200 euros, cuando en realidad esa cifra correspondería sólo a 10.000 jubilados de los más de medio millón que cada año acceden a la pensión, después de haber cotizado durante 43 años, que es el periodo exigido en Francia.
A pocos ciudadanos en el resto de Europa les parece una herejía aumentar dos años, de 62 a 64, la vida laboral para acceder a la pensión. Algunos países ya la han fijado en 67, sin conmoción y mediante la negociación con los sindicatos. Pero en Francia, cada atisbo de reforma supone un trauma y la paralización automática del país por unos sindicatos paupérrimos en militancia, pero con un poder de bloqueo tan desmesurado como el pavor de los gobiernos a perder el control de la calle y el de los presidentes a ver su reelección en peligro.
Emmanuel Macron cumplirá los dos mandatos quinquenales que le permite la ley. No será candidato en 2027 y, como él mismo ha dicho defendiendo la ley de las pensiones, eso le deja la libertad de pasar por impopular sin preocuparse por su reelección. La arrogancia y la altanería que se achaca al presidente es una evidencia sin discusión. Pero tachar de “antidemocrático”, de “dictador” o de “fascista” a Macron es una absurdidad solo al alcance de los miembros de la extrema izquierda, de la “Francia Insumisa” liderada por el “conducator” Jean-Luc Melenchón.
Melenchón, pirómano y “sans-culotte” en jefe
El exsocialista, exministro y exsenador de origen español atiza estos días el fuego de la violencia sin reparos ni cautela. Sus comentarios se centran en atacar a las fuerzas del orden. Nada nuevo, en realidad, si se tiene en cuenta que él y sus súbditos de “La Francia Insumisa” consideran que “la policía francesa mata”. Melenchón, que sueña con llegar al Elíseo en 2027, jalea y anima las revueltas y desata su furor cuando se le pide si condena la violencia de los grupúsculos ultraizquierdistas que arrasan los barrios de Francia. Por supuesto, no las condena.
Melenchón, especialista de la Revolución francesa - eso no hay que negárselo -, desempolva estos días todo el vocabulario de 1789, pero casi con igual placer el de los lo sucedido entre 1792 y 1794, el periodo del “Terror”, que ensangrentó el país y que muchas regiones de Francia todavía no han olvidado.
El líder máximo de la extrema izquierda francesa sueña con la victoria de los “sans-culottes” 3.0 y la destitución del presidente Macron. Algunos de sus lugartenientes aplauden las comparaciones que se hacen entre Louis XVI y Emmanuel Macron, a quien se le promete la decapitación, por el momento, sólo simbólicamente.
La llamada “izquierda de gobierno, en concreto los socialistas, se han dejado arrastrar por la izquierda extremista, regresiva, o reaccionaria – según quién lo adjetive - para obtener algunos escaños que presentándose en solitario no habrían podido alcanzar. Ello les obliga a jugar un papel subalterno e insignificante.
El “Referéndum de Iniciativa Compartida” es otra de las opciones que la oposición de izquierda, incluidos socialistas, comunistas y verdes, propone con la esperanza de abatir la reforma en las urnas. Una opción quimérica que dependería al final de la decisión de la Asamblea y del propio presidente.
Los opositores y buena parte de analistas explican ahora que la situación que vive el país e, incluso el mismo régimen, es consecuencia de la ausencia de legitimidad del presidente, pues consideran que no fue votado ni en 2017, ni en 2022 sino para impedir la victoria de Marine Le Pen. Curiosa forma de entender la democracia, cuando fue precisamente la izquierda la que con más ahínco alentó el voto por Macron para frenar al “demonio” de la extrema derecha.
La sociedad francesa, acostumbrada a que sus gobernantes remedien con una tromba de dinero público cualquier crisis política y social, justifican en algunos casos los disturbios de los radicales argumentando que sus gobernantes solo reaccionan ante la violencia. El episodio de los “chalecos amarillos” se serenó con un gasto extra de 17 mil millones de euros. Los franceses tampoco olvidan que para afrontar los efectos del Covid su presidente aseguró que el precio no importaba: “cueste lo que cueste”, sentenció. Factura final: 560.000 millones.
Declive económico e inseguridad cultural
Medalla de oro mundial en gasto social, 31% del PIB en 2022 según la OCDE, (España,28%) los ciudadanos de este país, que sufren la escalada de la inflación como otros vecinos pero que siguen recibiendo ayudas públicas, a diferencia de muchos de sus vecinos, consideran la reforma de las pensiones como el último ataque su estado del bienestar. Como una señal más de su decadencia como país, como antigua potencia que ve ahora cómo su producción industrial se sitúa por debajo de la española, el aumento de la pobreza (9 millones de personas); los dos millones de personas que reciben la ayuda económica mínima del estado; los dos millones cuatrocientos mil que pueden comer gracias a la ayuda alimentaria, la uberización de los salarios, la degradación de su sistema sanitario y de la enseñanza pública, además de ver sus fronteras convertidas en un coladero para la inmigración ilegal.
Culpar de todo ello sólo a Emmanuel Macron no sería del todo justo. Es la consecuencia de cuatro décadas de decisiones políticas controvertidas como, por ejemplo, frenar el desarrollo de la energía nuclear, de la que Francia era líder mundial, solo por cuestiones electoralistas en favor del ecologismo político. O haber cedido, entre otras, joyas de la industria nacional como Alstom, a emporios internacionales como General Electric.
La reforma de la edad mínima para la jubilación, una medida obligada por la evidencia demográfica es solo un síntoma más de un declive económico y una inseguridad cultural que, con motivos suficientes o no, visto por observadores extranjeros, angustian a los franceses. La reforma ha servido, en definitiva, de última chispa para provocar la explosión de descontento.
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