Once detenidos. Varios heridos, entre ellos dos periodistas. Vehículos, contenedores, patinetes reducidos a cenizas. La resaca del partido entre Bélgica y Marruecos desató una espiral de disturbios en las principales ciudades belgas. Incluso traspasaron las fronteras a los vecinos Países Bajos.
Poco después de la victoria marroquí sobre Bélgica por 2-0 en el Mundial de Qatar, el caos se desataba en la de por sí caótica Bruselas. El transporte público fue alterado y se produjo una batalla campal con cañones de agua y gases lacrimógenos entre las fuerzas de seguridad y los 150 agitadores, muchos de los cuales portaban una bandera de Marruecos a sus espaldas. El mismo fin de semana en el que se inauguraba su famoso Mercado de Navidad, el alcalde la ciudad hacía una llamada a los habitantes a que evitasen caminar por las calles más céntricas de la urbe.
Los altercados se daban por hecho. Más que si ocurrirían, la gran incógnita era cuál sería su magnitud. Ya en 2017, cuando Marruecos se clasificó para el Mundial de Rusia, la celebración violenta de varios hinchas marroquíes dejó 22 policías heridos y tiendas saqueadas. Cinco años después, la gran pregunta que yacía de fondo entre muchos residentes del país era: "¿Por qué? Si han ganado".
El rotativo Le Monde ya titulaba el encuentro como un partido "de hermanos y de sentimientos". Antes del pitido final, la Policía belga advirtió de que en el centro de la capital “varias decenas de personas, algunas encapuchadas, buscan la confrontación con las fuerzas del orden, comprometiendo la seguridad pública”, en un comunicado que recoge la agencia AFP. El resultado daba igual, había quienes tenían claro su cometido con anterioridad.
La marroquí es una de las comunidades inmigrantes más grandes de Bélgica. Su éxodo comenzó en la década de los 60. Medio millón de sus habitantes cuentan con ascendencia rifeña y con un idioma vehicular común, el francés. Pero más allá de la lengua, se sienten ciudadanos de segunda. Sin raíz y sin rumbo.
Uno de los grandes halagos que se hace con frecuencia a Bruselas, la ciudad que acoge a las instituciones comunitarias, es su particular multicultariedad. El trasiego de expats es una constante. Pero también es una burbuja. Los barrios están segregados y muchas de sus poblaciones inmigrantes tienen sus propios núcleos, como dejan entrever las calles del barrio africano de Matongé.
Mientras embajadas y grandes mansiones se asientan en las lejanías de Uccle, buena parte de la población musulmana vive en lugares más apartados como Anderlecht o Schaerbeek. Más llamativo es el caso de Molenbeek, el distrito que monopolizó los titulares de medio mundo después de que los terroristas artífices los atentados del aeropuerto de Bruselas y de París en 2016 y 2015, respectivamente, salieran de sus calles y edificios. "Casi siempre que pasa algo [vinculado con el terrorismo] está relacionado con Molenbeek. Se han tomado muchas iniciativas contra la radicalización pero necesitamos poner el acento más en la represión", señaló el por entonces primer ministro belga Charles Michel.
La tensión entre las comunidades es una constante en Bélgica. La política del “inburgering”, impulsada a comienzos del nuevo mileno y concentrada en programas de integración, no está terminando de dar los resultados deseables"
Sus habitantes también han sostenido durante estos años la losa del estigma yihadista. El por entonces ministro de Asuntos Exteriores checo, utilizó el caso de Molenbeek para rechazar el plan de acogida de refugiados de la UE en plena crisis de 2015, cuando un millón de personas alcanzaban el Viejo Continente tras la voracidad de la guerra en Siria. “Ya saben lo que pasó en Molenbeek”, advirtió al resto de socios europeos. Tras los atentados, muchos musulmanes salieron en masa a las calles a repudiar cualquier acto de violencia.
Si bien los altercados del domingo fueron perpetuados por un centenar de agitadores, lo cierto es que la mayoría de ciudadanos marroquíes vieron y festejaron el partido con normalidad y pacifismo. Pero ello no deja de revelar una realidad incómoda en el equilibrio demográfico del país: buena parte de la población inmigrante de primera, segunda y tercera generación se siente desarraigada y no integrada en la vie belge.
Las editoriales de los medios locales han coincidido en la necesidad de evitar que incidentes de este tipo, condenables e indeseables, se utilicen como pretexto para “expandir el racismo”. En 2017, un 60% de los belgas declaraban que la presencia de las comunidades musulmanes era una amenaza para su identidad.
La tensión entre las comunidades es una constante en Bélgica. La política del “inburgering”, impulsada a comienzos del nuevo mileno y concentrada en programas de integración, no está terminando de dar los resultados deseables. Muchas viven aisladas bajo sus propios códigos. En 2019, el país prohibió sacrificar animales bajo los rituales kosher y halal que llevaban a cabo las prácticas de judíos y musulmanes, desatando una ola de críticas de sendas comunidades. También el velo islámico, beber alcohol en según qué calles o la repatriación de yihadistas y sus mujeres e hijos generan crispación entre los habitantes.
Los Diablos Rojos se juegan este jueves su paso a los octavos de final contra Croacia. Aunque hay mucha presión sobre los jugadores en el terreno de juego, todo hace prever que, a diferencia de lo ocurrido con Marruecos, la tensión no se trasladará a las calles. Aunque es Bélgica. Y en Bélgica nunca se sabe. Ici c’est comme ça.
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