Muerte de la Reina Isabel II

Isabel II, la inquebrantable

La reina de Inglaterra más longeva de la Historia ha fallecido este jueves tras cumplir con su juramento: ha dedicado toda su vida al servicio de la nación

“Declaro ante todos vosotros que mi vida entera, ya sea larga o corta, la dedicaré a vuestro servicio y al de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos”. La chiquilla –aquel día cumplía 21 años– leyó aquello mirando a la cámara con una sonrisa extrañamente serena. Su voz sonó atiplada, casi escolar, forzada por las estrictas indicaciones que le habían hecho en los ensayos. La escena se rodó en un jardín lleno de buganvillas en Ciudad del Cabo: la jovencita Lilibeth, es decir Isabel Alejandra María Windsor, estaba de gira con sus padres y su hermana Margarita por lo que empezaba a ser la Commonwealth.

Nadie esperaba entonces que Isabel tuviese que mantener su promesa –porque la mantuvo– durante 70 años y 214 días, sin flaquear jamás. El segundo reinado más largo de la historia en países soberanos después del de Luis XIV de Francia. Y eso que nunca le gustó su trabajo. No había nacido destinada a ser reina ni fue educada para ello. Isabel era la mayor de las dos hijas de Alberto Windsor, el segundo hijo varón del rey emperador Jorge V del Reino Unido. El heredero del trono era su hermano mayor, David. Pero aquel muchacho, extraordinariamente popular en todas partes, era un snob, un cabeza loca y un irresponsable… o quizá una mentalidad demasiado avanzada para su tiempo.

En una época (los años 30 del siglo pasado) en la que el divorcio era causa casi inevitable de exclusión social y desde luego del apartamiento de la corte, a David “las mujeres que le interesaban eran invariablemente las esposas de otro”, como dijo su padre, el rey Jorge V. El “moderno” David, después de numerosos flirteos con señoras desposadas, se enamoró hasta los tuétanos de una aventurera (así la llamaba la familia real británica) norteamericana casada, divorciada y vuelta a casar: Wallis Simpson. Convertido ya en rey Eduardo VIII tras la muerte de su padre, y una vez obtenido el segundo divorcio de la inquieta dama, Eduardo planteó un órdago imposible al gobierno de Stanley Baldwin: o le dejaban casarse con Wallis, o abandonaría el trono. Eso lo dijo siendo el jefe supremo de la Iglesia Anglicana… que no admitía el divorcio. El rey Jorge V, que no soportaba a su hijo mayor, lo había predicho antes de morir: “En doce meses, ese muchacho acabará con todo”. Casi acierta. Duró once.

Eduardo VIII abdicó y abandonó el país. Así fue como el segundo de los hijos del rey Jorge V, Alberto, llamado familiarmente Bertie, duque de York, se ciñó una corona que le daba, literalmente, pánico. El nuevo Jorge VI no quería ser rey. Era tímido, sencillo, austero y no le gustaba la vida pública. Tenía, a ratos, muy mal genio. Padecía una grave tartamudez (que acabó controlando gracias a un logopeda australiano, Lionel Logue) que convertía en un martirio cada acto público en el que tenía que hablar. Su vocación era la marina. Fumaba como una chimenea. Estaba casado con una aristócrata de segundo orden, Elizabeth Bowes-Lyon, que deseaba lo mismo que él: una vida tranquila en el campo, criando caballos y perros. Y tenía dos hijas: Isabel y Margarita. La mayor había nacido en 1926; la otra, cuatro años después. Jorge VI solía decir que Isabel era su orgullo y que Margarita era su alegría.

Bertie educó a las niñas de una forma completamente distinta de como lo educaron a él. Jorge V y su esposa, la solemne y adusta reina María de Teck, criaron a sus hijos como si fuesen los hijos del faraón de Egipto: la vida de los niños estaba llena de normas, institutrices, horarios, ceremonias, obligaciones y castigos, muchas veces físicos. El objetivo del rey era que le temieran, no que le quisieran. Fue una infancia espantosa; por eso Bertie hizo todo lo contrario. Formó una familia (él siempre decía “nosotros cuatro”) en la que lo más importante era el amor, la convivencia y la armonía. Se querían de verdad. Iban juntos a casi todas partes. Isabel, la mayor, era una niña seria, responsable, afectuosa y tímida. La pequeña, Margarita, era inteligente, brillante, alegre y con un irresistible don de gentes. Las dos hermanas se adoraban.

Pero su vida cambió por completo cuando su padre se convirtió, muy a su pesar, en Jorge VI. Isabel pasó a ser la heredera de la corona, que no sabía bien ni lo que era. Tenía diez años cuando ocurrió aquello.

Pero su vida cambió por completo cuando su padre se convirtió, muy a su pesar, en Jorge VI. Isabel pasó a ser la heredera de la corona, que no sabía bien ni lo que era. Tenía diez años cuando ocurrió aquello. Aquella corona, aquella “empresa” como la llamó alguna vez su padre, había pasado por la peor crisis de su historia desde la decapitación de Carlos I de Inglaterra, en 1649. La abdicación de Eduardo VIII fue un golpe terrible para la monarquía británica. Precisamente por eso once años después, aquella tarde de cumpleaños de abril de 1947, en un jardín con buganvillas de Ciudad del Cabo, a Isabel Windsor le sugirieron que hiciese aquel juramento solemne y público: aquel “dedicaré mi vida entera a vuestro servicio” era anunciar que ella jamás haría lo que había hecho su tío, el enamoradizo rey que abdicó y salió huyendo. Por nada del mundo. Y no fue exactamente una sugerencia. Fue una orden directa en la que participaron sus padres y desde luego su abuela, la reina viuda María de Teck, que tanto contribuyó a inculcar en aquella chiquilla tímida una idea de hierro: la Corona está por encima de todo. Es tu deber. Cuando en tu vida se enfrenten el amor y el deber, deberá ganar el deber. Deberá ganar la Corona. Siempre. No hay excepciones.

Eso es exactamente lo que ha hecho Isabel II de Inglaterra durante los 96 años de su vida. Poner el deber, la institución, la Corona, la nación, por encima de cualquier otra cosa. Incluida ella misma. Su educación, vista con los ojos de hoy, no fue gran cosa, pero hace 90 años era mucho más de lo que podía esperar cualquier niña británica. Estudió siempre con preceptores privados. Le enseñaron francés, algo de historia, gramática, aritmética, un poco de música y otras materias elementales, pero sobre todo le enseñaron la Constitución británica, el complejo entramado de leyes y costumbres (porque no existe una “constitución” escrita propiamente dicha) que han mantenido durante siglos el equilibrio entre los tres poderes clásicos de la democracia –legislativo, ejecutivo y judicial– y la Corona, que no tiene casi ningún poder efectivo pero que engarza y simboliza a los otros tres, lo mismo que a la nación. Isabel II, desde que era una jovencita, dominó la Constitución británica mucho mejor que algunos grandes políticos. Eso le sirvió para impedir que la manipulasen. Que vaya si lo intentaron.

A los 14 años, a Isabel le cayó encima –como a todos los británicos– la Segunda Guerra Mundial. Londres fue bombardeada durísimamente por los nazis. Se llegó a plantear que la familia real se pusiese a salvo en Canadá. Aquello lo solucionó el rey Jorge VI con una frase memorable cuando las bombas cayeron sobre el palacio de Buckingham: “Mire usted, mis hijas no irán a ninguna parte sin su madre. Mi esposa irá donde vaya yo, y yo no me pienso mover de aquí de ninguna manera, ¿está claro?”. Hay quien atribuye esa frase, u otra parecida, a la reina Isabel, no a su marido. Quién sabe.

La familia se quedó en Inglaterra. En los primeros años, las dos hermanas hablaron varias veces por radio y se dirigieron a los “niños británicos” en unas emisiones que hoy no hay más remedio que calificar de ingenuas y encantadoras. Pero Isabel crecía deprisa; se puso un uniforme y se alistó en el “Servicio Auxiliar Territorial de Mujeres”. Acabó de teniente segunda y se convirtió en una experta en mecánica de automóviles, por ejemplo. El día en que acabó la guerra en Europa (8 de mayo de 1945) Isabel y Margarita se “fugaron” de Buckingham y se unieron a la inmensa multitud que celebraba la victoria por todas partes. Esa fue la última vez que se vio a Isabel Windsor mezclarse con la gente… hasta el día del funeral por Diana de Gales, 52 años después.

La muerte de su padre, Jorge VI, sorprendió a Isabel en Kenia. Era un viaje que debía haber hecho el rey, pero este pretextaba que “aún no se encontraba del todo bien para viajar”. Desde luego que no lo estaba. Tenía cáncer. Le habían extirpado el pulmón izquierdo pero la enfermedad avanzaba deprisa por el derecho. Era el único de la familia que lo sabía. Por eso envió a su hija, que se acababa de casar con un chico muy guapo, muy pobre y con un carácter… vamos a decir que difícil: Felipe de Grecia y Dinamarca, luego Felipe Mountbatten (es la traducción al inglés de Battenberg; eso sonaba demasiado germánico para la posguerra), un oficial de la Marina real tutelado por su tío, Louis Mountbatten. Isabel estaba enamoradísima. Felipe… bueno, pues también un poco, desde luego. Pero estuvieron juntos durante 73 años y Felipe, algo “bala perdida” en los primeros tiempos, acabaría por convertirse en el más firme apoyo de su esposa y también de la Corona que esta llevaba.

La muerte de su padre, Jorge VI, sorprendió a Isabel en Kenia. Era un viaje que debía haber hecho el rey, pero este pretextaba que “aún no se encontraba del todo bien para viajar”.

El caso es que Isabel, que había llegado a Kenia como princesa veinteañera, casada y con dos niños pequeños, se bajó del avión en Londres como reina. Una reina asustada y casi noqueada por el dolor, porque sentía verdadero amor por su padre: hasta el final pensó que era la corona la que había matado al rey, más que el cáncer. Pero prácticamente nadie la vio llorar: la muchacha ya había aprendido a no mostrar en público sus sentimientos bajo ninguna circunstancia. Esa sonrisa que ha lucido siempre, tan cordial y encantadora como impenetrable, ha sido su máscara y su defensa durante todo su reinado.

La magia, el verdadero prodigio de Isabel II, es que ha sabido adaptarse a los tiempos que iban cambiando sin perder jamás –con una sola excepción– el amor de los británicos. Empezó su reinado siendo una chiquilla que tenía que lidiar con su imprevisible marido, que se aburría como una ostra y que se iba a volar, o a navegar durante meses, o de picos pardos con sus amigotes del "club de los jueves". También con su hermana, que era otro volcán y que pretendía casarse con personas nada aceptables por la pacata corte de Buckingham, como su gran amor, Peter Townsend. A Isabel le tocaba templar gaitas, y lo hizo como nadie. Aguantó admirablemente la ceremonia de su propia coronación, que se celebró en la abadía de Westminster el 2 de junio de 1953, y que la dejó agotada por completo. Aguantó también, y cómo, al anciano sir Winston Churchill, el primero de sus primeros ministros, que sentía por ella verdadero afecto y que la enseñó muchísimo, pero que trató de manipularla cuanto pudo, muchas veces en su propio beneficio.

Luego llegaron otros: el enfermizo y maniobrero Anthony Eden, sucesor y “alumno” de Churchill; el atildado y depresivo Harold McMillan; el laborista Harold Wilson, a quien Isabel miraba al principio con recelo porque era “socialista” y se murmuraba que espiaba para los soviéticos… pero que acabó siendo uno de sus más fieles colaboradores. El breve Alec Douglas-Home, el anodino Edward Heath (un hombre cuya vocación no era la política sino la música, era director de orquesta), el también laborista James Callaghan… Con el tiempo pasarían por aquel salón de Buckingham, para besar la mano de la reina y jurar ante ella, Margaret Thatcher, John Major, Tony Blair el
modernizador (uno de los que más afecto personal tuvo por ella), Gordon Brown, David Cameron, Theresa May, Boris Johnson y la última, Liz Truss.

El mundo cambiaba. Aparecieron los Beatles, los cambios sociales, la liberación de la mujer, los hippies. La Prensa se transformó por completo. Cuando Isabel llegó al trono, los periódicos británicos estaban, como los buques de la Armada, Her Majesty Service, al servicio de su majestad. Pero en los años 70/80 se habían convertido ya en una plaga que buscaba fotos comprometidas, titulares escandalosos y amoríos ciertos o inventados de la familia real. Isabel ya tenía cuatro hijos mayores: Carlos, el heredero, que salió librepensador, ecologista, protector de las artes, débil de carácter y un tanto indisciplinado (quizá los genes de su tío abuelo Eduardo VIII); Ana, la única chica, con un carácter fortísimo y más bien amargo; Andrés, el más guapo, el rompecorazones, sin duda el favorito de su madre, y el enigmático Eduardo, el pequeño, que había nacido para ser actor y que escarmentó en cabeza ajena: se quitó de delante de las cámaras en cuanto pudo. Alrededor de todos ellos, y sobre todo alrededor de la reina, el viejo Imperio Británico había dejado de existir, el IRA causaba matanzas terribles (asesinaron al anciano lord Louis Mountbatten, tío de Felipe de Edimburgo y gran protector del príncipe Carlos), Gran Bretaña había entrado en los organismos europeos y se avecinaba un huracán.

El huracán se llamaba Margaret Thatcher. Es probable que la reina no se haya llevado tan personalmente mal con ninguno de sus otros catorce primeros ministros. Aquella mujer tan estirada y tan iracunda aplicó al Reino Unido unas recetas económicas ultraliberales que casi acaban con el estado del bienestar, largamente construido gobierno tras gobierno desde Churchill, y que estuvieron a punto de provocar una sublevación ciudadana en toda regla, a causa de lo que hizo para doblegar a los sindicatos y a los mineros. Eso por no hablar de la guerra de las Malvinas, que la nación no podía pagar pero en la que la dama de Hierro se embarcó entusiásticamente a los sones del Rule, Britannia. Pero Thatcher fue la primera ministra más duradera de Isabel II y, quizá porque el roce hace el cariño, la reina acabó asistiendo en persona a su funeral, algo insólito.

arlos de Gales se casó con una chica encantadora que solo aparentemente era una mosquita muerta, Diana Spencer, pero nunca dejó de meterse en la cama con su verdadero y gran amor, Camilla Parker-Bowles, señora casada: el fantasma de Eduardo VIII volvió a planear sobre las torres del palacio de Buckingham

Entonces empezaron de verdad las tragedias. Sobre todo familiares. Carlos de Gales se casó con una chica encantadora que solo aparentemente era una mosquita muerta, Diana Spencer, pero nunca dejó de meterse en la cama con su verdadero y gran amor, Camilla Parker-Bowles, señora casada: el fantasma de Eduardo VIII volvió a planear sobre las torres del palacio de Buckingham. Ana, la segunda hija, se casó (muy mal) con un jinete, Mark Phillips, del que acabaría por divorciarse para unirse a un discreto oficial de la marina, Timothy Laurence. Andrés, el favorito, se casó también: su esposa fue la tosca y echá p’alante  Sarah Ferguson, que no hizo más que dar dolores de
cabeza. Los matrimonios de los tres hijos naufragaron. Solo el del pequeño, Eduardo de Wessex, pareció mantenerse a salvo del desastre. Pero porque estaba lejos.

Así en los años 90 la reina Isabel, que había llegado al trono por culpa de la intolerancia hacia el divorcio y por la abdicación de su tío Eduardo VIII, se vio forzada a arremangarse y a ordenar el divorcio de su propio hijo, el príncipe Carlos, para evitar que reventase todo. Lo mismo, o casi, sucedió con Andrés y con Ana. A aquel annus horribilis de 1992 solo le faltaba una tragedia personal más: el devastador incendio del castillo de Windsor, el hogar más querido de la reina junto con su adorado refugio escocés de Balmoral. Windsor ardía como una tea cuando Isabel apareció por allí, pequeñita, menuda, encorvada, con un sencillo pañuelo anudado a la cabeza. Nadie recuerda otra ocasión en que se viese a la reina de Inglaterra llorar en público.

La muerte “accidental” de Diana de Gales (el 31 de agosto de 1997, en París, mientras la perseguía una horda de paparazzi) marcó un antes y un después en la relación de Isabel II con los británicos. La reina, que no podía ni ver a la “princesa del pueblo” (el apelativo se debe al primer ministro Tony Blair o, por mejor decir, a su asesor Alastair Campbell), se negó a interrumpir su estancia veraniega en Balmoral con el pretexto de preservar la intimidad y el dolor de sus nietos, Guillermo y Enrique, que acababan de perder a su madre de una forma terrible. La gente se volvió contra Isabel. La acusaron de fría, de vengativa, de insensible, de no compartir el dolor de todos. Esa fue la única vez en que el prestigio de la reina decayó sensiblemente.

Fue mano de santo. Aunque tarde, Isabel II reaccionó, volvió a Londres, se bajó del coche, contempló los cientos de miles de flores que tapaban la entrada del palacio de Buckingham y, cosa inaudita, se volvió a saludar al público, que no podía creer lo que estaba viendo. Emitió en directo un mensaje televisado en el que elogiaba a Diana, quizá sinceramente. Inclinó la cabeza por primera vez en su vida al paso del féretro. Asistió al funeral, en Westminster, donde cantó Elton John. Y en pocos días recuperó el cariño de la gente. Nunca más volvería a cometer aquel error. Se dio cuenta de que aquella amenaza terminante de su abuela, la reina María de Teck (“nunca muestres tus sentimientos en público o lo pagarás”), se había quedado vieja y obsoleta. Se dio cuenta de que la monarquía, para sobrevivir, debía ser útil, y ese concepto ya no significaba lo mismo en el nuevo siglo que cincuenta años antes. Ahora la utilidad era proximidad.

Nunca fue tan “moderna”, tan cercana y tan complaciente Isabel II como en los últimos diez o quince años. Aquella mujer menudita, que medía 1,60 metros y que vestía siempre con colores llamativos porque decía que, si no era
así, nunca la vería nadie, se convirtió en una abuelita adorable, solo aparentemente era cada vez más frágil: con la pesada corona puesta (son más de dos kilos) fue capaz de sobrevivir al referéndum de independencia de Escocia, al Brexit y a un peligro público como Boris Johnson. La mujer que se había escondido una vez en los jardines de Windsor para no tener que saludar a Nicolae Ceaucescu, al que detestaba con toda su alma (pero nadie lo notó), acabó siendo amable con Donald Trump, un maleducado impetuoso que no hacía el menor caso de las normas de protocolo del Palacio y que se comportaba como un patán.

El último servicio de la reina Isabel II a su país llegó el martes 6 de septiembre pasado: delgadísima como estaba, más delgada que nunca en toda su vida, tomó juramento en Balmoral a su decimoquinta primera ministra, la conservadora Liz Truss, medio siglo más joven que ella.

Si el movimiento republicano es hoy ínfimo en Gran Bretaña, eso se debe a Isabel II. Le ha tocado luchar contra vientos y mareas, pero ha sido Isabel la Inquebrantable durante siete décadas. Su gran sueño, la Commonwealth, es hoy un éxito estable. Su prestigio personal, desde finales de los años 90, no ha hecho más que crecer, y eso incluso a pesar de las actitudes provocativas (y televisivas) de su nieto menor, el muy poco discreto príncipe Harry, a quien nunca dijeron aquello de que “la corona está por encima de tus sentimientos personales”. También a pesar del terrible disgusto que le dio su hijo preferido, el guapo pero no demasiado inteligente Andrés, que se vio mezclado en un asqueroso asunto de prostitución de menores con su amigo Jeffrey Epstein. A la ya anciana Isabel no le tembló la mano cuando lo echó de la familia: la Corona, siempre por encima de los afectos personales.

La reina cumplió esa norma hasta el final. Se mantuvo derecha y sin lágrimas incluso en el desolado funeral del amor de su vida, Felipe de Edimburgo, aquel guaperas que la llamaba “repollito” y que se mantuvo a su lado durante casi tres cuartos de siglo, hasta que se murió poco antes de cumplir los cien años. Ahí comenzó el declive físico de Isabel II, pero su sempiterna sonrisa no se movió un milímetro. 

El último servicio de la reina Isabel II a su país llegó el martes 6 de septiembre pasado: delgadísima como estaba, más delgada que nunca en toda su vida, tomó juramento en Balmoral a su decimoquinta primera ministra, la conservadora Liz Truss, medio siglo más joven que ella. Y dos días después murió. Sin ruido, como siempre pretendió vivir.

Es la primera vez que la inmensa mayoría de los británicos asisten a la muerte de uno de sus monarcas: pocos habían nacido cuando Isabel II subió al trono. Como es costumbre en la familia real, el protocolo que se seguirá para su funeral y su entierro lleva el nombre de un puente: en este caso, en London Bridge. Este protocolo lleva ensayándose y actualizándose desde hace 60 años.

Antes de que su cadáver llegue a Buckingham, el príncipe de Gales será proclamado nuevo rey, con el nombre de Carlos III. Va a cumplir los 74. Cinco días después de su muerte, el féretro de la reina será llevado desde Buckingham hasta Westminster, por las calles de Londres. Allí permanecerá durante tres días para que los británicos puedan decir adiós a su reina más querida en siglos.

Dos días después, en la capilla de Windsor, se celebrará un último funeral y al final se pondrá en marcha el antiquísimo artilugio mecánico que hará bajar el féretro hasta la cripta de Capilla de San Jorge. Allí descansará Isabel II del Reino Unido junto a su esposo y junto a muchos reyes más. Cumplió su juramento: toda su vida, larguísima tan fecunda como difícil, estuvo dedicada al servicio de su nación. Sit tibi terra levis, Ma’am.

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