Nayib Armando Bukele Ortez nació en San Salvador (capital de El Salvador) el 24 de julio de 1981. Si el conocimiento del entorno familiar siempre es importante para entender a una persona, en el caso de Nayib Bukele es fundamental. Nayib es el mayor de los cuatro hijos que tuvieron el empresario Armando Bukele Kattán y su esposa, Olga Marina Ortez. Bukele Kattán fue, hasta su muerte en 2015, uno de los hombres más ricos y poderosos de la nación.
Sus propios padres eran cristianos palestinos que emigraron a Centroamérica a principios del siglo XX y se abrieron camino a duras penas, pero Armando Bukele se convirtió en un verdadero oligarca que poseía empresas farmacéuticas, químicas, textiles, televisivas (tuvo durante años un programa propio, “Aclarando conceptos”), de automoción, de bebidas y muy especialmente publicitarias. Un auténtico “emperador” que recuerda la figura del todopoderoso Esteban Trueba, personaje de la novela La casa de los espíritus, de Isabel Allende… pero en musulmán. Porque Armando Bukele, que había nacido cristiano, se convirtió al islam, se hizo imam, lideró la comunidad árabe de San Salvador y abrió varias mezquitas. Y buscó tiempo para tener, con otras parejas anteriores a Olga Ortez, seis hijos más, con lo cual el joven Nayib se vio rodeado por una tribu de nueve hermanos y hermanastros.
Como es natural, Nayib estudió en la elitista Escuela Panamericana, un colegio bilingüe para los cachorros de la aristocracia del dinero. No destacó. Sus profesores le recuerdan como un muchacho tímido, introvertido, no excesivamente listo ni mucho menos, que siempre andaba acompañado de un grupo de amigos y amigas muy fieles… que lo han seguido siendo hasta hoy, porque no pocos de ellos ocupan o han ocupado cargos en el gobierno o en puestos muy importantes.
Lo que sí cabe destacar de aquel adolescente a la vez caprichoso, huidizo y sentimental es su detestable sentido del humor. Cuando en clase le pidieron una frase para describirse a sí mismo, anotó: “El terrorista de la clase”, en ¿humorística? alusión a sus raíces palestinas. Y debajo añadió: “La sangre del estudiante es como la del mártir”, en un rapto de yihadismo literario adolescente. Pero había que aguantarle. Su padre mandaba mucho.
Demostró cierto talento para el diseño gráfico y también para la manipulación de las masas gracias a la propaganda
Después del bachillerato, Nayib se inclinó por el Derecho y se matriculó en la Universidad Centroamericana, la UCA El Salvador; otro centro elitista conducido por los jesuitas. Pero ahí su padre, que acabamos de decir que mandaba mucho y es verdad, perdió la paciencia; quizá pensó que el chico no valía para estudiar y además no lo necesitaba, y lo sacó de la universidad para nombrarlo “director presidente” de varias de sus agencias publicitarias: sucesivamente Obermet, Nölck Red América y por último 4am Saatchi & Saatchi. Entró a dirigir la primera con 18 años y salió de la última con apenas 30. Ahí sí se encontró como pez en el agua; no solo porque le gustaba mucho mandar (y que le obedecieran; eso era todavía mejor) sino porque le pilló el tranquillo a la importancia de la publicidad. Demostró cierto talento para el diseño gráfico y también para la manipulación de las masas gracias a la propaganda, que es la versión malsana de la publicidad. Se convirtió en un joven aprendiz de Berlusconi, pero menos rijoso que el italiano.
Es curioso que, gracias a los contactos y a la influencia de su padre, a Nayib le encargasen, durante doce años, todos los trabajos publicitarios (incluidas las campañas electorales) del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional; es decir, la antigua guerrilla convertida en partido político de izquierdas tras el final de la guerra civil salvadoreña, en 1992. Como quizá no podía ser de otro modo, el joven Nayib, que iba ya perdiendo su timidez y se estaba convirtiendo en un eficaz depredador de los negocios y de la política, terminó por ingresar en el partido. No consiguió que su primer “cliente”, Schafik Hándal, comandante Simón, también de ascendencia palestina, alcanzase la presidencia (además, murió pronto), pero sí lo lograron Mauricio Funes y luego Salvador Sánchez Cerén, ambos del FMLN.
Los designios paternos, pero ahora ya también la propia ambición personal, hicieron que Nayib Bukele dejase (nominalmente) la dirección de las empresas publicitarias para entrar él mismo en política. Su primer empeño fue lograr la alcaldía de Nuevo Cuscatlán, una pequeña ciudad de 8.000 habitantes cercano a la capital. Lo logró. Fue en 2012 y Nayib rondaba los 30 años. Se presentó por el partido de la izquierda, el FMLN, pero pronto empezaron a pasar cosas raras porque Nayib “iba por libre”.
Criticaba a sus rivales porque pertenecían al grupo de “los mismos de siempre”, que era exactamente lo que le pasaba a él, y más que a nadie
¿Era de izquierdas aquel muchacho? ¿En serio? Iba de “recién llegado”, aunque no lo era en absoluto. Criticaba a sus rivales porque pertenecían al grupo de “los mismos de siempre”, que era exactamente lo que le pasaba a él, y más que a nadie. No se ponía una corbata ni a tiros y usaba una gorra beisbolera con la visera hacia atrás. Desarrolló una habilidad extraordinaria para decirle a la gente, a cada grupo, lo que él detectaba que querían oír. Vendía imágenes, vendía impresiones, no planes ni proyectos concretos. Pero funcionó. Y funcionó muy bien porque Bukele era ya entonces, y lo sigue siendo hoy, el mejor en las redes sociales. La mayor parte de su actividad se desarrollaba en Twitter. Eso sigue siendo así hasta hoy.
El tipo flaco y sonriente que poco tiempo atrás se definía como “de izquierda radical” decía ahora que no creía en ideologías. Borró todos los tuits “progres” de su cuenta
Tres años después, en 2015, Bukele decidió intentar algo más difícil: la alcaldía de la capital, San Salvador. Pero utilizó exactamente la misma estrategia que ya entonces se conocía universalmente como populismo. El tipo flaco y sonriente que poco tiempo atrás se definía como “de izquierda radical” decía ahora que no creía en ideologías. Borró todos los tuits “progres” de su cuenta. Pasó de celebrar el aniversario del Che o de condolerse por la muerte de Fidel Castro a criticar a Venezuela o a Nicaragua. Y lo echaron del FMLN, como es lógico, cosa que le importó bastante poco.
Fundó el partido Nuevas Ideas en 2018 y se presentó a las elecciones presidenciales con un ¿programa? hecho de eslogans, de simplezas como “hay que cambiar el sistema político del cual ya todos estamos hartos” y cosas así. Sus intervenciones en actos públicos de EE UU (en la Heritage Foundation, ultraconservadora) dejaron con la boca abierta a los republicanos y al mismísimo Donald Trump. Para entonces ya había ganado la presidencia con el 53,10% de los votos.
Nayib Bukele se había dado cuenta de algo importante para su carrera política. En 2018, tan solo el 28% de los salvadoreños consideraba que la democracia era algo importante. Y la mitad de la población, que se dice pronto, aseguraba que le daba lo mismo vivir en una democracia que en una dictadura. Eso después de dos presidencias consecutivas de la izquierda… y de que el país estuviese a punto de convertirse en un estado fallido por culpa de las maras: las numerosas y nutridísimas pandillas más o menos juveniles, armadas hasta los dientes, que se habían adueñado de la nación (sobre todo de las ciudades) y para las cuales la vida humana no valía un centavo. Tampoco la suya.
Miles y miles de personas abandonaron el país para proteger sus vidas o las de sus hijos, a quienes un adolescente desconocido había amenazado o simplemente mirado mal
Antes de la llegada de Bukele, las maras asesinaban a una media de 4.000 personas al año en un país de 6,3 millones de habitantes. Ir a hacer la compra o caminar hacia la escuela se había convertido en una actividad muy peligrosa. Miles y miles de personas abandonaron el país para proteger sus vidas o las de sus hijos, a quienes un adolescente desconocido había amenazado o simplemente mirado mal. La vida se había vuelto insoportable.
Bukele, estimulado por el bajo concepto que los salvadoreños tenían de una democracia que les mantenía pobres y que de tan poco parecía servir, decidió pasar por encima de la Ley y solucionar el problema por las bravas. Decretó el “régimen de excepción” que fue prorrogado diez veces. Se combatió a las maras a tiros. Se multiplicó el número de presos, que se hacinaban en las prisiones en condiciones deliberadamente inhumanas. Los organismos internacionales denunciaron muy abundantes casos de tortura. Los hombres de Bukele llegaron a destruir, en los cementerios, las lápidas de los pandilleros muertos para evitar homenajes, aunque respetaron los ataúdes. Se cambió la ley: a un pandillero podían caerle 20 años de cárcel, y el doble si era un cabecilla. Hasta mayo de 2023 fueron detenidos casi 70.000 mareros o pandilleros, acusados de terrorismo. El número de asesinatos cayó de 6.656 en 2015 a 496 en 2022. La tasa por 100.000 habitantes bajó del 107% en 2015 a menos del 8% en 2022. El país respiró.
Fulminó a los periódicos y periodistas que le criticaban y que le llamaban dictador. Aseguró que su gobierno y él mismo, sobre todo él mismo, estaban inspirados por Dios
Bukele olvidó el viejo colón y también el dólar, e impuso el bitcoin como moneda nacional (es el único país del mundo que lo tiene). Arremetió contra el derecho al aborto, que considera un “gran genocidio”, y contra los gais y lesbianas. Fulminó a los periódicos y periodistas que le criticaban y que le llamaban dictador. Aseguró que su gobierno y él mismo, sobre todo él mismo, estaban inspirados por Dios. Puso en fuga a los expresidentes del que fuera su partido (Mauricio Funes está exiliado en Nicaragua). Hizo derribar el monumento a la Reconciliación de la guerra civil que concluyó en 1992. Pateó a conciencia la independencia judicial y de la Asamblea legislativa. No aguanta que le lleven la contraria.
Pero en San Salvador ya no hay tiros ni pandillas ni cadáveres por las calles. Se puede ir a trabajar, a pasear o al centro comercial sin ningún miedo. Así que no puede extrañar que los salvadoreños, en las últimas elecciones presidenciales, hayan reelegido a Nayib Bukele por un 85% de los votos, una mayoría de aromas búlgaros que solo se ve en las dictaduras. Pero eran elecciones libres.
Aquel chico tímido y medio mimoso de la Escuela Panamericana se ha convertido en un depredador político de primer orden… y en objeto de adoración para la inmensa mayoría de sus conciudadanos. Eso no es una opinión, es un hecho.
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El yaguarundí (Herpailurus yagouaroundi), también conocido como “gato moro”, no se sabe si por su color o por sus preferencias propalestinas, es un mamífero carnívoro de la gran familia de los felinos que habita en Centro y Sudamérica, desde México hasta el Río de la Plata. Hace años se le consideraba en peligro de extinción. Ahora ya no. Por supuesto, está presente en El Salvador.
Es más grande que un gato pero más pequeño que un puma. Su color es sorprendente, porque las crías pueden ser pelirrojas o de pelaje gris muy oscuro, y a veces se dan casos de ambos colores en la misma camada.
Lo curioso del yaguarundí es su evolución a lo largo de la vida. Durante su infancia y primera juventud es un gatito mimoso, tímido, tierno, de esos que da gusto poner en Facebook rodeados de corazoncitos. Depende absolutamente de su madre (su padre anda por ahí dirigiendo sus empresas) hasta que, enseñado por ella, aprende a cazar. Entonces se convierte en un depredador feroz, casi infalible, que se mimetiza increíblemente con el entorno, como si aparentase que le gusta formar parte de él. Pero no es así: como casi todos los felinos, empezando por el gato callejero, el yaguarundí se siente un aristócrata.
Caza siempre animales más pequeños que él y es muy bueno contra las plagas, ya sean de ratones, tóxicos anfibios pandilleros o lo que sea que haya en sus dominios.
Y esa es otra: en su territorio, que guarda celosamente, no rechista nadie. Ni una hoja se mueve sin que el yaguarundí lo sepa o lo autorice. Todo un carácter, aquí el lindo gatito. Tipo peligroso, como casi toda la gente demasiado eficaz.
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