Expedición punitiva de jóvenes marroquíes contra un barrio de gitanos en Montpellier; enfrentamientos con Kalashnikov entre chechenos y argelinos en Dijon; “guerra” entre clanes africanos y kurdos en Val de Marne. La utopía del “vivir juntos” es desmentida cada día en Francia por la realidad: una sociedad tribal en las “banlieues”, muchos de cuyos habitantes tienen dos cosas en común: el pasaporte francés y la detestación del país donde han nacido.
El pasado Mundial de fúfbol, y las reacciones violentas que llevaron a la detención de más de 200 personas, provocaron heridas a más de 40 policías y a enfrentamientos graves entre jóvenes franceses de distintos orígenes, fue el último revelador de fracaso de la integración, no ya de la asimilación, de buena parte de hijos y nietos de inmigrantes extraeuropeos.
A pesar del silencio y la ocultación mediática de la prensa “progresista”, que escondía los hechos y celebraba los éxitos del equipo de Marruecos como “representante del mundo árabo-musulmán y africano, fuera y dentro de Francia muchos se preguntaban las razones por las que jóvenes de origen magrebí o del resto de África no solo apoyaban al equipo de sus antepasados, sino que mostraban su inquina hacia el país en el que han nacido y en el que reciben educación gratuita y beneficios sociales sin parangón en el resto de Europa.
“Archiepielización” y comunitarismo
Tras más de 40 años de inmigración sustentada en la reunificación familiar, las élites del país se ven desbordadas e incapaces de aceptar que, para buena parte de la población de origen extraeuropeo, Francia es denostada como nación de acogida de sus antepasados y es, incluso, odiada por una parte de la juventud que refleja la creciente “archipielización” étnica de la sociedad y al aumento inexorable del comunitarismo separatista en el seno de la República, que se creía capacitada para hacer vivir en armonía y hacer participar de sus principios a los recién llegados y a sus descendientes.
Fatiha Buyahlat, ensayista, profesora y una de las creadoras del movimiento “Viv(r)e la République”, se siente tan perpleja como muchos de sus compatriotas: “Es comprensible que los extranjeros que viven en Francia apoyen a sus equipos, pero es menos comprensible que lo hagan sus hijos y sus nietos nacidos en Francia”.
El esclavismo o la colonización no es una historia común, sino el pretexto de afirmación de memorias dirigidas contra Francia”
No es la primera vez que el fútbol se convierte en el detonante del nacionalismo antifrancés entre los descendientes de inmigrantes magrebíes. Un partido entre Francia y Argelia celebrado en el año 2002 comenzó con una bronca monumental contra la Marsellesa y la invasión del campo por jóvenes franceses de origen argelino. El entonces presidente, Jacques Chirac, abandonó el palco.
Para parte de la prensa de izquierda, del mundo cultural, de buena parte de los intelectuales y sociólogos de cabecera, son hechos esporádicos sin mayor importancia. En todo caso, según los mismos, si la juventud de origen extraeuropeo no muestra su apego por su país de nacimiento y sus principios, se debe al “racismo”, a la “memoria del colonialismo”, a la “discriminación étnica y social”, es decir, las justificaciones habituales de los que se niegan a reconocer el fracaso de la integración, sus causas y sus culpables, entre los que se encuentran, precisamente, destacados miembros de la política, los medios de comunicación, de la universidad y de la intelectualidad en general.
La escuela, contra Francia
El primer elemento de integración fuera de la familia es la escuela pública, pero desde hace décadas, el colegio ha dejado de ser un elemento de cohesión nacional, para convertirse en todo lo contrario, en una fábrica de detestar a Francia. El historiador y exdiputado socialista, Max Gallo - fallecido en 2017 - lo denunciaba insistiendo en la instrumentalización del pasado en las aulas y fuera de ellas: “El esclavismo o la colonización no es una historia común, sino el pretexto de afirmación de memorias dirigidas contra Francia”.
Si en las escuelas los profesores subrayan sin matices a los hijos y nietos de inmigrantes magrebíes y del resto de África los “delitos” de Francia sobre las antiguas colonias no es de extrañar que entre los estudiantes se haya creado en muchos casos una repulsión hacia el país de acogida. Si Vercingétorix, Charles Martel o, incluso, Napoleón son vetados en algunos centros, si la Historia de Francia suena lejana para clases de algunas zonas donde el 95% de los alumnos son de origen extranjero, no se puede pretender “hacer nación”.
En el programa educativo de Historia en 2015, bajo el Gobierno socialista de François Hollande, el estudio del tratado negrero y los imperios coloniales era obligatorio para los niños de 13 y 14 años, mientras que el pensamiento humanista y “Les Lumières” se dejaban al libre criterio de los profesores.
El historiador Jean Sevillia ya lo denunciaba en 2007 en su libro 'Moralement correct. Recherche valeurs désespérément': “Desde los años 70 se ha demonizado la antigua fórmula de los manuales anteriores (“Nuestros antepasados Galos”). Era, sin, embargo, una imagen que pretendía significar que todo miembro de la comunidad francesa se reconocía en una historia común. Una filiación no biológica, sino cultural; un ciudadano francés, sea cual sea su genealogía personal y el color de su piel, es simplemente un descendiente de galos. Ser francés no es haber nacido en Francia, no es tener un carné de identidad, no es ser beneficiario de la protección social, es compartir una herencia. Y esta herencia pasa por la educación, la instrucción, por la familia y por la escuela”.
¿Todos galos? ¿Todos franceses? Un sentimiento que en las últimas décadas especialistas en el “deconstructivismo”, el pedagogismo, el clientelismo político, la importación de movimientos decolonialistas o indigenistas y la penetración del islam político en todas las esferas de la sociedad y especialmente en la escuela, conducen inevitablemente a la imposibilidad de compartir un sentimiento común de pertenencia a un país.
No consideramos que la República conceda un honor particular a sus antiguos colonizados cuando los acoge en su territorio. Están aquí en su casa"
Alguien como Malek Butih, expresidente de la organización “SOS racismo” y exdiputado socialista, se muestra muy pesimista: “Una gran parte de nuestra juventud se desvía de nuestro modelo de sociedad; es una ruptura de masas”.
La filósofa y escritora Nathalie Krikorian-Duronsoy advierte: “Hay que revitalizar y actualizar los fundamentos culturales de Francia, antes de que la ideología del vivir juntos no nos lleve a una guerra de todos contra todos”.
¿Fundamentos culturales de Francia? Más de 40 años después de su victoria en las urnas, algunas voces acusan a François Mitterrand de haber abierto la puerta al separatismo con su política de “la cultura para cada uno y de cada uno”. Toda la labor cultural realizada antes por católicos de izquierda y comunistas en las “banlieues”, para fomentar una comunidad de vecinos de diferentes orígenes fue olvidada y se dio paso al inicio del separatismo cultural.
De la reivindicación de la cultura de origen se pasó poco más tarde a una explosión de comunidades reivindicativas y exigentes donde la idea de Francia como signo de unión era dejada de lado. El notable aumento de la inmigración legal y clandestina contribuyó a la multiplicación de guetos divididos por nacionalidades o etnias de origen. De la República igualitaria se pasó a las exigencias comunitaristas que intentan cada día imponer a la sociedad sus particularismos culturales. Todo ello, con la bendición de la supuesta buena conciencia que se expresa a través de lo políticamente correcto.
Cantar la Marsellesa es una ofensa
Querer a Francia es sospechoso. Cantar la Marsellesa es una ofensa: “una manera de domar”, según la izquierda comunitarista, aliada con movimientos que, según decía Max Gallo, "quieren imponer a todos no la Historia de Francia, sino su historia en Francia”. El movimiento “Indígenas de la República” lo tiene claro: “No consideramos que la República conceda un honor particular a sus antiguos colonizados cuando los acoge en su territorio. Están aquí en su casa. Estamos en nuestra casa, tengamos o no la nacionalidad francesa; en un país donde cada uno y cada una debe disfrutar de los mismos derechos sin obligación de fundirse en una supuesta identidad mayoritaria”. Un joven marroquí, seguidor de su selección de fútbol, lo definía menos intelectualmente en Twitter durante las manifestaciones callejeras: “Estamos en Francia por la Carte vitale”, la tarjeta de la seguridad social que permite acceder a todos los servicios de la excelente, aunque deficitaria, sanidad pública francesa.
“La integración de los inmigrantes es nuestra obligación”, dice el filósofo Alain Finkielkraut, pero - continúa- “no integraremos jamás a personas que no aman a Francia en una Francia que no se ama.” Combatir la “tiranía de la penitencia” y la autoflagelación es una de las batallas de otro filósofo, Pascal Bruckner, compañero de correrías de Finkielkraut en el Mayo del 68, cuando se dejaron contaminar por el virus maoísta. Hoy, Bruckner denuncia a la élite intelectual y política por justificar y apoyar el sentimiento de culpabilidad: “Como la idea de nación acumula todas las taras de la dominación occidental, hay que producir con artificios la imagen de una Francia xenófoba porque es francesa, es decir, marcada por el hierro candente del pasado criminal”.
No se puede abordar el asunto de la disgregación de la sociedad francesa y de la explosión de identidades, sin abordar la penetración del islam en todos los estamentos de la sociedad y, especialmente en la escuela, entre los jóvenes musulmanes originarios del Magreb u otros países de mayoría musulmana de África y Oriente Próximo. Cuando un grupo de marroquíes se lanzó a la venganza contra miembros de la comunidad gitana de Montpellier, tras la muerte accidental de un fan de la selección norteafricana, su grito de guerra fue “Alá es el más grande”.
Laicismo vs. Islam político
“El laicismo es la barrera que protege a Francia”, afirma Malika Sorel, ingeniero de la Politéctnica de Argel, MBA en SciencesPo-París y autora del libro “La décomposition française”. El laicismo es la barrera que quiere dinamitar una parte de los franceses musulmanes en colaboración con destacados integrantes de la “intelligentsia” francesa.
La organización “Hermanos Musulmanes” encuentra en las “banlieues”, donde se concentran los descendientes de inmigrantes y los recién llegados, un terreno propicio para difundir un discurso radical y, por tanto, separatista que pasa inevitablemente por condenar todo lo que forma parte de las normas de convivencia “a la francesa” o simplemente occidental, desde la igualdad de derechos entre hombre y mujer (su forma de vestir y actuar) a la libertad de comportamiento sexual, pasando por la condena de la ley que protege al Estado de cualquier influencia religiosa.
Hay que ser muy ingenuo para sorprenderse de que el 74% de los franceses musulmanes de menos de 25 años prefieran la ley islámica frente a las leyes de la República. Pero la influencia del islam político no sería tal sin el efecto del clientelismo político. Alcaldes de izquierda y centroderecha no dudan en favorecer a las asociaciones culturales, religiosas o deportivas dominadas por representantes del islam más conservador que se harán indispensables para empujar a su comunidad a votar por el edil más comprensivo con sus demandas. Comprar votos a los enemigos de la República y quejarse después del rechazo de los jóvenes de su ciudad a los valores básicos de esa misma República es una contradicción que se cabalga sin vergüenza.
Pasar del voto comunitarista local al nacional era el paso siguiente. Y nadie lo ha logrado con mayor éxito que el líder de “La Francia Insumisa”, Jean-Luc Melenchón. La deriva del dirigente de extrema izquierda sigue siendo denunciada por antiguos colegas que le han conocido su defensa del laicismo en el pasado. LFI obtuvo la mayoría del llamado voto musulmán a cambio de ceder en principios básicos defendidos históricamente por la izquierda: el velo islámico, la participación de manifestaciones contra la “islamofobia” en las que se grita “Alá es el más grande” y “Muerte a Israel”, la justificación social de los islamistas radicales…
Pero para conquistar también a la juventud de las “banlieues”, la extrema izquierda debía añadir el componente “decolonialista” e “indigenista”, y para ello, nada más productivo electoralmente que denunciar el “racismo sistémico” y - traca final - asegurar que la “policía asesina”. Según Melenchón, “en Francia hay un odio a los musulmanes disfrazado de laicismo”. Para la fundadora del “Partido Indígenas de la República”, Huriya Buteldya, autora del libro “Los blancos, los judíos y nosotros”, Melenchón “un botín de guerra” para su causa.
Con ese carburante ideológico, no es complicado comprender que una parte de los hijos y nietos de la inmigración sientan aversión por Francia y prefieran blandir la bandera del país de origen de sus padres y abuelos, aunque se trate de dictaduras sin derechos ni beneficios sociales, donde ellos no aguantarían vivir ni 24 horas.
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