Las protestas en China copan los titulares de la actualidad internacional en estos últimos días de noviembre. Continuando el espíritu de Tiananmen y tomándole el relevo a las protestas de Hong Kong de la década anterior, ahora ha sido el trágico incendio de un edificio en la provincia noroeste de Xinjiang el detonante definitivo de unas demostraciones extraordinarias a las que el gigante asiático no nos tiene para nada acostumbrados.
Desde ciudades tan importantes como Pekín y Shangái llegan vídeos en los que se ven a ciudadanos chinos saliendo en multitud a las calles, manifestando vocalmente su desacuerdo con la controvertida "política de COVID cero" con la que el Partido Comunista de Xi Jinping ha afrontado la pandemia.
Las causas para el enfado van más allá de los sistemáticos confinamientos y de los test de PCR obligatorios. La economía china está resentida. Otrora prósperos bancos, tecnológicas, inmobiliarias y demás empresas están colapsando bajo montañas de deuda a la par que se dice que la población del país, especialmente la más joven, pierde la fe en un sistema que, debido a la falta de ahorro y oportunidades, cada vez encuentra más difícil legitimar su razón de ser. Durante décadas el Partido Comunista de China pudo justificar sus políticas de control y restricción de libertades a base de invocar el espectacular milagro económico que desde las reformas de mercado de Deng Xiaoping en los años ochenta sacó de la más abyecta pobreza a la mayoría de sus ciudadanos.
Ahora, según nos cuentan comentaristas de diarios populares y redes sociales, estamos ante una coyuntura crítica, un momento histórico para el cambio en China porque las manifestaciones no hablan ya solo del COVID, sino que con gestos como el de alzar un folio en blanco o la reproducción de cánticos extranjeros se demanda la dimisión de Xi Jinping y el fin de la censura para establecer un régimen de libertad de expresión y prensa.
Nobles reivindicaciones y actos que en Occidente asociamos con la democracia, que por lo tanto suenan bien -al igual que sucedió con la Primavera Árabe- y ante los que, sin embargo, no hay que apresurarse con exageradas esperanzas. A continuación explicaré por qué.
Esencialmente, hay que recordar un hecho que ni el objetivo de una cámara ni el ruido de un micrófono son capaces de capturar completamente: China es inmensa. Casi dos de cada diez habitantes del planeta son chinos ( 17.5%) y, por ello, cualquier despliegue grupal de descontento no se puede evaluar con el mismo impacto que tendría en las comparativamente más pequeñas naciones del Oeste.
De la observación se desprende el hecho de que las imágenes y vídeos que aparecen en Twitter y periódicos digitales no tienen por qué representar necesariamente el fervor impaciente general de la población china, condenada a lo largo de la Historia a sufrir bajo el yugo de la opresión y la miseria de las guerras dinásticas. Por sí sola la muestra de protestas, incluso cuando en términos absolutos comprende miles, decenas de miles o incluso cientos de miles de imágenes y participantes, no tiene por qué ser estadísticamente significativa.
La optimista narrativa de la reforma democrática pierde credibilidad, más cuando hacemos uso de los pocos y por desgracia no muy fiables datos a los que tenemos acceso fuera del país"
Para que nos entendamos, estamos tratando sobre un país que en la misma época en la que los estadounidenses combatían entre ellos con a lo sumo dos millones de personas muertas estaba sumido en un conflicto civil instigado por un autoproclamado hermano de Jesucristo que se estima que causó como mínimo veinte millones de muertes.
Tomadas las cifras en relieve, la optimista narrativa de la reforma democrática pierde credibilidad, más cuando hacemos uso de los pocos y por desgracia no muy fiables datos a los que tenemos acceso fuera del Gran Cortafuegos. No debería sorprender que en un régimen con censura y pocas libertades civiles es difícil cuantificar los sentimientos generales de la ciudadanía o su disposición a actuar respecto a ellos.
Notando la inconveniencia, el reciente CDM de Freedom House es una base de datos que registra eventos de disentimiento recientes en China. Cojamos su registro de sucesos en vía pública de los últimos seis meses y realicemos unos cálculos rudimentarios siendo generosos con nuestras suposiciones.
Asumamos que todos los eventos registrados reflejan implícitamente un inconformismo hacia el sistema chino -algo más que discutible-, que les conferimos a todos su valor máximo de participantes, que cada persona que protesta es distinta y que los eventos con valores de participación desconocidos han contado con noventa y nueve participantes.
A día 30 de noviembre de 2022, las cuentas serían las siguientes a lo largo de 783 eventos:
(62 eventos x 1 participante) + (143 eventos x 9 participantes ) + (449 eventos x 99 participantes) + (62 eventos x 999 participantes) + (67 eventos x 99 participantes estimados) = 114.371 personas protestando.
Los datos censales de mayo de 2021 afirman que China cuenta con 1.412 millones de personas. Asumamos que sólo son los ciudadanos mayores de quince y menores de sesenta los que son físicamente capaces de protestar públicamente -los mayores de sesenta ya no están para esos trotes y todavía retienen en la memoria el Gran Salto Adelante-; esto nos daría un total de 894.38 millones de personas. Dividiendo el número de manifestantes con la población potencialmente movilizable hallamos que solo habría sido el 0,012% de la población la que ha participado en una protesta callejera siendo capaz de ello.
Por supuesto, la veracidad de este número es dudosa cuando consideramos que la propia CDM admite que no todos los actos están registrados y cuando todavía no se han añadido datos sobre las manifestaciones más recientes. No obstante, incluso multiplicando el número de participantes por diez no veríamos resultados que podemos afirmar que son significativos.
La nueva ola de protestas en China, desde luego, constituye una anomalía, pero no por ello deja de conformar un fenómeno minoritario.
A propósito del anterior cálculo hemos de destacar que, si bien desconocemos el peso exacto de la influencia efectiva que internet posee a la hora de movilizar a la opinión pública, debido a los efectos de red de las redes sociales se puede asegurar que la población china no es ajena a las manifestaciones ni al hecho de que el mundo exterior mantiene una postura más relajada respecto al COVID. Del mismo modo, un par de imágenes estéticamente impactantes en redes sociales son más que suficientes para que los medios de información se hagan eco de un evento estadísticamente atípico.
Hay que notar también que incluso un número preciso de manifestantes o ciudadanos inconformes por sí solo no representaría la verdadera capacidad de cambio que hay en China. No es lo mismo manifestarse en Ürümqi, capital de Xinjiang, que en la más metropolitana Pekín.
Podríamos, además, plantearnos cuestiones adicionales al preguntarnos si las revoluciones pacíficas surten efecto en países de reputación estricta como China o de si es necesario recibir el apoyo tácito o activo de un ejército que según estoy escribiendo estas palabras está desplegando tanques en las calles. No obstante, la intención de este artículo no es más que recordar un hecho que parece que se nos olvida y puede sesgar nuestra percepción de la realidad:
En China las minorías se cuentan por millones.
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