La guerra que está librando Rusia en Ucrania se ha descrito de muchas maneras: un intento de recrear la URSS, un intento de crear una nueva civilización en Eurasia, o una guerra por delegación entre Rusia y Occidente. Pero sean cuales sean las ambiciones y aspiraciones del presidente ruso Vladimir Putin en el pasado, estas se han vuelto cada vez más descaradamente imperiales y coloniales a medida que la contienda, que cumple ahora seis meses, continúa.
Una guerra colonial, como la de Rusia en Ucrania, es aquella en la que un pueblo autodenominado superior cree que tiene el derecho, incluso el deber, de hacer lo que cree que es bueno para sus inferiores, lo que convenientemente se ajusta a su propio interés.
Colonial o imperial no son simples epítetos lanzados a la ligera, como las ya conocidas acusaciones de fascismo y genocidio, utilizadas recientemente contra Rusia.
Por muy polémico que sea su uso, el colonialismo y el imperialismo tienen poder explicativo.
El imperialismo era un sistema anticuado de dominación que intentaba incluir a diversos pueblos dentro de un único estado bajo la autoridad de una institución supuestamente superior –emperadores o nobles– o en imperios de ultramar bajo el control de un amo extranjero que prometía “civilizar” –como decían– a los nativos ignorantes.
Pensemos en los británicos en la India: hombres blancos que dominaron a millones de indios en nombre de una civilización superior. O la dinastía de los Habsburgo, gobernando pueblos desde España hasta los Países Bajos, pasando por Austria y Hungría, mediante matrimonios estratégicos y conquistas militares.
Si los imperios eran diversos y desigualitarios, los estados-nación modernos fueron supuestamente concebidos para ser relativamente homogéneos e igualitarios. Los creadores de las naciones reconocían la soberanía popular en lugar del gobierno dinástico. Funcionaban democráticamente. El derecho a gobernar surgió del pueblo.
Consideremos los primeros estados capitalistas de los siglos XVII y XVIII (Inglaterra, los Países Bajos y Francia) que pusieron en práctica la creación de naciones en Europa. En la época de la Revolución Francesa de 1789, su pueblo era tratado como ciudadanos iguales ante la ley, no como súbditos de un monarca.
Pero en sus colonias –como las Indias Orientales Holandesas o la Indochina francesa– los lugareños eran súbditos de las autoridades imperiales, desprovistos de derechos y soberanía.
En los relatos históricos de los nacionalistas, los Estados-nación eran supuestamente los sucesores legítimos de los imperios. Relativamente homogéneos desde el punto de vista cultural, con gobernantes elegidos por el pueblo, eran productos del mundo moderno, mientras que los imperios se consideraban arcaicos y condenados al colapso.
Pero no ha funcionado así en el último siglo. Y la guerra de Rusia contra Ucrania es un reflejo de ello.
Los imperialistas del siglo XXI
En el último siglo, quienes creían que los Estados-nación igualitarios y democráticos sucederían lógica y naturalmente a los imperios han recibido una reeducación en teoría política.
Los Estados-nación pueden ser imperialistas y tratar de envolver a otras nacionalidades en su territorio o dominar a sus vecinos militar o económicamente. Turquía, por ejemplo, trata a sus decenas de millones de kurdos como un pueblo colonizado. Un Estado-nación que privilegia a un pueblo étnico-religioso, como Israel, somete a millones de palestinos a una dominación desigual.
Los grandes y diversos Estados, como Estados Unidos y la India, oscilan entre el igualitarismo multicultural, que reconoce los derechos de las minorías, y los brotes de hostilidad xenófoba hacia aquellos que difieren de la mayoría, blancos o hindúes.
Dentro de estos estados, algunas personas reciben un trato más favorable que otras. Las minorías suelen sufrir no solo discriminación, sino también violencia. Otros Estados grandes y diversos, como la Rusia de Putin, también vacilan entre un Estado-nación multinacional –alrededor del 80% son rusos étnicos– y el tratamiento imperial de varios pueblos subordinados.
La élite del Kremlin ha promovido un nacionalismo virulento para aglutinar a la población en su guerra contra Ucrania, lo que representa un giro hacia el neocolonialismo.
Tomemos el uso oportunista y poco sincero que hace Putin del lenguaje de la liberación, de la prevención del genocidio y de la eliminación de los nazis como justificación de su invasión de Ucrania.
Putin utiliza ese lenguaje de la misma manera que lo hacían los imperialistas del siglo XIX cuando invadían, dominaban y explotaban a otros países, alegando que estaban asumiendo a regañadientes la carga que los hombres blancos tenían que soportar para defenderse contra los bárbaros y los salvajes.
Tras fracasar en su intento de decapitar al gobierno ucraniano, el Kremlin se retiró a tomar territorio salvajemente en el este y el sur del país. La mitología del Russkiy Mir –la supuesta unidad de los pueblos ucraniano, bielorruso y ruso– ha sido desplegada instrumentalmente por Rusia para justificar el brutal ataque contra los mismos pueblos que se suponía eran hermanos de los rusos.
Amenazados por inferiores peligrosos
En contra de los planes de Rusia, Kiev no se rindió. En cambio, los ucranianos acudieron a la lucha contra el dominio extranjero. El resultado de la invasión ha sido el fortalecimiento de la determinación de los ucranianos de resistir un nuevo colonialismo, que recuerdan haber experimentado durante cientos de años bajo los zares y los soviéticos.
Como historiador que ha estudiado imperios y naciones, creo que, una vez que un gobierno como el de Putin ha llegado a la conclusión de que su existencia se ve amenazada por inferiores peligrosos, se ve motivado a utilizar su mayor poder y su propio y justo sentido de superioridad histórica para poner a sus enemigos bajo control.
Si el gobierno indirecto por parte de gobernantes nativos o sátrapas dóciles no es suficiente para eliminar el peligro percibido, es probable que se produzca una adquisición territorial. La opción que le queda a Moscú a medida que la guerra se va estancando es el dominio directo del territorio ucraniano.
Las tierras bajo el frágil y disputado control de los rusos ya están siendo consolidadas en un nuevo territorio. Se ha nombrado un gobernador, se han expedido pasaportes; se ha impuesto el rublo como moneda oficial. Los objetivos máximos de Rusia parecen ser tomar posesión de toda la media luna en el este de Ucrania, desde Kharkiv hasta Kherson/Nikolaev, así como Crimea, anexionada ya por Rusia en 2014.
La realidad devuelve el golpe
Como Estado-nación comprometido con la consolidación de su identidad como democrático y occidental, Ucrania se enfrenta a un enemigo implacable cuyo sentido actual de sí mismo está arraigado en su pasado imperial y su distinción de Occidente.
Dividida durante 30 años de independencia entre el Este y el Oeste, gracias a la agresión rusa Ucrania ha optado decididamente por el Oeste. La guerra imperialista ha dado lugar a una eficaz, aunque desesperada, resistencia anticolonial. Los ucranianos están más unidos que nunca.
Para los ucranianos, el compromiso entre la independencia y la soberanía, por un lado, y el sometimiento al imperialismo, por otro, parece imposible. La entrega de tierras al agresor, según la opinión generalizada, sólo alimentará su apetito.
Casi seis meses después de iniciada la guerra, los rusos tienen su propio y cruel cálculo. Sergei Lavrov, el ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, ha lanzado una advertencia funesta: Cuanto más dure la guerra, más territorio será tomado por Rusia e incorporado al Estado ruso en expansión. El armamento continuo de Occidente a Ucrania, afirma, sólo prolonga la guerra.
Por el momento, hay pocas ganas en ambos lados de llegar a una solución negociada. Pero en esta guerra de desgaste, el tiempo y el peso de la geografía y la población están del lado del agresor. Rusia puede sobrevivir a sus oponentes y a Occidente. La amenaza nuclear lo eclipsa todo.
La guerra es un fracaso de la razón, la diplomacia y el compromiso. Las negociaciones que permitieron reanudar las exportaciones de grano ucraniano demuestran que podría alcanzarse algún compromiso, aunque sea frágil.
Por muy difícil y desagradable que sea negociar con Putin, en última instancia hay que discutir algún final. Se trata de una elección trágica. Sin embargo, incluso los imperios tienen sus límites, y cuando se enfrentan a una oposición decidida, aprenden la dura lección de la extralimitación imperial.
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