Hay actos de amor que tan solo se cuentan en la intimidad de una cocina con velas. Sobre todo, si implican un "te quiero" silenciado a un hijo militar que prepara su regreso a la primera línea de batalla. Oleksandr aún no ha encontrado el mensaje escrito a mano y escondido por su madre bajo el parche del uniforme o, al menos, no contestado. En la guerra hay tantas formas de decir adiós, que cada cual lo encaja a su manera.
Lo expresan Alla y Viktor en una habitación oscura en Shevchenkove, un pequeño poblado al noreste de Kiev que los rusos tomaron en marzo. Un mes después, con la liberación y fuerte presencia de tropas, comenzaron a acoger soldados. Comida, cama y calor que el Ejército reconoció con una placa de agradecimiento oficial. La profesión de su hijo poco tuvo que ver en aquella decisión, sí las violaciones y ejecuciones de sus vecinos a manos del invasor. Las heridas de la guerra les convirtieron en soldados de la retaguardia.
Son muchos y nada organizados. Pavlo dona el 70% de su sueldo al Ejército; Dimko organiza campañas para conseguir fondos y comprar material que él mismo transporta al frente; Lena dirige una ONG que apoya psicológicamente a los niños desplazados desde el territorio ocupado, y otros muchos millones como Andrii, Luda o Anatoly sobreviven con limitada electricidad y agua en la lucha de un país que necesita de toda la sociedad civil para vencer al Kremlin.
Desde hace dos meses, la estrategia militar rusa se ha concentrado en amplios ataques contra la infraestructura energética ucraniana. Todas las regiones del país han sufrido largos apagones esta semana, simbólica por el aniversario del Memorándum de Budapest en el que Ucrania entregó su arsenal nuclear a cambio de la defensa de su integridad territorial. La nueva doctrina rusa es clara: castigar al pueblo y provocar una crisis humanitaria que fuerce a Volodímir Zelenski a sentarse en la mesa de negociación.
El pueblo inclinará la balanza
“Putin puede quitarnos la luz y matarnos, pero no ganará la guerra”, asegura Oksana en Lviv, a cientos de kilómetros de la línea de frente más cercano. Lo dice calentando las manos en una tienda a oscuras en la que vende abrigos de pelo. Aunque en el conjunto del país la importación de generadores se ha multiplicado por diez, ella no puede permitirse uno. La eliminación de los aranceles y otras medidas del Gobierno no han impedido que los precios y escasez de baterías se disparen.
Conscientes del sufrimiento de una población ya castigada, con siete millones de refugiados y otros tantos desplazados internos en el país, los miembros de la OTAN (incluido España) están enviando un importante número de generadores. Estados Unidos, incluso, ha anunciado una partida de 1.100 millones de dólares para estabilizar el sector energético de Ucrania y Moldavia. Sin embargo, en días de termómetros bajo cero y con el invierno duro en el horizonte, las pregunta clave es otra: ¿será la población capaz de aguantar?
“La electricidad es lo más importante, sin ella no funcionan los sistemas de agua, ni la luz de casas y negocios”, insisten desde de la Administración regional de Jersón. Hablamos de empleo y bienestar, pero también de alimentación, higiene y salud.
Desde que comenzaran los ataques con drones y misiles contra la infraestructura energética en octubre, los atropellos en la región de Kiev han aumentado un 55% ante la falta de iluminación. Hospitales posponen intervenciones no vitales y los sanitarios operan en quirófanos con las linternas de sus teléfonos móviles.
La situación era previsible y exigió a las autoridades ucranianas pedir a los refugiados de países limítrofes retrasar su vuelta, hasta la primavera, para ahorrar energía y sobrevivir al invierno. “Desafortunadamente, el límite de consumo de muchas regiones se ha excedido ya a estas alturas, por lo que se están aplicando apagones de emergencia”, lamentaba este miércoles la operadora estatal de energía, Ukrenergo.
Un agujero en las cuentas
La reconstrucción del país será lenta y costosa (el Banco Mundial la cifra de momento en 600.000 millones, algo menos de mitad del PIB español). El problema ahora es encontrar la fórmula para seguir forzando la economía de un país en guerra y con la mayor parte de su fuerza laboral empuñando fusiles en el barro.
Según el Instituto por la Paz de Estados Unidos, Ucrania genera cada mes un déficit de 5.000 millones mensuales en los Presupuestos, sin incluir el gasto militar. Para final de año, las estimaciones indican que la deuda del país ascenderá del 50% al 95% del PIB.
“El Ejército está preparado para morir, pero la victoria depende de dos factores: que la población resista el invierno y que el suministro de armas no se detenga”, confiesa IvanDubei, teniente coronel del A1129 Regimiento Antiaéreo.
Temiendo un posible abandono, los ucranianos saben que, de no continuar los éxitos en la contraofensiva, la ayuda internacional menguará. Por eso empujan a un Ejército que aspira a continuar su progreso durante el invierno para hacer fracasar a Putin en su lucha de sentar a Zelenski a negociar.
Sentada entre paredes que fueron testigo de un ataque aéreo que a punto estuvo de terminar con la vida de su hija, Irina Maniukina lo resume así: “No somos militares, pero nuestra misión ahora es mantenernos firmes y trabajar duro. Somos el Ejército de la retaguardia”. Hace tiempo que Ucrania comprendió que su única opción es pelear hasta el final. En las trincheras, y lejos de ellas.
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