Destinos

Los pueblos de Cantabria están para devorarlos

Para los que tienen debilidad tanto por las cosas del paladar como por recorrer mundo, el premio entre los premios es descubrir rincones mágicos con paisajes o monumentos que merezcan mucho la pena y, en donde además, podamos encontrar productos autóctonos que sean auténticos manjares. Algo así como la meca del turismo-gourmet donde las dos partes de la ecuación tienen tanto peso que no sabríamos por cuál decantarnos. Cantabria es una de las comunidades donde no hay que hacer mucho esfuerzo para encontrar pueblos preciosos que, además, cuentan con productos con denominación de origen que ríete tú de la sección de delicatessen de los grandes almacenes. Estos son algunos de ellos.

Tresviso

Entre los pueblos más pequeños de Cantabria figura Tresviso, un lugar al que únicamente es posible llegar por la carretera que une el municipio con la localidad asturiana de Sotres, cruzando el Jitu de Escarandi y el Joyu el Teju, a 1.300 metros de altitud. Es precisamente esa circunstancia, el que quede aislado entre puertos de montaña, lo que da un aire tan auténtico a este pequeño pueblo desde donde hay unas vistas de escándalo en cualquier dirección. De hecho es famoso por ser punto de inicio de caminatas con buena fama. Por ejemplo, la de la ascensión al Cuetu la Cerralosa, a 1.552 metros de altitud. O la subida de seis kilómetros por la senda de La Peña, que separa Tresviso de Urdón y consiste en atravesar un sendero plagado de curvas pasando por el imponente balcón de Pilatos, un mirador natural del río Urdón.

Es uno de los pueblos donde se elabora con leche de vaca, oveja y cabra en distintas proporciones el queso picón Bejes-Tresviso, que madura en cuevas naturales de caliza ubicadas entre 500 y 2.000 metros de altitud. También conocido como picón de Tresviso, tiene denominación de origen protegida desde hace 20 años. Un imprescindible para los amantes de los quesos que tengan debilidad por el queso azul -dicen los entendidos que este es uno de los mejores del mundo-. Literalmente para chuparse los dedos.

Santoña

Es una de las villas marineras por excelencia, con una larga tradición a sus espaldas de actividades vinculadas al mar. Está situada en un lugar privilegiado que la ha convertido en localidad de visita obligada para los amantes del turismo: en el margen izquierdo de la desembocadura del río Asón, a los pies del imponente monte Buciero y junto al Parque Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel, se levanta Santoña, en la que hay que visitar al menos el monasterio medieval Santa María del Puerto, los tres fuertes -San Martín, San Carlos y el del Mazo-, y por supuesto, la playa de Berria.

Pero además, Santoña es conocida por su gastronomía y sobre todo por un producto donde aquí miman como el auténtico manjar que es: la anchoa en conserva. De hecho, fue en Santoña donde nació: cuentan que los filetes de anchoa en conserva fueron obra de un genovés, Giovanni Vella Scaliota, de profesión salador, que llegó a esta localidad hace más de un siglo enviado por la firma napolitana Angelo Parodi. Convencido de que había pocos productos que pudieran superar la calidad de la anchoa del Cantábrico, comenzó la fase de salazonado hasta conseguir madurarlo mediante un proceso manual a través del que se abría en dos filetes y se limpiaba la sal, para lo que al principio usó mantequilla y después aceite de oliva. Un pecado no probarlas si pasáis por aquí.

Selaya

Entre Vega de Pas, Villacarriedo y San Roque de Riomiera se encuentra Selaya, una de las poblaciones cántabras que merecen una visita sin prisa. Sus casonas, las casas populares y sus iglesias y ermitas, construidas entre los siglos XV y XIX, sirven de escenario perfecto a una ruta por la Cantabria interior con la que descubrir zonas menos concurridas y, sin embargo, con mucho atractivo. Una de sus originalidades está en que conserva un rollo heráldico del siglo XVIII que fue declarado Bien de Interés Cultural hace casi 35 años. Tampoco podéis marcharos sin visitar el santuario de Nuestra Señora de Valvanuz, del siglo XVII, que cuenta con una ermita en la que se guarda la patrona del valle de Carriedo, a la que los pasiegos tienen mucha devoción.

Además de todo lo dicho, Selaya es conocida por elaborar de forma magistral uno de los dulces cántabros por excelencia: los famosos sobaos pasiegos. Algunos los siguen fabricando en horno de leña, a la antigua usanza.

Ontaneda

En el margen izquierdo del río Pas encontraréis este pequeño pueblo que muchos han conocido montados sobre una bici. La razón es que cuenta con una ruta verde bautizada como ruta del ferrocarril de Ontaneda en el valle de Toranzo, un agradable paseo de 13 kilómetros que sigue el trazado de una línea ferroviaria abandonada que nace en el parque de Alceda. Entre las construcciones más emblemáticas de Ontaneda está la iglesia de San Juan Bautista, de estilo neogótico. También podéis daros un buen paseo por los alrededores, completamente verdes durante todo el año.

Pero por lo que el nombre de Ontaneda se ha hecho famoso es por las quesadas pasiegas, que elaboran desde hace más de un siglo en esta localidad con todo el mimo del mundo. Es uno de los postres más típicos del Valle del Pas.

Potes

Uno de los imprescindibles de la lista por varias razones de peso. La primera, que no decepciona a ningún turista. Conocida como la villa de los puentes, que es de donde viene su nombre, el pasado de esta localidad se adivina en sus grandes caserones, algunos de los que construyeron los emigrados que fueron a hacer las Américas y volvieron más desahogados de lo que se habían ido. Si no vais con prisa siempre es buena idea dar una vuelta por el centro del pueblo, que tiene categoría de conjunto histórico y en donde podéis ver la torre del Infantado, del siglo XV.

La segunda razón es que es una de las localidades de Cantabria donde mejor se come, y eso es mucho decir. Además del cocido lebaniego que encontraréis en la mayoría de los restaurantes y de los quesos de la zona, hay que probar sí o sí el orujo de Potes, uno de los secretos mejor guardados del valle que comenzó en los monasterios de la Alta Edad Media y ha llegado hasta nuestros días. De hecho, el segundo fin de semana de noviembre se celebra cada año la Fiesta del Orujo en la que se puede escuchar música tradicional, asistir a antiguos mercados tradicionales y, por supuesto, beber el licor de los dioses.

Vega de Liébana

Muy cerca de Potes se encuentra otro de esos pueblos como de cuento que también pertenece al valle de Liébana y en donde por momentos parece que el tiempo se ha detenido. De hecho, mantienen antiguas tradiciones como los bailes del Pericote o el Trepeletré. ¿Lo mejor? Perderse, literalmente, por sus alrededores, llenos de pequeñas aldeas en donde hay unas vistas de los Picos de Europa que son un auténtico espectáculo.

Para los que quieran ir a lo seguro, el mirador de Llesba, a 1.600 metros, es buena idea. Y por si fuera poco, aquí se come como en el paraíso. Además del cocido y de las setas de Toranzo, hay que llevarse miel de Liébana, denominación de origen protegida desde este mismo año y una auténtica delicia para los golosos.

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