En el entorno podemos encontrar expresiones corporales y hasta faciales. Las más son cicatrices de las dentelladas que un modelo devorador, devorador de todo cuanto tiene delante, propinó o propina. Estas últimas, las actuales, sangran y van acompañadas del alarido que da toda transparencia degollada. De vez en cuando, sin embargo, aquí y allá, lejos o cerca, el paisaje sonríe. Te percatas a la primera ojeada. Se trata de una sonrisa como esas que parten de la boca de los niños, es decir, fresca y limpia. Demuestra las ganas de vivir en una inocencia todavía plena. A menudo, por cierto, he respondido con este argumento a la pregunta de qué era el desarrollo sostenible: pasar de las mutilaciones a la alegría de lo completo, sano, feliz...
Hace poco, el cinco de junio, se nos propuso que celebráramos el día mundial del medio ambiente. Jornada, por cierto, cada año con menos presencia y respaldo oficiales. Casi arrinconada, pero solo en nuestro país, por la mayor parte de los grandes periódicos, radios y televisiones. Los manifiestamente insostenibles medios de comunicación, acaso por serlo, bien poco hacen por la sostenibilidad del planeta.
En suma, estamos apabullantemente dominados por la idea y la práctica de que lo esencial y más grande debe ser considerado y tratado como insignificante y menor. El pensamiento que acompaña a la cultura ecológica se acuerda mucho más de lo real y de lo posible. Considera, porque así lleva la vida haciéndolo desde hace casi 4.000 millones de años, que todo futuro brota de los pasados. No destruir éstos es la primera garantía de cualquier porvenir. Lo demuestran los ciclos esenciales para la continuidad de la vida. El agua, la fertilidad natural, se nutren de lo sucedido antes. Rejuvenecer es incorporar la vejez y hasta la muerte al nuevo empeño.
Conviene no olvidar por tanto estas procedencias. Pero no hay posible desarrollo duradero sin reconocer, al mismo tiempo, la pertenencia en el presente. Cuando un contenido pretende ser mayor que su continente, lo más amenazado pasa a ser el agresor. Cuando una parte se reconoce como tal comienza la posibilidad de los únicos paraísos posibles, de imprescindibles armonías. Una de las mejores llega cuando algunos no separamos nuestro crecimiento del que en paralelo debe producirse en los bosques, los huertos, la transparencia, la vivacidad... Entonces, insisto, el paisaje sonríe y sabemos que estamos siendo acrecentadores y no sólo devoradores.
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