Si estafas a millones de personas y te quedas con miles de millones eres listo. Si bombardeas un país hasta te pueden dar un Nobel de la Paz. Pero una guerra es siempre una ingente retahíla de asesinatos se pongan como se pongan sus promotores que a menudo pasan por honrados héroes. Recuerdo que algunos edificios éticos rechazan la violencia incluso en defensa propia.
Ahora que nos acercamos a una posible nueva contienda con participación del ejército más poderoso del planeta conviene volver a insistir en lo que muchos pueden calificar de lugar común pero que necesitamos que deje de serlo para convertirse en sencillamente en paz, que sería el verdadero logro de una civilización.
¿Se mancharán las manos con sangre Obama, Hollande, Cameron?
Todo esto me viene a la cabeza entre otros motivos porque hace unos minutos me he tenido que lavar las manos. No para abstenerme de ejercicio alguno de mis responsabilidades, sino porque las tenía doblemente manchadas. Con polvo de la tierra de mi huerta y con tinta. Es decir, por dos motivos relacionados con mi pasión de escribir. Con azadón en los surcos, con tinta en las páginas de los cuadernos. No rechazo el teclear, como puede deducirse fácilmente, pero mucho menos el desplegar la lenta caligrafía escanciada por una pluma.
Escribir a mano siempre me ha parecido muy superior a hacerlo con cualquier máquina. Es más, cabe afirmar que forma parte de las maneras de respetar lo mejor de nosotros mismos. Eso que llega cuando no ejecutas con prisas o sin esfuerzo la destilación de tus sentimientos o ideas. Por otro lado me parece que mancharse con tierra nos acerca a los mínimos de complicidad necesarios con la procedencia y el destino.
Hay que mancharse las manos pero no con la vida de congéneres sino con las materias primas de la vida y de la inteligencia, que no lo olvidemos bebe palabras, tanto más limpias y frescas si proceden de un laberíntico río de tinta.
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