La mayoría de la gente tiene abuelas que han trasmitido con rigor y orgullo un sabroso y suntuoso legado culinario, a través de recetas cristalizadas e inviolables en fondo y forma. Pero lo más sorprendente es que todo el mundo parece proceder de familias altamente acomodadas, que eran las que en otras épocas se podían permitir preparar ciertas recetas, y las defienden como si fuese la más valiosa de sus herencias.
Se nos ha subido tanto el papel de clase media a la cabeza, que hemos hecho un lavado de imagen a nuestros antepasados, a los que sólo arrimamos la palabra hambre cuando se trata de poner en valor el ingenio y la creatividad gastronómica que nos ha llevado a la grandeza de la que hoy hacemos-recurrentemente- gala.
De hecho frivolizamos sobre el hecho gastronómico del hambre, sin pararnos a pensar en la angustia que tiene que suponer conseguir alimentos, de escaso valor nutricional, para intentar preparar con ellos un comistrajo que sea medio comestible para poder alimentarse.
Nuestras abuelas vivieron momentos muy duros, pero tan solo una generación antes, la de nuestras bisabuelas, la situación era mucho peor. Eran las herederas de un mundo donde la supervivencia estaba a la orden del día. El régimen señorial había caído y las desamortizaciones habían liberado algo de suelo, pero por aquel entonces más del 60% de la población eran campesinos. En ese entorno rural, la mayoría de nuestros antepasados eran labradores, jornaleros o pastores, y a pesar de poder disponer de algún terreno propio con el que mejorar su subsistencia, los más afortunados, la gran mayoría trabajaban para otros.
Tiempos en los que, a pesar de ser un país fundamentalmente rural, la falta de desarrollo agrícola, las sequías e inundaciones y las plagas, hacen que las malas cosechas traigan tras de sí importantes hambrunas. Son tiempos en los que los potajes de legumbres configuran un mapa gastronómico por todo el territorio, pero también una época en la que se comienza a escuchar los nombres de terribles enfermedades neurológicas relacionadas con el consumo excesivo de legumbres. Cicerismo, cuando la intoxicación es por garbanzos crudos, latirismo cuando es por la ingesta de almortas o odoratismo cuando es por comer harina de guisantes.
De hecho, no existe el concepto de historia de la cocina española hasta que, muy a finales del siglo XIX, algunos ilustres de la época deciden recopilar información gastronómica de diferentes zonas, con un fin divulgativo para los viajeros foráneos. Anteriormente, las recetas que se pueden encontrar están vinculadas a la aristocracia y al clero, que eran quienes documentaban ese tipo de material, no sólo para que trascendiese, sino como manual para que otros preparasen las viandas. Ese sector social sí podía permitirse elaborar recetas al pie de la letra, pero nuestras bisabuelas… lo dudo mucho.
Las recetas que han trascendido están más vinculadas a eventos religiosos que a un tema puramente gastronómico. Todo lo relativo a la matanza tenía un gran sentido ritual, y las recetas que la rodean son muy estáticas, pero gran parte de la puesta en escena tenía como fin una exhibición de religión católica. Lo mismo podríamos decir de los platos de vigilia, impuestos por un modelo moral que no daba opciones, aunque los pobres no tuviesen mucho problema en no comer carne esos días, ya que no era un alimento muy habitual en su dieta.
Quizás el plato que mejor retrata el hambre de nuestros antepasados, y su poco interés por el rigor gastronómico, es la tortilla de patata. Dos de sus versiones nos dejan claras las penurias que pasaron nuestros tatarabuelos. Por un lado el híbrido entre tortilla y pan de patata que se dató en Extremadura en 1797, que no fue otra cosa que una maniobra de promoción de la patata que, realizaron los nobles terratenientes y la iglesia, y que a través de los sermones dominicales fueron adiestrando a los campesinos en el cultivo y consumo de la patata, que hasta hace poco había sido considerada comida para animales.
La segunda versión, más similar a lo que hoy conocemos como tortilla de patatas, aparece referenciada en un memorial de ratonera- una especie de buzón de sugerencias anónimas a la Cortes de Navarra, para exponer determinados conflictos o peticiones del año 1817-, donde, lejos de describirse la tortilla como una receta, se usa para describir la situación de desesperanza y desamparo que se vivía en aquella época en la zona media de Navarra. La tortilla de patata es una adaptación de las elaboraciones que se preparaban engañando la receta con pan o cualquier alimento consistente que permitía conseguir más ración.
Si por un momento nos pusiéramos en la situación real en el que vivieron nuestras bisabuelas, quizás nos diésemos cuenta lo ridículo que resulta decir que una determinada receta se ha hecho así de toda la vida. El otro día lo escuchaba mencionar a su bisabuela a un valenciano, para afirmar rotundamente que la receta de la paella valenciana es, ha sido y será, tal y como dicen los valencianos, pasando por alto todo un conjunto de hechos que nos dicen que no es posible que fuera así.
Que un campesino medio dispusiese de todos los ingredientes con los que elaborar una suculenta receta, era prácticamente imposible y la necesidad de alimentarse hace que no se le hagan ascos a nada, así que resulta obvio que hemos maquillado un poco la forma de comer de nuestros ancestros.
Antiguamente, antes del desarrollo rural, había motines por el pan, un alimento básico que traía de cabeza a la población por las recurrentes subidas de precio, producidas por sequías, plagas o simple codicia. En la etapa industrial había un notable interés informativo por el concepto económico de la bolsa de la compra, donde se detallaban, por su valor social, el precio del pan, leche, huevos, patatas y otros productos de primera necesidad. A día de hoy, en la era de internet, nos preocupa mucho más que los alimentos no tengan gluten, no se hayan manipulado genéticamente o que sean ecológicos. Algo que provocaría un profundo asombro entre nuestros abuelos y bisabuelos.
Vivimos en un mundo desvirtuado donde nuestro “pasar hambre”, es comprar en los supermercados de precios bajos que presumen de su filosofía premium y trasladan a la sociedad que cualquiera con una economía mediocre puede comer productos con la etiqueta gourmet. Me divierte pensar que si nuestras bisabuelas escuchasen lo que decimos sobre la gastronomía, la cocina de la abuela o las recetas tradicionales, nos darían un bofetón… pero con toda la palma abierta.
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