Aplicar el artículo 155 en TV3 sería equivalente a introducir a un bhikkhu en la Santa Sede con la esperanza de que sus moradores se conviertan al budismo. Así lo ha definido este lunes el periodista Ferrán Monegal en el programa Al Rojo Vivo, y no sin razón. La posibilidad de que los ‘hombres de negro’ de Moncloa consigan que la radio-televisión pública catalana “recupere la neutralidad” y su redacción se ponga de espaldas a los secesionistas es prácticamente quimérica, puesto que implicaría tomar el control de cada uno de los pasillos de un medio de comunicación que durante más de tres décadas ha sido moldeado por la antigua Convergència y por ERC.
La posible intervención de TV3 y de Catalunya Ràdio ha levantado una oleada de indignación que esconde amplias dosis de hipocresía. Los críticos acusan al Gobierno de tomar el control de un medio de comunicación, algo que –a su juicio- nunca está justificado en una democracia. Ciegos han estado o no han querido ver hasta ahora, pues las televisiones públicas se han movido siempre al ritmo que han marcado los mandatarios que las financiaban, que se han querido ver reflejados en sus cadenas como el protagonista de El rey desnudo. Gran parte, con total éxito.
El partido que hoy regenta la Moncloa fue el principal responsable de la Telemadrid de Esperanza Aguirre e Ignacio González, la Castilla-La Mancha Televisión de Cospedal –con Nacho Villa, fuera de control- o de la RTVE actual, en la que su presidente, que aparece en los Papeles de Bárcenas, se jacta en el Congreso de los Diputados de ser votante del PP. La principal fuerza de la oposición, el PSOE, convirtió Canal Sur en el cortijo de sus líderes andaluces desde el primer minuto de emisión, en 1989, y a la TVE del Felipismo en un aliado que guardó silencio durante años sobre sus pecados capitales. Hoy, lamentan la obscena manipulación de la realidad que realiza TV3 y no yerran, puesto que esta televisión ha alcanzado cotas de sumisión a la Generalitat nunca antes vistas en España. Sin embargo, cuesta escuchar sus críticas sin sentir cierta repulsión.
Se quejaba Rita Barberá de que mientras Eduardo Zaplana y Francisco Camps presidían la Comunidad Valenciana ella no aparecía en Canal 9. Sus cámaras no le sacaban ni guapa, ni fea. Ni conciliadora, ni al ataque. Simplemente, le ignoraban. Los gastos de este medio de comunicación corrían a cargo de la Generalitat y, por tanto, nada ni nadie debía ensombrecer a quienes la dirigían. Así ha ocurrido siempre. La mayoría de las veces, con la complicidad de los periodistas que llenaban sus redacciones.
Favores en TVE...
Algunos de los que durante estos días han emitido rimbombantes comunicados para denunciar la posible aplicación del artículo 155 en TV3, guardan varios cadáveres en el armario. Con sus presiones, han contribuido a que en varias de estas empresas públicas se convirtiera en habitual el método del ‘dedazo’. Con sus silencios –siempre bien medidos- han sido cómplices de quienes querían utilizar estos medios de comunicación para vapulear a sus enemigos y ganar votos.
No son ni una ni dos las fuentes de Televisión Española que han denunciado, durante años, las artimañas a las que recurren habitualmente determinados sindicatos, que mientras en sus ‘hojas informativas’ critican las malas prácticas de sus directores, en privado, en los despachos, les chantajean para que uno de los suyos obtenga mando en plaza o para que unos cuantos afiliados acudan a tal o cual cobertura deportiva y cobren las generosísimas dietas que ellos mismos pactan con la empresa.
Son varios miles de millones de euros los que el Estado ha gastado en las últimas décadas para mantener unas televisiones públicas que, en su inmensa mayoría, han servido de órganos de propaganda al servicio de reyes, reyezuelos, duques, condes, marqueses y barones. En 2016, por ejemplo, los canales autonómicos tuvieron un presupuesto de 1.021 millones de euros, mientras que RTVE, de alrededor de 974 millones.
A estas cantidades hay que sumar la que han recibido medios de comunicación híbridos como Radiotelevisión Castilla y León. A esta empresa, la Junta de Juan Vicente Herrera le concedió en 2016 un total de 18 millones de euros para ayudarle a “satisfacer el interés general”. El negocio lo llevan a medias entre José Luis Ulibarri y Antonio Miguel Méndez Pozo. Ambos, empresarios amigos del PP. El primero, imputado en Gürtel. El segundo, con el dudoso honor de haber sido el primer constructor encarcelado por corrupción política tras la Transición. Entre los dos poseen algunos de los periódicos más influyentes de Castilla y León. Desde luego, resulta complicado pensar que sus críticas hacia Herrera y los suyos van a ser excesivamente mordaces, ante el buen trato que les dispensa el Gobierno regional, vía Presupuestos.
Un potro desbocado
TV3 representa el peor ejemplo de este mal endémico. Es una cadena secuestrada por los ideólogos de la Cataluña de la hipérbole y el victimismo; y consentida por esa España autodestructiva en la que, desde hace un siglo, se interpreta a diario una función de teatro del esperpento en alguna de sus ciudades. Llueva, truene o haga sol. Con el mismo guión, grotesco. Max Estrella y el reo catalán en el calabozo, conversando a pocos minutos de su ejecución. El segundo, anarquista, en pleno delirio ideológico, propugnaba la destrucción de todo lo que oliera a dinero porque “no es suficiente la degollación de todos los ricos”, pues “siempre aparecerá un heredero y, aun cuando se suprima la herencia, no podrá evitarse que los despojados conspiren para recobrarla”.
Era un planteamiento maniqueo. El que llegó del frío y levantó en armas a los trabajadores de las fábricas barcelonesas de la época para derribar al patrón. El que optó por el pistolerismo y el chantaje. Eran años de crisis, como estos (salvando las distancias), y los oportunistas lo aprovecharon. Unos, pidieron “la destrucción de la riqueza”. A pocos metros, en la misma ciudad –próspera Barcelona- otros se agruparon en la Lliga Regionalista y exigieron autonomía para Cataluña. Preocupante paralelismo con estos tiempos, en los que los destructores de la convivencia se han parapetado en el Parlamento y han amenazado a España con declarar la independencia. Son los dueños de TV3. Los que difunden, día a día, disparatadas monsergas que hablan de opresión y de buenos y malos.
El Gobierno podrá desalojar de sus despachos a los delfines de CiU y no volver a invitar a sus mesas de debate a Empar Moliner –la quemadora de la Constitución-, a Pilar Rahola y al resto de los periodistas y tertulianos que se han especializado en transmitir el odio a España. Pero resulta difícil pensar que va a conseguir la metamorfosis de TV3. Tampoco lo lograría en la gran mayoría de televisiones autonómicas (demos un voto de confianza a ‘la nueva’ Telemadrid). Son aparatos de propaganda que han sido construidos y consentidos por los principales partidos. Entre ellos, el de Moncloa.
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