A Carles Puigdemont le ha salido este miércoles la vena de pacificador. El líder político que durante el último mes ha caminado al margen del orden constitucional y ha situado a Cataluña en la puerta de salida, ha hecho un falso llamamiento a la concordia. A estas alturas, no cabe duda de que estar al frente del procés requiere una personalidad poliédrica, pues obliga a interpretar un personaje diferente cada día. A veces conciliador, a veces agresivo, a veces de alma torturada y a veces imprevisible. En esta ocasión, tocaba ponerse el disfraz de estadista para apelar al entendimiento y para transmitir a los ciudadanos que su Govern sólo busca la paz y la palabra. Eso sí, ha dejado claro que, pase lo que pase, los catalanes han tomado la decisión de marcharse y así será. Es decir, pretende hablar, pero sin moverse de su posición.
Mientras el líder del procés pide a Rajoy que haga un esfuerzo para transmitir a a los españoles que sus reivindicaciones son nobles y legítimas, su potente aparato mediático lanza constantemente soflamas contra España, contra el estado opresor, el que impide que Cataluña cumpla su sueño y vuele libre. El que le separa de su tierra prometida.
Así ha ocurrido hace unas horas en la televisión pública catalana, cuyo canal infantil ha emitido un reportaje en el que se explicaba a los jóvenes espectadores lo que ocurrió el pasado 1 de octubre de una forma obscena. El programa resaltaba la acción de los valientes catalanes que escondieron las urnas en sus casas para evitar que fueran requisadas, definía como una hazaña el hecho de que el president engañara a la policía para poder acudir al colegio electoral y criticaba duramente a “la policía española”, que utilizó “mucha violencia” contra “las personas que intentaban impedir” su entrada en los colegios. El documento no contenía ninguna referencia que permitiera dilucidar quién de las dos partes se había saltado la ley.
Puigdemont ha construido su discurso de este miércoles sobre los mismos mimbres. Considera que los resultados del sucedáneo de referéndum celebrado el pasado domingo le han convertido, de facto, en el presidente de una nueva república –así se lo ha asegurado al periódico alemán Bild- y no duda en emprenderla contra quien cuestione esa legitimidad, sea el Rey o el presidente del Gobierno. Su predisposición al diálogo no es tal y sus palabras, sobra decirlo, son puro artificio. Las propias de un lobo con piel de cordero.
Ocho minutos en catalán y castellano
La puesta en escena que han realizado sus asesores ha estado medida al milímetro. La locución –que ha durado 7 minutos y 59 segundos- se ha grabado en el Palacio de Sant Jaume, con el presidente de pie, de traje y corbata negros. A su derecha se encontraba ‘senyera’. A su izquierda, un cuadro de Sant Jordi (¡con la Iglesia hemos topado!’) y una puerta abierta. La intención de la Generalitat es cruzarla, pase lo que pase y digan lo que digan.
El presidente de la Generalitat ha pronunciado la mayoría del discurso en catalán, pero también se ha dirigido en castellano a esa España a la que tantas veces ha acusado de no quererle entender. “Somos un solo pueblo, que ama las lenguas que habla, que no tiene ningún problema con las identidades, las nacionalidades, las culturas; que quiere continuar contribuyendo al desarrollo del Estado español y que jamás va a prescindir de la enorme riqueza que otorga la pluralidad”.
Son las palabras del líder del procés. Del mismo movimiento político del que participa Carme Forcadell, la que aseguró que los votantes del Partido Popular y de Ciudadanos no son verdaderos catalanes. El mismo en el que ocupa una posición destacada Joan Tardá (ERC), quien, dirigiéndose a un grupo de estudiantes, afirmó que quien no se pusiera detrás de la bandera independentista podría ser considerado como un traidor.
Es el catalanismo de nuestros tiempos, el de “adopta a un extremeño”, el de ‘España ens roba’, el de la Constitución española ardiendo en TV3 en el mismo plató en el que se definió a Albert Rivera como “neofalangista” por no bailar el agua a los soberanistas. El que tiró varias piedras contra el Estado los pasados 6 y 7 de septiembre al aprobar las leyes de Referéndum y Transitoriedad y ahora esconde la mano, adoptando una premeditada actitud amable y pacificadora.
El presidente de la Generalitat ha pronunciado la mayoría del discurso en catalán, pero también se ha dirigido en castellano a esa España a la que tantas veces ha acusado de no quererle entender.
No se ha cumplido ni un mes desde que el Parlament se saltara sin excesivos miramientos el pacto al que llegaron los ciudadanos españoles en 1978 y Puigdemont ha aparecido en televisión para lanzar un mensaje de concordia y al entendimiento. Ciertamente, ambas cosas deberían ser el fin último de quien se dedica al oficio de hacer política. El problema es que su gobierno se mueve desde hace 28 días al margen de la ley, en el extramuros del Estado de Derecho.
Se puede poner el disfraz de pacificador, pero no deja de ser ese forajido incorregible de Western clásico que, en su camino a ninguna parte, incumple las normas y dinamita la convivencia.
Los niños que hayan sintonizado estos días el informativo infantil de TV3 (Info-K) le pudieron ver convertido en un héroe, depositando su voto en una urna clandestina tras burlar a la policía, con mueca de satisfacción. A la norcoreana. Los españoles le han podido observar este miércoles pidiendo entendimiento. Pero, hoy por hoy, es la cabeza visible del proceso soberanista. El que ha agrandado –ante la inacción del Gobierno- enormemente la brecha existente entre Cataluña y el resto de España. Entre los pueblos hermanos sobre los que quiere levantar una frontera. Curiosa la forma de entender las relaciones familiares de este president.
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