Elizabeth Duval se encuentra a muchos kilómetros de la ortodoxia. Analiza la realidad con un criterio condimentado con decenas de lecturas y con el atrevimiento que le otorga una juventud insultante. A sus 20 años, se mueve con soltura entre conceptos filosóficos, políticos y sociales; y atraviesa con frecuencia la frontera entre la corrección y la incorrección sin alterar su tono de voz.
Esta intelectual transgénero concede esta entrevista a Vozpópuli y se pronuncia sobre la situación de los jóvenes y de las clases populares en Occidente, sobre la situación geopolítica y sobre temas especialmente peliagudos, como la 'ley trans'.
Pregunta: Usted ha reflexionado sobre el 15-M y sobre sus diferencias con otros movimientos de 'perdedores' como el de los 'chalecos amarillos'...
Respuesta: Sí; y una diferencia está en el papel que jugaron las redes sociales en ambos. Ernesto Castro, en su último ensayo, afirma que en el 15-M no había mucha gente con acceso a un smartphone, lo que no ocurrió con los 'chalecos amarillos'. En cualquier caso, hay algo que distingue especialmente a estos movimientos; y es que el 15-M estuvo compuesto por jóvenes, urbanitas, de clase media y estudios superiores, que se encontraron con una 'gran recesión' que les impidió acceder a las vías hacia donde les dirigía ese tipo de vida. No eran damnificados por la globalización o por la desindustrialización.
P: Y los chalecos amarillos...
R: Ellos se organizan en buena parte por las redes sociales, de forma espontánea. Son las generaciones anteriores a la del 15-M y pertenecen a la Francia más periférica, que está en contacto directo con las zonas más desindustrializadas. Hubo mucha gente de los alrededores de París, de lugares empobrecidos. Ojo, tampoco hay que olvidar que ese movimiento surgió como consecuencia de una subida impositiva a los carburantes. Entonces, se planteó el debate: ¿quién va a pagar la agenda ecológica para 2030? ¿Los pobres?
P: El contexto es el de un mundo globalizado en el que parece que, en Occidente, entre otras zonas, ha aumentado el número de 'perdedores'. O damnificados por la evolución económica y geopolítica...
R: También hay que enmarcar los 'chalecos amarillos', por ejemplo, en una ola de movilizaciones que sucedieron en Francia; y que el Gobierno de Macron encaró con bastante inteligencia política. Anunció una serie de reformas escalonadas que lo que hizo fue segmentar las protestas. Quienes se manifestaban en contra de la liberalización del transporte público no pudieron unirse a quienes lamentaban la reforma de la enseñanza superior. Compartimentó la indignación y debilitó las luchas sindicales. Eso reforzó a su Gobierno.
P: Pero movimientos como el 15-M, ¿son más ruidosos que efectivos?
R: Sí, generan mucha más esperanza que luego respuestas. Mira, recuerdo lo que ocurrió con los 'chalecos amarillos'. Había mucha gente que se pensaba que ese movimiento iba a poner en jaque al Gobierno y generar una revolución. Pero es que fue la típica movilización en la que los manifestantes no compartían un proyecto político bien definido. Siempre que ocurre eso, se llega más bien a poco.
P: Parece la tónica de las manifestaciones de los indignados...
R: Claro, ocurrió igual con algunas de las últimas manifestaciones en Cataluña o con las relacionadas con Pablo Hásel. Son expresiones de indignación que no contienen la semilla de otra cosa, de una alternativa seria a aquello que está vigente. Eso hace que nazcan prácticamente muertas.
Casi siempre, quien se convierte en portavoz de una causa no es el que peor lo pasa por el problema que denuncia. Entre otras cosas, porque las mayores víctimas no suelen tener acceso a los micrófonos.
P: Recuerdo que hace unas semanas entrevisté a Leo Bassi y dijo una frase que me llamó la atención, y es que la izquierda se ha alejado de las tabernas, que es donde se manifiestan las preocupaciones y frustraciones de lo que los marxistas llaman 'clase trabajadora'. ¿Tiene usted también esa sensación?
R: No sé cuánto de eso es nuevo. Uno de los análisis más interesantes es el que realiza Thomas Piketty en su último libro, en el que explica que a nivel europeo o estadounidense, en comparación con hace unos años, el voto hacia la izquierda, más que provenir de las clases populares y trabajadoras, viene de una población con estudios y rentas más altas. Los parias de la tierra ya no votan tanto a la izquierda. La pregunta es: ¿mejorarían los resultados de la izquierda si volviera a preocuparse de lo que ocurre en las tabernas? Creo que no sería tan sencillo. Entre otras cosas, porque no podemos presuponer que la clase trabajadora vaya a votar a la izquierda por el mero hecho de tener esas condiciones de vida. Quizás influya más en el voto de un individuo el sentirse poco español o el sentirse amenazado por el feminismo porque considera que pone en jaque sus valores.
P: ¿Fracasó por eso la izquierda en Madrid?
R: En ese caso, Díaz Ayuso mostró a los trabajadores un horizonte que incluía la reapertura de los comercios. Y habrá quien volvió al trabajo en condiciones de mucha precariedad, pero fue una propuesta que agradó a ese electorado, como se demuestra con los resultados de la mano.
P: Han sucedido dos cosas en los últimos meses: primero, que Joe Biden anunció el fin de 40 años de hegemonía liberal. Por otro, que el G-7 ha alcanzado un importante acuerdo para que las multinacionales tecnológicas paguen impuestos allí donde obtienen sus ingresos. ¿Están los países occidentales tratando de reforzar el papel de los Estados ante la amenaza de grandes potencias con sistemas dictatoriales y democracias poco representativas?
R: Evidentemente, no se trata de que Joe Biden, que era un moderado, de repente se haya levantado enamorado del proteccionismo o del programa económico de Podemos. La clave es que hay un cambio de ciclo a nivel global en el que Occidente necesita competir con lo que se está haciendo desde China. Para eso, hay que hacer varias cosas, entre ellas, lanzar un programa económico neo-keynesiano y enarbolar un discurso más proteccionista. Recuerda las palabras de Biden sobre la necesidad de reivindicar los productos estadounidenses y la industria nacional. Esto es una reacción que viene desde arriba, desde las élites económicas, que están interesadas en este cambio. Y es muy interesante y puede poner freno a una ideología suicida, como es la neoliberal.
P: ¿No hemos sabido ver que las big tech han emprendido una especie de proceso de colonización, en el que extraen riqueza de terceros países, pero no a cambio de garantizar su prosperidad?
R: Es un tema clave, pero ahí se debe tomar la panorámica completa, pues dentro de la Unión Europea han existido tensiones a este respecto porque gobiernos como el de Países Bajos consideraban que se beneficiaban del actual sistema impositivo. Pero es evidente que para que un Estado funcione bien, debe garantizar que las empresas que operan en su territorio no empleen fórmulas similares -aunque no iguales- que las que utilizarían en paraísos fiscales. ¿Cuál es la salida a todo esto? Acordar medidas de justicia fiscal a nivel internacional.
P: Ana Iris Simón logró que se debatiera sobre una afirmación incómoda para cualquier sociedad, y es que los jóvenes vayan a vivir peor que las generaciones anteriores. Una pregunta muy clara: ¿comparte ese mensaje o cree que está impregnado de cierto victimismo?
R: No comparto todos postulados. El primero, el posicionamiento de Ana Iris Simón como anti-liberal en lo económico y en lo cultural. Entre otras cosas, porque el liberalismo va ligado a la separación de poderes y a determinados derechos civiles. Por otra parte, Ana Iris Simón nació en los años 90 y, en esa época, las consecuencias de la reconversión industrial ya se habían vivido y la situación de los padres ya no era tan buena. Pero claro, es cierto que en un contexto así es más difícil establecerse, huir de la precariedad y aspirar a formar una familia. La queja es legítima, pero no estoy segura de que todos los fundamentos sean ciertos o tengan componentes de verdad.
Personas como Lidia Falcón, en lugar de acercar posturas con la 'ley trans', ha llegado a hablar de una conspiración mutante financiada por Soros. Han dado a entender que el comunismo no puede entrar por el culo. Esas afirmaciones embarran el terreno y hacen imposible el diálogo.
P: Pero, reitero: ¿hay cierto victimismo en esas afirmaciones? Es decir, ¿nos hemos acostumbrado a que para que ciertos mensajes tengan alcance hay que 'tostarlos' con victimismo?
R: Bueno, pero hay victimismo en esas afirmaciones como también lo hay en casi cualquier reclamación. Ana Iris Simón planteó esa cuestión, pero, al mismo tiempo, lo hizo desde el potente altavoz de Moncloa; y lo hace pudiendo formar una familia, lo cual no está precisamente al alcance de todo el mundo. No olvides una cosa: casi siempre, quien se convierte en portavoz de una causa no es el que peor lo pasa por el problema que denuncia. Entre otras cosas, porque las mayores víctimas no suelen tener acceso a los micrófonos.
P: Cambiando de tema, usted participó hace un tiempo en el programa de televisión 'First dates'. Al poco, le preguntaron en una entrevista si elegía Mediaset o Hegel. Se tiende a mirar con desprecio a los gustos mayoritarios; los relacionados con la cultura popular...
R: El fenómeno está claro: en la cultura hay diferentes estratos y, en parte, estos se fundamentan en cuestiones de clase. Pero también hay algo llamativo; y es que desde las clases más altas se han apropiado de hábitos, vestimentas y maneras de comportarse de las clases desfavorecidas o con mayor capital cultural. Es lo que sucedió con el trap, que en principio estaba ligado al barrio bajo, el trapicheo y el 'lumpen', pero que se convirtió en algo cool.
P: Pero hay cosas curiosas. Recuerdo cuando se popularizó la cumbia villera en Argentina, después de la crisis de 2001. Entonces, se consideró como un movimiento marginal, sin interés cultural, pero, a dos décadas vista, lees las letras de las canciones y te das cuenta de que reflejaban la realidad de los barrios de una sociedad que se empobreció de repente...
R: Esto no sólo hay que analizarlo desde un punto de vista elitista. Porque, por ejemplo, en España estamos sometidos a la primacía de un imperio cultural, que es el de Estados Unidos y, en menor medida, el de otras potencias culturales europeas, como Francia. Eso hace que lo que en Norteamérica está ligado a las clases populares a nosotros nos pueda parecer bien, pero, a la vez, lo que aquí está asociado a las clases más bajas nos resulte como 'menor'. Es infravalorar una parte del folclore autóctono para ensalzar algo que, en realidad, tiene un valor similar. O menor. Es un complejo que hay que quitarse de encima.
P: Hablemos de la 'ley trans' y de las discrepancias dentro del movimiento feminista. ¿El ruido en este asunto ha alejado de los debates importantes a la sociedad?
R: Ese ruido ha sido buscado e intencionado. No se han producido debates serios y no se ha construido la atmósfera para que haya intercambios interesantes. Personas como Lidia Falcón, en lugar de acercar posturas, han llegado a hablar de una conspiración mutante financiada por Soros. Han dado a entender que el comunismo no puede entrar por el culo. Esas afirmaciones embarran el terreno y hacen imposible el diálogo. Han tratado a sus interlocutores de enajenados mentales. Pero bueno, este fenómeno se da en muchos otros temas. El término 'polarización' está muy trillado, pero es cierto que estamos en un repliegue en bloques donde incluso la crítica a tus pares se interpreta como un ataque. No hay tiempo para matices ni para la reflexión. Todo está demasiado condicionado por esta situación.
P: En su ensayo Después de lo trans critica la serie Veneno. ¿Cree que crear iconos de este tipo a través de estos productos es eficiente?
R: Esto sigue funcionando, pero de forma relativa, pues el consumo de productos culturales en la actualidad es muy rápido, casi de 'comida basura'. Los temas que están en primera plana se olvidan rápidamente y no queda nada, de ahí que cualquier intento de generar iconos o modelos tenga una eficacia relativa. Ahora bien, esta estrategia puede haber funcionado en casos como el relativo al documental de Rocío Carrasco porque, más allá de lo que el reportaje diga, si ha contribuido a que mujeres maltratadas que se sientan identificadas llamen más al 016 y denuncien su situación, será positivo. Pero bueno, centrándonos en el caso de Veneno, yo creo que el éxito de este tipo de tácticas no se mide en que triunfe un solo producto, sino en que se genere una tendencia y esos iconos se reproduzcan en más obras.
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