A Graciano Palomo le llevaron el viernes a la televisión para hablar de la muerte de esa trabajadora de Iveco que, desesperada tras la difusión de un vídeo sexual que protagoniza, se suicidó hace unos días. El periodista compartió mesa de tertulia con Lucía Etxebarria, la intrépida escritora que lo mismo vuelca bilis como columnista que se presta para concursar en las aventuras de supervivencia de Telecinco. Hubo un momento en el que Palomo aseguró -con precisión cartesiana- que existe una máquina que cuesta un millón de dólares y que puede borrar cualquier rastro de una persona de internet, por lo que está haciendo furor entre los famosos. Sorprendida, Etxebarria contestó: "Si eso fuera así, Melania Trump habría eliminado todo el contenido sobre ella".
Este sublime diálogo televisivo es el enésimo que ha versado sobre el fallecimiento de Verónica Rubio, convertida en la última pieza de carnaza del muladar mediático. Se me ocurren pocos casos tan complejos de analizar como el de este fallecimiento, dado que contiene varios episodios de irracionalidad, tanto por su parte, como por la de su entorno. Ella bajó la guardia cuando perdió el control sobre ese vídeo. Quien lo difundió en primer lugar es evidente que no quería ningún bien para su protagonista. Quienes lo enviaron en cadena se dejaron llevar por una combinación de estupidez, falta de empatía, inconsciencia y morbo malsano. Y parece claro que el suicidio no fue la vía de escape más adecuada para una crisis que, tarde o temprano, es previsible que hubiese remitido. Porque rara vez los deslices suelen convertirse en enfermedad crónica si son simplemente eso: errores aislados.
El caso es que la víctima tuvo la mala suerte de suicidarse en la semana posterior a las elecciones, cuando el caudal informativo baja y la audiencia de los programas de actualidad suele resentirse. Por eso, su muerte ha elevada a la categoría de acontecimiento informativo y bautizada como "la tragedia del vídeo sexual", como rotulaba una televisión esta mañana. Por su plató han pasado varios supuestos expertos en criminología, tecnología y relaciones laborales y sexuales. Los que hace unas semanas eran politólogos y, anteriormente, capadores.
Una sociedad atacada
Si la salud mental de una sociedad se mide en su capacidad para discernir las escalas de grises a la hora de analizar los problemas, se puede decir que España sufre de una alteración nerviosa que ha nublado su raciocinio. Se observa con claridad en este tipo de sucesos, en los que los extremistas, los oportunistas y los que arrastran algún trauma suelen aprovechar para verter su habitual ración de odio.
Así lo han hecho estos días algunas conocidas feministas, quienes han aprovechado para "culpar a todos los hombres" del suicidio de Verónica. La vertiente más radical y caduca de este movimiento social no ceja en su empeño de hincar lo más profundo posible sus pilotes de resentimiento sobre el terreno, arrastrando a las voluntades más leves e imprimiendo una dosis extra de resentimiento en la ciudadanía.
Es posible que el precio social que debe pagar una mujer por un hecho de estas características, que afecta al bajo vientre, sea mayor que el de un hombre en su situación. Máxime si ella tiene relevancia pública. Sin embargo, ni el común de los varones tiene culpa en este asunto (enorme tontería), ni siquiera existe la certeza de todos los hechos que han motivado el suicidio. Por tanto, esa ración de odio es imprudente. O inmoral, pues busca un beneficio a costa de una desgracia.
Si la salud mental de una sociedad se mide en su capacidad para discernir las escalas de grises a la hora de analizar los problemas, se puede decir que España sufre de una alteración nerviosa que ha nublado su raciocinio.
Está claro que la tecnología ha dificultado la siempre necesaria tarea de lavar los trapos sucios en casa. También ha permitido situar en el centro del debate a los excéntricos y a los tontos de capirote, cuyas hazañas se difundían hasta hace no mucho en forma de 'leyendas urbanas'. Hay unos cuantos quinceañeros que ahora se dedican a hacerse 'el mata-león' y grabarse los unos a los otros mientras convulsionan, entre risas y gritos de complacencia. Hace unos meses, se puso de moda arrancar el coche, pulsar el acelerador, abrir la puerta y hacer un baile lateral mientras la máquina se movía. Poco antes, se convocaban concursos que consistían en meterse una cucharada de canela en la boca y aguantar lo máximo posible sin ahogarse. Las fronteras físicas de la estupidez de algunos humanos se han disipado con estas nuevas formas de comunicación.
El problema es que, a veces, de determinadas conductas se derivan situaciones de terror y eso puede generar fuertes pesadillas. Asusta pensar en la cantidad de personas que se despiertan por la mañana con inquietud, ante la posibilidad de que se haya difundido aquel vídeo incómodo del que hace tiempo perdieron el control, como Verónica Rubio. Lo peor es que no hace falta ser un inconsciente para verse metido en una situación de ese tipo. A veces, solo es necesario un mero desliz. Una salida de tono. Bajar la guardia. Nunca antes la potencia de fuego de quienes esconden malas intenciones fue mayor.
No hace falta ser un inconsciente para verse metido en una situación de ese tipo. A veces, sólo es necesario un mero desliz. Una salida de tono. Bajar la guardia.
Una buena parte de los medios -indignos- aprovechan fango que generan las nuevas tecnologías para llenar sus páginas y sus horas de parrilla de programación. De hecho, el caso de la trabajadora de Iveco ha traspasado las fronteras nacionales; y tabloides como el The Sun inglés se han hecho eco de sus pormenores con su inigualable capacidad para generar excrementos. Las redes sociales también aprovechan estos casos para realizar linchamientos y juicios sumarísimos.
Nadie está libre de la justicia y los ajusticiamientos tecnológicos; y la prensa, en lugar de alejarse de los matarifes, los espolea. Patético.
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