Los independentistas consideraron hace unos cuantos años que sería una buena idea para proteger 'lo suyo' -entiéndase el concepto en toda su amplitud- el obligar a los licenciatarios de radio de Cataluña a emitir el 25% de sus contenidos musicales en catalán. Basta descolgar el teléfono y hablar con uno para cerciorarse del efecto de la normativa: “Nos cuesta Dios y ayuda cumplir con el porcentaje porque no hay suficiente oferta”. Apliquemos el colmillo: Lluís Llach está hasta en la sopa.
La normativa es tan 'singular' que obliga a los prestadores de servicios de comunicación audiovisual de pueblos de hasta 10.000 habitantes a enviar ”una declaración anual al alcalde sobre el cumplimiento de los porcentajes de programación en lengua y música en catalán y en aranés”. Eso, sin perjuicio de que los 'inspectores' del Consejo Audiovisual de Cataluña (CAC) pidan información para comprobar si se cumple la ley o si se debe multar a la emisora en cuestión.
El argumento que utilizan quienes defienden cualquier tipo de 'proteccionismo cultural' siempre es el mismo: que si la ley no establece cuotas o prebendas, 'lo nuestro' podría ser arrasado. Desde luego, tiene todo el sentido que la Administración se esfuerce en la conservación del patrimonio artístico. Ahora bien, cuando este criterio se aplica para saciar el apetito de alguna ideología y condiciona la actividad de una industria al alza, sus resultados son calamitosos, pues espanta a los inversores.
Es decir, resta competitividad al país y acerca un poco más a los ciudadanos hacia esa consecuencia tan habitual del 'socialismo ilustrado': la de tener que alimentarse de proselitismo por falta de oportunidades para hacerlo con las rentas de un trabajo, que no existe; o es escaso o lo genera un Estado paquidérmico.
Netflix y el catalán
En los últimos años se ha producido un enorme despegue de las plataformas de contenidos bajo demanda. El incremento de la velocidad de las conexiones a internet y la capacidad para vender cualquier producto audiovisual en muchos países a la vez ha impulsado un negocio que mezcla nuevos actores en el sector -como Netflix, que ya vale 291.000 millones- con otras grandes compañías del sector, como HBO, Discovery o Disney.
Se puede y se debe ser crítico con el entretenimiento que ofrecen, pues en muchos casos apesta a ideología y sus producciones propias son al arte lo mismo que las gachas al sabor. Digamos que Netflix genera más expertos en la forma de actuar de los serial killers -qué manía con los programas de crímenes- que espectadores ilustrados.
Pero hay una evidencia, y es que estas plataformas realizan una parte de sus series y películas en España; y eso ha generado una especie de edad de oro en el sector audiovisual. Tal es así que hay rodajes que comienzan con retraso porque todos los técnicos disponibles en el mercado en materias como la iluminación están ocupados. Es decir, estas plataformas generan empleo, algo que no hace la ideología.
Pedro Sánchez había anunciado unos meses atrás la intención del Gobierno de convertir a España en uno de los grandes centros de producción mundiales y la idea era buena. En un momento en el que esta industria está al alza, tiene sentido apostar porque este país se convierta en uno de sus referentes. El problema es el de siempre: que el líder del Ejecutivo 'Frankenstein' necesita atender a muchas sensibilidades para mantenerse en su puesto, lo cual parece su máxima aspiración en la vida. Por tanto, entre el bien de un sector que genera miles de empleos y el suyo, ha optado por lo de siempre. Así funciona desde 2018 la política de este país: que se caiga el mundo que a mí me da igual si sigo en Moncloa.
¿Qué implicará esta nueva 'condición legal'? Que España será el único país de la Unión Europea que en la transposición de la Directiva de Servicios de Comunicación Audiovisual incluya un apartado por el cual se obligará a 'los Netflix' a dedicar un 6% de su catálogo a las lenguas cooficiales.
El borrador de la normativa, en su artículo 114, explica que “los prestadores del servicio de comunicación audiovisual televisivo a petición reservarán a obras europeas el treinta por ciento del catálogo”. También incide en que la mitad de este porcentaje deberá destinarse a “obras en la lengua oficial del Estado o en alguna de las lenguas oficiales de las comunidades autónomas”. ERC había pedido al Ejecutivo que la mitad de ese 50% estuviera destinado al catalán, el vasco y el gallego, lo que equivaldría al 6% del total del catálogo.
Fuentes oficiales de Netflix niegan que esta normativa vaya a afectar a su plan de inversiones en España, aunque no descartan recurrir en Bruselas la enésima concesión de un gobierno español a los nacionalistas. Pero claro, la pregunta es la de siempre: si un país establece condiciones que complican la vida a las empresas, ¿qué necesidad hay de enfrentarse a burocracia, caciques y demás interesados si las películas se pueden producir en otro lugar que establezca menos barreras?
La respuesta es evidente, pero el problema es que hay quien vive muy bien gracias a estas cosas, como el propio portavoz de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián, a quien cuesta imaginar haciendo números o negociando la entrada de inversores en España. Ni siquiera, seguramente, sepa lo difícil que es atraer capitales o ganar dinero a partir de su propio esfuerzo.
Porque no es todo ideología en su discurso. También es pasta. La suya. La de los demás, en realidad, le trae sin cuidado. ¿Por qué, entonces, iba a apoyar medidas económicas que conducen al país por la senda que siguieron aquellos que se convirtieron en repúblicas bananeras?
Y lo más inquietante: ¿cuántos negocios se han 'reventado' en los últimos 40 años por culpa del proselitismo ideológico y demás paparruchas soberanistas?