Un buen día, al llegar a su despacho, la jefa de la sección de Economía de Torrespaña encontró sobre su mesa una soga de ahorcado. La periodista -a la que se considera afín al PP- acababa de recibir un ascenso y parece que alguien quiso expresar su malestar al respecto a través de una técnica siciliana. Nunca se supo quién fue el autor de tal fechoría contra Cecilia Gómez Salcedo. O, al menos, nadie dijo nada. Imperó la ley del silencio.
Un antiguo directivo de RTVE, curtido en mil batallas, reflexionaba recientemente sobre las presiones que reciben los periodistas de esa casa por parte de los partidos y sindicatos, y denunciaba la "indefensión" que sienten ante ellas: “Si les das dos, piden tres. Si les das tres, piden cien. Y cuando les dices que no les puedes dar más, te cortan la cabeza. Su apetito es insaciable. Siempre quieren más”. Cualquiera que haya ocupado un puesto ejecutivo en la radio-televisión pública sería merecedor de un doctorado en coacciones, 'dedazos', escraches y acusaciones de esquirol. Pocos lugares están tan politizados como las redacciones de las televisiones públicas y en pocos medios influye tanto la filiación a un partido para medrar o ser degradado. O para ser querido u odiado.
La APM no denunció el episodio de la soga del ahorcado, ni publica un comunicado cada vez que los editores del telediario retiran del guión una noticia porque afecta a un cargo del Gobierno. Tampoco lo hizo cuando un sindicato de RTVE caricaturizó como a Adolf Hitler a su presidente, ni cuando Florentino Pérez acusó a un periodista crítico, en público, de escribir “novelas”. Ni cuando, con pocos meses de diferencia, fueron fulminados Javier Moreno (El País), Pedro J. Ramírez (El Mundo) y José Antich (La Vanguardia), ante las sospechas de que el Gobierno de Mariano Rajoy era más intervencionista para con los medios de lo que muchos pregonaban.
La Asociación de la Prensa de Madrid no se pronuncia sobre el 99% de las coacciones porque los reporteros las reciben de forma habitual. Casi diaria, por lo que no conviene tener la piel muy fina ante ellas. Ahora bien, esto no es óbice para reconocer que las agrupaciones de periodistas han sido totalmente ineficaces en España a la hora de defender los intereses de sus profesionales. De hecho, la propia APM admite su mala salud en el último informe anual sobre la situación del oficio. Patrocinado por El Corte Inglés, por cierto.
En este documento, se puede observar una encuesta en la que sus socios valoran con un aprobado raspado (5,5) la labor de las organizaciones profesionales a la hora de prestar amparo a los periodistas, con un 5 la defensa jurídica de sus socios, con un 5 sus actividades de formación, con un 4,7 sus servicios asistenciales o con un 4,1 la efectividad de su bolsa de trabajo.
A la pregunta, ¿cree usted que la seguridad de los periodistas y su defensa legal ante eventuales denuncias pueden estar en peligro si, como todo apunta, aumenta el número de autónomos en los medios?, la respuesta de los socios es “sí” en un 89,4% y no en un 9,7.
El comunicado que emitió el pasado lunes volvió a poner en evidencia la poca capacidad de estas asociaciones para amalgamar posturas -si es que esto fuera posible- para confrontar a los males que afectan a los periodistas. Tanto los endógenos como los exógenos. La propia difusión de este documento crítico con Podemos provocó división en el seno de la APM, principalmente, porque una parte de su Junta Directiva ni siquiera se enteró de la intención de Victoria Prego y sus adláteres de publicar este texto, dado que sus miembros fueron avisados tan solo unas horas antes -el domingo por la noche- por correo electrónico.
Entre los críticos, también llamó la atención el hecho de que no se consultara la opinión de Podemos antes de verter esas acusaciones sobre Pablo Iglesias y los suyos. Algunos de los vocales tampoco entendieron que no se convocara una reunión de la Junta Directiva para tratar este asunto y permitir a todos sus componentes observar los nombres de los periodistas supuestamente presionados y las pruebas de dichas coacciones.
Aquí nadie sabe nada
Dicho esto, cabe señalar que resulta difícil defender a un político que amenaza a un periodista con “destruirle” si publica una determinada información o que se burla de sus artículos o de su abrigo de piel en una rueda de prensa. Pero los defensores de Podemos tiene razón cuando señalan que este tipo de maniobras de intimidación existen desde mucho antes de que surgiera el partido de izquierda. Por eso causa cierto sonrojo escuchar las reacciones que se han sucedido durante los últimos días por parte de políticos que tienen o tuvieron mando en plaza y practicaron estas coacciones con una especial habilidad. Ahora bien, la eficacia de las asociaciones profesionales para frenar este mal que afecta a la profesión -como ha ocurrido con tantos otros- ha sido escasa. O, directamente, nula.
Según las propias estadísticas de la APM, el 79% de los periodistas con contrato en los medios de comunicación ha recibido presiones en alguna ocasión durante el ejercicio de su trabajo. El 9,7% de los trabajadores ha sido coaccionado “en múltiples ocasiones”, el 17,4% varias veces, el 21,7% “en alguna ocasión” y el 30,2% “en pocas ocasiones”.
El 32,9% de estas intimidaciones proceden de los poderes políticos, el 30% de los económicos y el 37,2% de personas relacionadas con la propiedad o la gestión de la empresa que emplea a los informadores.
En el 74,8% de estas situaciones, el periodista cede ante esta coacción, mientras que en el 25,2% se mantiene en su orientación. El principal motivo que les impulsa a rectificar es el miedo a sufrir represalias (52,9%).
Como consecuencia de estas presiones o de su precaria situación laboral, el 5,6% de los profesionales encuestados manifiesta que se autocensura de forma muy habitual, frente al 23,1% que lo hace “algunas veces”, el 28,5%, en pocas ocasiones y el 42,8% nunca o casi nunca.
En el informe anual sobre los profesionales del periodismo que la APM elaboró en 2006, el 56,4% de los encuestados reconoció haber sufrido presiones por parte de los poderes políticos, económicos y de su propio medio. Ese porcentaje ha subido en 22,5 puntos en la última década, lo que no habla bien ni de la salud de la democracia, ni de la situación de los medios de comunicación. Eso explica, en buena parte, que los informadores muestren tanto escépticos a la hora de juzgar la labor de las organizaciones de defensa de los periodistas.
No sería correcto criminalizar a este tipo de agrupaciones de periodistas, puesto que el panorama mediático español se encuentra sometido a una serie de fuerzas destructoras internas y externas que han minado la confianza de los ciudadanos en la información que leen y en quienes se la transmiten, como se puede observar en casi cualquier barómetro. En esta era de la post-verdad, resulta cada vez más difícil encontrar informadores que no estén sometidos a la extorsión del lobby buenista de turno, de los políticos rapaces, de editores acomodaticios o de las empresas con más habilidad para acallar sus escándalos mediante la contratación de campañas publicitarias en el medio que las quiere airear.
Ahora bien, tampoco se ajustaría a la verdad afirmar que las asociaciones de informadores tienen actualmente fortaleza y efectividad para atajar estos problemas.
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