No mucho antes de morir, a David Bowie le entró la nostalgia del viejo y volvió a Berlín para grabar The Next Day, su penúltimo disco. El álbum incluía la canción Where Are We Now?, en la que echaba la vista atrás y rememoraba el año que pasó a mediados de los 70 en la ciudad alemana, entre música, cocaína y noches interminables con su amor platónico, el travestí Romy Haag. En aquel período, Bowie sufrió su primer achaque coronario, el cual anticiparía la dolencia que condicionó el resto de su existencia. En 2013, el artista echó la vista atrás y comprobó que hubo un tiempo en el que la vida era más emocionante y él, menos vulnerable. También que la ciudad que le encandiló no tenía mucho que ver con la de 40 años atrás.
Se cumplen tres años de la muerte de Bowie y seis desde que publicó Where Are We Now?; y la sensación es que todo muda de piel a una velocidad vertiginosa. Cada vez más. Tanto, que quien quede rezagado por alguna razón, tiene posibilidades de no volver a engancharse al último vagón del tren. ¿Y nosotros, dónde estamos?. Publicaba Carlos Segovia este viernes en El Mundo un interesante artículo en el que resumía la carta que recientemente ha enviado el presidente del Fondo Económico Mundial, Klaus Schwab, a los participantes de la próxima reunión de Davos. El documento advertía de que el mundo se encuentra actualmente en una encrucijada, en mitad de una Revolución Industrial que obligará a cimentar una nueva arquitectura global, dado que cambiará desde los procesos productivos hasta las rutinas sociales. En este contexto -avisaba- los puntos de vista polarizados y los conflictos regionales crecientes pueden generar un desarrollo desigual entre los diferentes territorios y sumir a algunos países en una crisis perpetua. O en el "caos".
Where are we now?, ¿dónde estamos ahora?. Hace unos meses, el representante de un fondo de capital semilla ofreció una charla en Madrid e incidió en que mientras en Asia se crean todos los días varias startups tecnológicas prometedoras -algunas de las cuales acaban volando alto o adhiriéndose a las grandes multinacionales-, en Europa cuesta establecer tan sólo una. Y su campo de acción siempre es más reducido, ante la excesiva burocracia y la absurda regulación. Un alto directivo de una compañía de telecomunicaciones incidía recientemente en que grandes empresas, como Google o Facebook, debaten desde hace un tiempo sobre la posibilidad (ya real) de que las personas puedan obtener un beneficio por la cesión de sus datos, que hasta ahora no les reportaba beneficios. Hace varios siglos, se comentó la idea de que el trabajo debía reconocerse con un salario en metálico. La cuarta revolución industrial ha traído consigo esta nueva posibilidad (con sus pros y sus contras): la de recibir una contraprestación por el nuevo maná de los datos.
Mientras algunas de las economías emergentes han entendido cuál es la senda del desarrollo, Occidente vive condicionada por unas instituciones cada vez más extemporáneas y por unos debates que deberían hacerse cerrado a finales del siglo XX, a tenor de la imparable globalización. Y mientras el Foro Económico Internacional advierte de que la prosperidad a futuro se encuentra en esa dirección (con los peajes que implicará pagar), el debate en una parte de las democracias se centra en las cuestiones identitarias. Cosa que no deja de ser un efecto secundario de la citada globalización, pero que nunca debería situarse en el centro del debate.
España, en la dirección contraria
En España, no han faltado voces en las últimas décadas que han apelado a la ruptura del país por razones históricas e identitarias. En muchas ocasiones, con una canallesca y un tufillo racista repugnante, como la de los líderes del proceso soberanista. Recientemente, han aflorado quienes apelan a La Reconquista, en un intento de ofrecer la tierra prometida a los indignados con el rumbo de la nación. Cabe repetirse la pregunta: ¿Dónde estamos ahora? Si se tiene en cuenta que el debate nacionalista prácticamente ha monopolizado la política en los últimos años, en un punto muy distinto al que estiman quienes hablan de la Cuarta Revolución Industrial.
En este contexto, cada vez se observan de una forma más cristalina las costuras de los legisladores. Es decir, de los partidos y sus apparátchiks, quienes actúan con una venda en los ojos, bien por interés o bien por estulticia. En momento en el que se exige cada vez más una formación continuada para evitar caer por alguna de las fallas que genera el vertiginoso avance, surgen proyectos como la Ley Celaá y dan ganas de llevarse las manos a la cabeza. No entienden nada o no lo quieren entender. Lo mismo ocurre con los medios de comunicación: en un período en el que la prensa -y, en especial, la televisión pública- debería servir para arrojar luz sobre estas circunstancias y plantear debates con la vista puesta en el futuro, permanece estancada en la farragosa agenda de los partidos que la manejan.
El esfuerzo propagandístico para frenar a Vox no ha dado resultado ni lo dará, pues es estúpido que el lobo alerte de la venida del lobo.
Este periódico se hacía eco esta semana del anuncio realizado por la administradora única de RTVE, Rosa María Mateo, de que la televisión pública multiplicará por cuatro el número de horas de programación en catalán. El hecho resulta llamativo, dado que se produjo en un momento en el que Moncloa negocia con los independentistas para que apoyen su proyecto de Presupuestos Generales del Estado. No resulta muy difícil deducir que este nuevo proyecto de RTVE, surge para dar cumplimiento a una de las demandas de los partidos independentistas. De hecho, estará financiada con una partida presupuestaria adicional, según se precisó. Blanco y en botella.
En circunstancias normales, el poder político no debería tener poder de decisión sobre la programación de la televisión pública, pues debería estar en manos de los profesionales. Pero Pedro Sánchez ha vuelto a utilizarla de muleta para su propio interés. Su gestora, Rosa María Mateo, es difícil que se oponga a este mangoneo, dado que su puesto se lo debe al Gobierno. Al igual que su predecesor a Génova. Y así, hasta el principio de los tiempos. ¿De veras alguien sigue creyendo lo que dice la televisión pública?
Viejas costumbres en un mundo 'irreconocible'
La infame gestión de los medios públicos y la arraigada costumbre de intentar manipular a la ciudadanía a través de sus informativos y su programación está detrás de su descrédito y de su pérdida de influencia. Ocurre igual con las empresas privadas de prensa: de tanto servir a los intereses privados y proteger a su amo, han perdido todo su crédito. En estas circunstancias, el esfuerzo propagandístico para frenar a Vox -que surge del descontento con lo establecido- no ha dado resultado ni lo dará, pues es estúpido que el lobo alerte de la venida del lobo. Su primera victoria, en la Andalucía del PSOE, el clientelismo y Canal Sur, resulta muy significativa al respecto. Y explica el descrédito de una prensa, unos partidos y unas instituciones que todavía no se han hecho la pregunta pertinente: ¿Dónde estamos ahora?
Donald Trump también se impuso en las elecciones estadounidenses al establishment y a su prensa. Lejos de hacer autocrítica y propósito de enmienda, intensificaron el debate sobre el poder desestabilizador de las fake news, de las que, por cierto, Trump había hablado por activa y que el propio Santiago Abascal menciona a menudo.
Es obvio que con el desarrollo de las comunicaciones y la suma al debate global de cientos de millones de personas, los bulos se han multiplicado. Incluso se puede aceptar la teoría de que países como Rusia o China utilizan la desinformación para torpedear las democracias occidentales. Pero las señales de alarma que la prensa tradicional lanza contra las fake news no tienen en cuenta el hecho de que, en los últimos años, han surgido nuevas herramientas y medios para informarse más y mejor. De hecho, actualmente, una noticia de parte publicada por una cabecera tradicional a las 8 de la mañana puede ser desmentida por un influencer pocos minutos después. Y ese influencer puede llegar a más personas que el medio en cuestión.
Con las redes sociales y las nuevas plataformas de comunicación, es más sencillo difundir los bulos más destructivos, pero también es más difícil que nunca que las medias verdades y los infundios que transmite el establishment se transmitan sin ser puestos en cuestión. Desde luego, la prensa tradicional no recuperará el terreno perdido con meras acciones publicitarias, ni demostrando su vasallaje con loas, por ejemplo, como las que le han dedicado al presidente saliente del BBVA, pese a los mediocres resultados de su gestión.
En estas circunstancias, han aparecido los Trump y los Bolsonaro han crecido de forma imparable y el establishment y su prensa se llevan las manos a la cabeza, ante su incapacidad para detener estos movimientos regresivos (y absurdos en el mundo globalizado). La pregunta es la que planteó Bowie: ¿de veras se han parado a pensar dónde estamos realmente ahora?.
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