El verano queda ya lejos y con él los excesos sin reprimir. Ahora es tiempo de coleccionables, promesas incumplidas y gimnasios. La culpa de tanta estupidez la tiene la dejadez estival. Según la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN) los españoles engordamos entre 2 y 3 kilos de media durante el verano —con crisis o sin crisis— paradójicamente la época del año donde más tiempo tenemos para cocinar e intentar cuidar nuestra dieta. Nosotros hemos descubierto que si el verano es la tentación un bufé de dos semanas es pecado mortal.
En el primer día todo son colores, olores y sabores agradables. Un muestrario que te hace salivar con los ojos cerrados. ¡Esto va a ser una bacanal! Nos adentramos en el placer más primitivos del hombre. Comer lo que quieras y cuanto quieras durante un tiempo casi ilimitado. ¿Es bueno para la salud?¿Es realmente una dieta más cómoda y saludable?
Reprimir instintos es a priori complicado y hay que aprender a racionalizarlos. Primer plato, segundo plato y postre... es imposible. Siempre hay algo nuevo que probar. Para engañarte y dar solo tres paseos al principio conviertes el primer plato en un combinado suficiente como para alimentar a 10 soldados. La conciencia tranquila, el plato como el Teide.
Otro problema evidente de un bufé es que no hay carta. Hay un trabajo extra que hacer. Diseñarte tus menús. Esto es divertido y original el primer día. Pero nadie lo hace. La mezcla termonuclear es el menú base. Y la dejadez te lleva a cometer errores de bulto, como coger primero el postre antes de que aquel grupo de ingleses golosos se lo lleven por delante o servirte lo mismo que el monitor del gimnasio del hotel.
Lo más sano y deportivo de los bufés de costa son los paseos que te das husmeando como can famélico por las vitrinas del comedor. Cuanto más paseas, más salivas y al final más comes. Los bufés son grandes y retorcidos y llenos de recovecos tematizados —¿Dónde has pillado ese queso? —Está al lado de las nueces —¿Hay nueces? Y te levantas aunque hace seis meses que no tomes nueces, y menos con el gazpacho.
A los niños esto les encanta. Son exploradores a la caza de un nuevo descubrimiento o una nueva mezcla imposible. Si les dejas traen platos que parecen servidos con retroexcavadoras. Luego sólo se comen las patatas y ese bollo inexplicable que dura tierno las dos semanas del bufé.
Con el tiempo te mueves como pez en el agua por los puestos. Si hay dos señoras mayores dándose codazos, ahí están los langostinos o el salmón. Si hay niños chupándose el mismo dedo con el que cogen los barquillos, ahí están los siropes. En las ensaladas nunca hay cola o la hay con más respeto. Allí están los de última semana... desintoxicándose.
Al final de la primera semana te vas familiarizando con ese olor a comida mezclada que impregna hasta las servilletas. Entras en la fase de homogeneización. Todo lo ves es de un solo color y sabor. Todas las variedades de panes espolvoreados con semillas que el primer dia te parecían muestrarios de Le Pain Quotidien ahora te saben igual. Descubres que la barras de la cesta de mimbre que hay arriba de la pirámide del muestrario son de plástico, como las flores de los centros, las frutas brillantes a las que no llegas y esas gelatinas de colores fosforitos que adoran los niños y no tienen fecha de caducidad. El fiambre del desayuno-comida-cena va cogiendo un color pardo imposible de ‘pantonizar’. Es el mismo que el del primer día pero a ti te parece del museo arqueológico.
Los hoteles conocen este fenómeno de homogeneización y luchan contra él. Los baratos cambian de sitio la comida, dan la vuelta al fiambre y ponen espejos para ganar en abundancia. Los caros acuden a la tematización, organizando jornadas gastronómicas por países. Italia, Asia, Francia, Alemania, etc… ¡Y hasta una barbacoa! Viajar sin salir del estómago, o engañándolo, porque es la misma comida pero mezclada de otra forma.
La barra de ensaladas siempre vacía. Reciclar queso y jamón, un clásico
Hoy toca comida china. El hotel anda revolucionado y las abuelas no dan abasto. Ha desaparecido el fiambre incoloro o ha viajado hasta el interior de los rollitos de primavera. Identifico ese color característico en los trozos de jamón del arroz tres delicias que acompañan a los guisantes arrugados. China es una buena excusa para el reciclaje. Como la ‘spanish croqueta’, o incluso la paella. Yo me fio más de Italia o Alemania. La parrilla no engaña si el género es bueno. Que no siempre pasa.
Entramos en la segunda semana, la más dura. Todo se hace cuesta arriba. Hay escarceos al chiringuito o al bar del pueblo para poner los cuernos al parrillero. —¡Una de chopitos frescos, por Dios! En el hotel ya no quedan países por tematizar. —¿Comida senegalesa? ¡Venga ya! Al entrar en el comedor te deprimes. Los ruidos del metal sobre porcelana te retrotraen al cuartelillo o al colegio. Ya no salivas. Más bien aguantas la respiración. El camarero de la bayeta rancia conoce tus vicios y te pone la bebida de siempre. Sin casi burbujas. No hay hueco a la improvisación. Vas directo a la vitrina de ensaladas con el club de abuelos veganos nórdicos. El lugar de retiro de comedores compulsivos. Allí te cruzas con los de primera semana. Tienen otro color de piel, otra chispa y no es solo por el sol. Te compadeces.
Hemos comido por instinto durante dos semanas. Los últimos días con mucho agobio. A pesar de nuestros esfuerzos la lucha entre mala conciencia y vicio se ha perdido en la báscula. 2 kilos y 253 gramos después volvemos ahítos pero derrotados. ¿Qué ha pasado?
Juan Revenga, nutricionista y autor del exitoso blog “El nutricionista de la general”, lo tiene claro. El mayor peligro de este tipo de alimentación es “nuestra atávica tendencia a seguir comiendo más allá de lo aconsejable mientras tengamos comida delante” y nos recuerda la famosa Ley del pobre: “reventar antes de que sobre” [...] En los bufés y en toda la alimentación moderna en general hay un incremento significativo en la disponibilidad de calorías ”Por mucha información con la que contemos hoy en día, mucha app, mucho smartphone y mucha autoridad sanitaria, las decisiones que diariamente tiene que tomar nuestra racionalidad a la hora de realizar una u otra elección alimentaria (en este caso parar o seguir comiendo) se disputan en un terreno de juego sumamente desfavorable cuando se llevan a la práctica en un entorno de superabundacia alimentaria. Y que duda cabe que un bufé es uno de esos entornos más hostiles para nuestros intereses”
Para Juan todo tiene una explicación antropológica: “La naturaleza humana se ha forjado durante milenios en ecosistemas en los que la escasez de alimentos y su monotonía eran las características principales por eso la exposición a un entorno con ofertas ilimitadas supone un riesgo [...] se comía cuando había y todo lo que había, hoy ese instinto no nos benéfica en casi nada. El ecosistema ha cambiado radicalmente no así nuestra naturaleza”
Ahora entendemos a esos sabios niños que berreaban en las poltronas agitando la cabeza desde el primer día del experimento. Nos ha costado dos semanas.
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