La política catalana ha tenido siempre un halo sentimental. Cosas del nacionalismo, sin duda, que todo lo impregna. Ya Josep Pla hablaba, en plena Segunda República, de “la mermelada sentimental que lo pringa todo”. Es verdad que no lo aplicaba de forma específica a Cataluña, sino que lo ofrecía más bien al por mayor. Pero también lo es, claro, que cuanta más mermelada, más pringue. Y de ese pringue tenía ya entonces en cantidad suficiente aquella Cataluña. Hasta el punto de que el propio Pla –a quien la cultura, los viajes y un antisentimentalismo notorio habían ido alejando del nacionalismo– afirmaba el 8 de marzo de 1933 en Las Provincias que “cuando llega la hora de votar el sentimentalismo del catalán busca más lo simbólico que lo verdadero”.
Acaso ese fuera el motivo por el que Josep-Lluís Carod Rovira, setenta años más tarde, en el mitin de final de campaña de las elecciones autonómicas que terminarían llevándole, a la zaga de Pasqual Maragall, al Gobierno de la Generalidad, pedía a sus huestes que “votaran con el corazón”. Un ruego que repetiría en la misma jornada electoral al ir a depositar su voto, y que tornaría en agradecimiento ya entrada la noche, tras conocer el resultado obtenido por su partido. Los catalanes habían sido valientes, habían votado con el corazón, habían votado más que nunca a ERC.
¡Si hasta Ciudadanos, ay, nacido para combatir mediante la razón ese derroche sentimental del nacionalismo, ha acabado adoptando un corazón como emblema!
Desde aquel 2003 en que se conformó el primer Gobierno tripartito en Cataluña –“Pacto del Tinell” incluido– hasta el día de hoy, no sólo han pasado cerca de 18 años –con intento de golpe de Estado incluido–; también se han vertido en el ámbito público toneladas y toneladas de mermelada sentimental. Cierto es que ahora se habla más de emociones que de sentimientos, quién sabe si en justa correlación con el auge de los libros de autoayuda y de la llamada inteligencia emocional. Pero, al cabo, estamos en lo mismo. Los políticos, llegado el momento de pedirnos el voto, no acostumbran a apuntar a la cabeza sino algo más abajo y a la izquierda –lo que no excluye, sobra precisarlo, que algunos apunten incluso más abajo todavía y esta vez en el centro–. ¡Si hasta Ciudadanos, ay, nacido para combatir mediante la razón ese derroche sentimental del nacionalismo, ha acabado adoptando un corazón como emblema –eso sí, un corazón identitariamente tripartito–! Por no hablar de esa desdichada campaña de los abrazos, de infausto recuerdo.
Hoy faltan apenas cuatro días para que los catalanes con derecho al voto que no hayan optado por recurrir al correo y no piensen refugiarse en la abstención acudan a sus respectivos colegios electorales. Yo les pediría, si no lo han hecho ya, que lean 2017, el último libro de David Jiménez Torres (Deusto). El tiempo del que disponen de aquí al domingo les alcanza. Y ese libro, del que Juan Claudio de Ramón ha dicho con toda justicia que era “la crónica definitiva del procés” –sin que ello desmerezca en modo alguno, claro está, la calidad de cuantos títulos sobre el mismo tema le han precedido, entre ellos el del propio De Ramón–; ese libro, decía, les ayudará, estoy seguro, a discernir el voto bueno del voto malo. O si lo prefieren, el voto útil del voto inútil. No porque su autor exprese preferencia alguna en este sentido, por más que de sus palabras pueda desprenderse lo que él jamás votaría de poder hacerlo en Cataluña, sino porque constituye una magnífica exposición de por qué ocurrió lo que ocurrió en 2017 y por qué las secuelas han sido las que han sido.
Adiós a lo de Ortega
No es este el lugar para hacer una reseña de la obra. Pero sí me parece importante destacar un par de ideas que se infieren de su lectura. La primera: adiós a lo de Ortega. O sea, adiós a la famosa conllevancia. Lo que Jiménez Torres bautiza como “la Premisa” no es sino la creencia, compartida por una mayoría considerable de españoles –y en particular por su clase política– hasta el mismísimo 2017, de que los excesos y los aspavientos del nacionalismo no iban a poner en jaque el Estado de las autonomías, esto es, el marco constitucional. Por incómodos que manifestaran sentirse, por más que reclamaran y reclamaran un encaje del que a su juicio Cataluña carecía, por insignificantes que les parecieran cuantas compensaciones económicas y transferencias competenciales llegaran a ofrecerles los sucesivos gobiernos centrales, existía el convencimiento de que esos irredentos siempre terminarían por volver al redil, de que nunca romperían la baraja; de que bastaba, en definitiva, con saber conllevar el tan traído “problema catalán”. 2017 ha acabado con la ensoñación.
En la España de 2021 –y esto también es un efecto de la crisis de 2017– ya no basta con proclamarse constitucionalista; hay que probarlo
La segunda idea guarda relación con lo que ha venido después. O sea, con las consecuencias. Y aquí la carga de la prueba corresponde a los socialistas. Al PSC desde la Transición misma y, en particular, desde el primero de los gobiernos tripartitos, y al PSOE desde el primero de los gobiernos de Rodríguez Zapatero y, en particular, desde la moción de censura que permitió a Pedro Sánchez encaramarse al poder. Una carga de la prueba que no es otra que su constitucionalismo. En la España de 2021 –y esto también es un efecto de la crisis de 2017– ya no basta con proclamarse constitucionalista; hay que probarlo. En la política española actual, quien no defiende con hechos la Constitución no es constitucionalista. Y los socialistas, aunque de palabra sostengan lo contrario, no se han parado en barras a la hora de favorecer con sus hechos el desguace del Estado de derecho. Todo eso no lo dice, insisto, Jiménez Torres. Pero no creo que constituya ninguna adulteración de su pensamiento deducirlo de su ensayo.
Este domingo, como viene sucediéndome desde el día aquel de 2003 en que Carod Rovira pidió a los suyos votar con el corazón, no voy a poder votar en Cataluña. Pero si no fuera el caso, si pudiera participar en la cita electoral, tengo muy claro que, hoy más que nunca, sólo votaría a un partido que defendiese sin subterfugios ni medias tintas la Constitución. Es el único voto útil, decente y razonable que puede emitir quien crea que esa España de ciudadanos libres e iguales que nos dimos en 1978 sigue mereciendo la pena.
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