Opinión

18 años, 17 puñaladas

Hacía casi un año que había roto con el que sería, después, su asesino

Camino al trabajo me cruzo con una pareja que me atrapa. No sé bien por qué, pero me detengo en los rostros cándidos y aniñados de esos dos jóvenes que, intuyo, no hace mucho estrenaron la veintena. Me fijo en cómo ella, de melena larga, negra y ondulada, le lanza a él una mirada tímida que acompaña con una sonrisa incipiente. Cuántas veces me he visto en su lugar. La respuesta de él llega a través de unos ojos dulces que se clavan en la chica como el aguijón de una abeja a la piel. Ninguno de los dos habla. No hace falta verbalizar lo que ya dicen los gestos. ¿Quién de vosotros, de vosotras, no ha pasado por ahí? Los contemplo, cual voyeur, con cierta envidia recordando, anhelando esa etapa en la que todo es difuso salvo el rostro de la persona que te corta la respiración. Reparo, también, en que ella sujeta, con su mano izquierda, un ramo de flores blancas que no alcanzo a clasificar. ¿Se las habrá regalado él? ¿Será ésta una de sus primeras citas? Muchas preguntas y ninguna contestación.

Es la vida que, de pronto, me pasa por delante. La de esos jóvenes a quienes ni siquiera conozco y la mía propia. Y vuelvo yo también a ese tiempo. A esa edad en la que todas las relaciones deberían ser como las de un cuento de Disney. O parecerlo, al menos, porque después, ya se sabe, el velo a través del que todo se ve idílico, también cae por el peso de la convivencia. Me lo advirtió mi hermano muchas veces, siendo cría, cuando soñaba con príncipes: “no existen”, me decía… aunque preferí descubrirlo por mí misma. Una cosa es, sin embargo, que el magnate Walt fabricara personajes tan perfectos como irreales y otra bien distinta es que esos monstruos que también dibujaba pudieran llegar a protagonizar las historias de amor. Nunca, jamás, se me pasó por la cabeza, a mis 18, la posibilidad de que un exnovio pudiera pegarme 17 cuchilladas para acabar con mi vida. No tenía cabida algo así en mi mundo de fantasía de entonces.

Tampoco en el mundo real en el que me instalo ahora más de dos décadas después. Por eso, me deformo por completo cuando un viernes, reciente, recibo en mi móvil la siguiente alerta: “Muere la joven de 18 años apuñalada en 17 ocasiones por su expareja en un parque de Parla”. Instantáneamente hago una captura al teléfono, guardo la noticia y pienso: “Tengo que escribir sobre esto. Debo escribir sobre esto”. Lo comento con un amigo del gremio que me responde así: “Demasiado se ha escrito ya y mira”. Desde luego no lo suficiente cuando hay hombres que siguen matando a mujeres por el simple hecho de serlo. Y lo más terrible es que las víctimas son cada vez más jóvenes. Algo estamos haciendo mal.

Se llamaba Cristina y su nombre es el último de una lista demasiado negra. Demasiado extensa. Nunca denunció e intuyo que nunca se imaginó ocupando estas líneas en la página web del Observatorio de Violencia de Género: “la última actualización se corresponde con la confirmación del caso (…) de una mujer de 18 años presuntamente agredida por su expareja en Madrid el 30 de junio y fallecida el 1 de julio”.

Una mujer, dice el texto. De 18 años. Quería estudiar Medicina y acababa de hacer la selectividad. Y en un instante regreso a esa época en la que yo no era más que una niña grande con un verano interminable por delante tras haberme quitado de encima esa temida prueba. “Será el verano más largo de tu vida”, me decían. Y así fue. Y lo devoré con las ganas de quien tiene ante sí un manjar que no sabe si volverá a degustar. Viajé a Palma de Mallorca con el colegio. Me divertí, me reí, me emborraché y de todo eso dan fe las fotografías que conservo en un álbum que es casi una reliquia de anticuario. Hice, después, el Jubileo por Italia y escuché, por primera vez, idiomas que no sabía ni que existían. Fui feliz y aun hoy, algunas noches, cuando me visita el insomnio, revivo alguna de las escenas que marcaron aquella experiencia y aquel periodo estival. Los baños en el Cantábrico, los bajos sucios de los pantalones tras madrugadas eternas al son de las verbenas populares y la sensación de placer al volver a casa y percibir una bocanada de aire frío al atravesar la puerta de mi portal. Siempre gélido en los meses tórridos y cálido en los inviernos crudos.

El machismo le ha arrebatado todo eso a Cristina. Hacía casi un año que había roto con el que sería, después, su asesino. Se conocieron en el instituto y, según fuentes del entorno, estuvieron juntos unos tres años. Quizá alguien se detuvo a observarlos, con envidia, cuando compartían sus primeras miradas en plena calle y pensó lo mismo que yo hoy al contemplar a esta pareja. Que el amor es vida y no muerte.

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