La memoria es corta, traicionera y en ningún caso, inocente, aunque así nos la quieren hacer pasar aquellos que en la misma mano llevan siempre pares y treinta y una. Esta forma de amoldarse, que no es exclusiva de los que mandan, es ya casi una costumbre entre nosotros. Ni discutimos ni nos sorprendemos porque el mismo que nos asegura que el sol sale por el este mañana nos diga que por Oeste. La luz y su ocultación caminan juntas en nuestras vidas. Nos quejamos, pero solo en las sobremesas de los sábados, cuando después de unos tragos tenemos una solución, cuando no la solución.
Al final, el Mundial ha tapado, o nos ha hecho olvidar lo que Sánchez trama con la desaparición del delito de sedición, el de la malversación, el disparate de la ley del sí es sí. Sánchez es un tío con suerte, la actualidad lo quiere y perdona. Hablemos, pues, del Mundial.
En mayo de este año, o sea hace siete meses, estuvo por aquí el emir de Qatar. El jeque Al Thani se reunió con el Rey Felipe VI. Veo en una fotografía a los dos sonreír mientras se dan un apretón de manos. Ambos con chaqueta, camisa blanca y sin corbata. Después, el jeque se vio con Pedro Sánchez. Después, con el alcalde de Madrid. Después estuvo en el Congreso de los Diputados. Era su primera visita oficial desde 2003, y Al Thani encontró una nación moderna y pragmática que le permitía vivir unos días en la vieja Europa sin que nadie le recordara aquello que representaba en mayo y sigue representando hoy: todo aquello que nos da asco y repugna. Y nos repugnará siempre que lo que queramos recordar.
Hay una cifra que publica The Guardian: 1.200 muertos. Hay otra de 6.200 que registran otros medios y que resulta increíble
De Madrid se marchó satisfecho. Cómo no irse así si el Rey le otorgó el collar de la Orden Isabel la Católica y el alcalde, la Llave de Oro de la Villa de Madrid. El Congreso le regaló su medalla. El Senado hizo lo propio. A nadie le importó entonces la falta de libertad, el respeto a los derechos humanos, el menosprecio por la vida de aquellos que no son de su estirpe, su facilidad para comprar todo aquello que desea. Y porque ha deseado un mundial de fútbol, ya lo tiene, y servido en bandeja de plata.
Han puesto los ladrillos los parias que llegaron de Bangladesh, Filipinas, India y Nepal, que en muchos casos llegaron a cobrar 57 céntimos la hora de trabajo, seis euros al día, 171 al mes. Hay quien ha querido saber cuántos de ellos han muerto en accidente de trabajo. Nadie lo sabe. A quién le importa. Cuántos de nosotros vamos a acordarnos de ellos viendo las formas de esos estadios futuristas que, tras el Mundial, no tendrán ningún sentido en el desierto. Hay una cifra que publica The Guardian: 1.200 muertos. Hay otra de 6.200 que registran otros medios y que resulta increíble. Siete fueron los trabajadores muertos en el mundial de Brasil.
Leo editoriales de prensa que califican de vergüenza esta copa del mundo. Escucho a mis locutores deportivos favoritos escandalizarse por el trato que reciben las mujeres, todas ellas ignoradas en la primera línea en la ceremonia de inauguración. Y lo mismo en las televisiones, donde un comentarista -¿qué estará haciendo allí?- llega a permitirse hablar de Qatar como epítome del estado esclavista. Y, sin embargo, periódicos, radios y televisiones han enviado allí a sus enviados especiales: reporteros, comentaristas, famosos y famosillos, cámaras, técnicos, traductores.
Repara uno en la cobertura de esos mismos medios con la guerra en Ucrania y me ruborizo y avergüenzo. ¿Cuándo perdimos las claves, los principios más elementales de este oficio? Al menos la BBC -qué le vamos a hacer, es siempre la misma- decidió no dar la casposa ceremonia de inauguración y poner en su lugar un reportaje para denunciar y explicar lo que es un régimen esclavista en pleno siglo XXI.
El olvido de la realidad, de la verdad, hará que nos sentemos frente a la televisión con una cerveza y un plato de jamón dispuestos a creer que estamos viendo un evento mundial basado en la nobleza del deporte
Me avergüenzo y ruborizo cada vez que voy al Bernabéu y veo a mi equipo con la leyenda de Emirates, Fly Better impresa en la camiseta blanca. Y miro a otra parte. Y me digo a mí mismo eso tan español de que esto es lo que hay, sin necesidad de preguntarme sobre aquello que humildemente uno podría cambiar. Sí, lector, escribo lejos de la inocencia, lo reconozco. Todos tragamos con el gran espectáculo del fútbol. Al final, el olvido de la realidad, de la verdad, hará que nos sentemos frente a la televisión con una cerveza y un plato de jamón dispuestos a creer que estamos viendo un evento mundial basado en la nobleza del deporte. Por eso hay que quitarse el sombrero ante la selección de Irán cuando ayer se negó a cantar el himno o a celebrar los goles.
Hay que tener mucho valor, porque todos ellos han de volver a sus casas y nadie sabe qué se encontrarán. Lo de menos son los seis goles. Qué importa una goleada ante un gesto de dignidad como el que hemos visto.
La realpolitik se impone. Los sátrapas nos visitan y nosotros los agasajamos. No hay biografía que la fuerza del dinero no pueda lavar. Ahora, sin ir más lejos, Biden y Macron inician tratos con Nicolás Maduro. ¿Quién nos lo iba a decir cuando todos éramos del presidente interino Juan Guaidó? Qué importa que Maduro sea el dictador de un narcoestado que está matando de hambre a su pueblo, cuando no expulsando a millones de ciudadanos de Venezuela. ¡Ay si Cuba tuviera petróleo! ¡Pobrecillos!
Vi unos pocos minutos de la sesión del comienzo del Mundial. Sentí oprobio con la aparición del actor Morgan Freeman en el estadio Al Bayt recitando -en playback- una sarta de mentiras capaces de mover la tumba de Mandela, al que tan dignamente interpretó. Freeman habla y habla de la unidad de las naciones, y el estadio aplaude, y el mundo calla y cuenta los minutos para que balón empiece a rodar, justo allí donde un obrero bangladesí se dejó la vida mientras le pagaban 57 céntimos a la hora. Nadie se acordará de él, nadie de los otros centenares de muertos por ¿accidente laboral? Vamos tan rápido que somos incapaces de reconocernos. Incapaces de distinguir entre las mentiras con algo de verdad y las verdades con algo de mentira. No estoy seguro de que nos salga gratis.
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