El inolvidable humorista Eugenio solía contar el chiste de la pitonisa que predecía para su clienta un marido “alto, guapo, rubio y generoso”, a lo que esta replicaba, emocionada: “¡Qué bien! ¿Y qué hago con el que tengo?”.
Del mismo modo, el proceso de liberalización en España de la actividad de plataformas tecnológicas como las de vehículos de turismo con conductor (como Uber o Cabify) o las de alquiler turístico (como AirBnB) ha sido de chiste: las autoridades han dejado que el crédulo consumidor se ilusione con un sector alto, guapo, rubio y tecnológico, pero han olvidado hacerse la pregunta relevante: ¿y qué hacemos con el sector tradicional que ya tenemos? Han combinado la valentía de liberalizar lo moderno con la cobardía de no desregular en paralelo lo anticuado. Y, en política económica, la cobardía de ayer es el problema de hoy.
Porque a la Administración encargada de regular sectores tradicionales le corresponden dos funciones: aceptar los cambios tecnológicos para que estos beneficien al consumidor y facilitar la transición de sectores que han quedado obsoletos. Y para ello la tecnología puede ser un aliado, más que un enemigo.
Lo que desde luego no tiene ningún sentido es mantener dos regulaciones paralelas. En el caso del taxi, la de unos conductores sometidos a un régimen de licencias con tarifas reguladas y taxímetros intervenidos, períodos máximos de actividad y descansos obligatorios, y otro paralelo mucho más flexible, basado en plataformas tecnológicas, con ajuste de los precios en función de la demanda y sujeto a la valoración de usuarios y profesionales. O, en el caso del turismo, la de alojamientos donde se regula hasta el detalle más nimio –como la exigencia de una peluquería en hoteles de determinada categoría– y alojamientos mucho más flexibles. No hay nada más absurdo que sectores duales con distintas exigencias regulatorias.
Eso, sin embargo, no quiere decir que la actividad de las plataformas se deba prohibir basándose en argumentos sobre su funcionamiento teórico en materias no estrictamente ligadas a su actividad. Resulta muy discutible que las irregularidades que potencialmente pueda cometer una empresa en el ámbito fiscal, laboral o de competencia (en ausencia de barreras de entrada) justifiquen su prohibición o restricción con carácter previo. Muchos profesionales liberales (difíciles de controlar fiscalmente) pagan pocos impuestos, y no por ello se les niega su licencia de actividad; muchas empresas tienen a trabajadores en condiciones precarias o como falsos autónomos y no por ello se les impide vender sus bienes y servicios; muchas multinacionales ejercen su posición de dominio en el mercado y no por ello se las prohíbe operar. La decisión sobre la autorización de apertura o no de un negocio solo debería depender del cumplimiento de una serie de requisitos técnicos y legales. El cumplimiento, una vez en funcionamiento, de sus obligaciones fiscales, laborales y de competencia, deben ser vigiladas por los organismos correspondientes.
Así, en el caso de Uber, Cabify o Airbnb (como también en el de Amazon, o Google), de su cumplimiento fiscal se debe ocupar la Agencia Tributaria; de la precariedad de sus empleados la Inspección de Trabajo; y de su posible abuso de posición de dominio la Comisión Nacional de Competencia. Si la inspección y la regulación funcionaran adecuadamente, muchas críticas a las plataformas no tendrían razón de ser. Las empresas –todas, tradicionales o modernas– deben cumplir la ley fiscal, laboral y de competencia con el máximo rigor, y ser sancionadas con dureza si no lo hacen. Si hace falta, cerrándolas. Pero no se puede perjudicar a los consumidores e impedirles que se beneficien de la modernización del sector solo porque se tiene la sospecha de que una plataforma tecnológica podría no cumplir la legislación.
Hasta el momento, en España la Administración no ha sabido gestionar adecuadamente la transición de sectores tradicionales. Ha liberalizado sin desregular, manteniendo la dualidad y variando las restricciones de acceso en función de la actividad de los distintos grupos de presión. En el caso del taxi, por ejemplo, la reciente propuesta de traspasarle la papeleta a las Comunidades Autónomas no hace más que echar balones fuera y posponer decisiones que son ya inevitables respecto a una desregulación ordenada.
Así, la liberalización del sector de VTC debería haberse acompañado de un adecuado sistema financiero de amortización de licencias de taxi, bien a través de la recompra por parte de la Administración, o ayudados por un recargo provisional sobre la operativa de Uber –como hicieron las autoridades australianas (y explicábamos en este artículo ya hace casi dos años)–. Al mismo tiempo, la autorización de la operativa de Uber, Cabify o Airbnb debería haberse acompañado de un sistema de retenciones fiscales en los pagos de los clientes que permita un control exhaustivo de rentas; de un control de precios de transferencia para obligarles a imputar el beneficio relevante en España y evitar la deducción de cantidades irreales en concepto de costes operativos de la plataforma o de uso de patentes para deslocalizar o erosionar bases imponibles –esto, a ser posible, en coordinación con otros países europeos–; o la de la facilitación de la supresión de barreras de entrada para que otras plataformas digitales (quizás creada por los propios taxistas u hoteles existentes) puedan competir en igualdad de condiciones; o una distinción más clara entre actividades realizadas de manera ocasional por personas físicas o como negocio por personas jurídicas. Asimismo, en el caso de Uber y Cabify debería establecerse un sistema claro de consideración por defecto de los conductores como empleados, salvo que operen pocas horas a la semana o tengan otra actividad principal; o de descansos obligatorios de los conductores controlados desde la aplicación (como ya se hace en Reino Unido).
Para todo ello la Administración debe aprovechar las ventajas que suponen las plataformas en materia de gestión masiva de datos. Porque la tecnología permite no solo el beneficio del consumidor, sino también el control por la Administración –en beneficio del ciudadano.
Todo esto habría que haberlo hecho, y se debe hacer, al igual que hay que controlar la posible precariedad de los asalariados en el sector del taxi –no todos son autónomos– y de los hoteles tradicionales, así como a quienes no paguen los impuestos que le corresponden –algo más fácil en la tributación por módulos, es decir, a partir de una estimación de sus ingresos, y no por su beneficio real en estimación directa–. Porque lo que hay que combatir es el fraude fiscal, la precariedad laboral y la falta de competencia allí donde se produce: en los sectores regulados y en los liberalizados, en el sector privado y en el sector público.
El debate actual sobre las plataformas nos deja una lección muy clara, y no es precisamente que el sector público debe abstenerse de regular. Más bien al contrario: para poder desregular bien, hay que saber regular bien. La desregulación inteligente requiere en paralelo una adecuada regulación de las nuevas plataformas tecnológicas multinacionales, para garantizar que pagan sus impuestos, tratan adecuadamente a sus trabajadores y operan en leal competencia sin acumular un poder excesivo. Para eso hace falta una Administración ágil, bien preparada, con medios materiales, tecnológicos y humanos, y unos reguladores independientes y despolitizados. En suma, recursos materiales y humanos del siglo XXI para regular, supervisar e inspeccionar los sectores del siglo XXI.
Regular bien y desregular bien, y no como hasta ahora: regular y desregular tirando a mal.