Caían tantas cosas aquel lunes: las temperaturas; la nieve sobre Madrid; también los datos del CIS. Según el primer barómetro de 2018, el Partido Popular cerraba enero siete puntos por debajo en las preferencias de voto respecto a las elecciones de 2016... y con Ciudadanos pisándole los talones. La fuerza de la gravedad -y la demoscopia- abriéndose paso con su sinfonía del derrumbamiento. Esa misma mañana del 5 de febrero un hombre posaba frente a un paisaje nevado. Era el presidente del Gobierno Mariano Rajoy haciéndose un selfie ante el Palacio de la Moncloa cubierto de cellisca. Sólo faltaba la urraca de Monet para rematar aquella estampa invernal. El bajocero político en el termómetro de los que votan, el granizado de la cosa pública. Una bolsa de merluza de la Sirena habría retratado mejor.
El hombre lento por antonomasia decidió justo ese día -el de su principal descalabro- derrochar el posado de su propio hundimiento
Aunque pretendía ser una imagen cercana y espontánea, del tipo buenrollismo 2.0, en esa fotografía se esconde algo averiado. Acaso una alegría estreñida. Un estropicio tragicómico… o lo que es peor: un asombro convertido en accidente. Porque no es la nívea mañana de febrero lo que inundaba el espíritu festivo de Mariano Rajoy, ¡no, no!, al presidente del Gobierno lo estremecía otra cosa: una rotunda soledad, por no hablar del entumecimiento y decrepitud del ánimo, la desaparición de su silueta en medio de la ventisca. ¿Aquello era un saludo o una petición de auxilio? Nadie se fotografía en el infierno de ir vestido de uno mismo, tampoco pone morritos mientras se hunde en una charca, ni añade una leyenda con almohadillas (#happy #snow #Madrid) cuando todo está a punto de irse a la mierda. Y sin embargo, así luce Rajoy en su selfie.
El hombre lento por antonomasia y que ha hecho de la incomparecencia su signo, decidió justo ese día -el de su principal descalabro- derrochar el posado de su propio hundimiento. Ahí estaban Rajoy y su sonrisa de estropajo, esa boca encogida con ese aspecto de donete que adquieren sus labios cada vez que afeita las consonantes de las palabras -ganao, escuchao, trabajao-. Así sonreía Rajoy un día antes de que Francisco Correa echara un par de cubitos de hielo a sus coca-cola zero y lo señalara a él como responsable de los gastos y movimientos de dinero de su partido, actualmente investigado por financiación ilegal. El considerado cabecilla de la trama Gürtel no dejó las cosas ahí y agregó unas paladas más de nieve para seguir sepultando a Mariano Rajoy.
Su lógica es la del maratonista. La del que resiste. Por eso su sonrisa luce así: rota. Con la ley de la inercia tallada en los dientes
De Mariano Rajoy sabemos que lee poco. Que camina a paso veloz. Que elude la acción. Que sube y baja la escalera al mismo tiempo. Que le cuesta emocionar y emocionarse. Que administra sus pocos recursos con la lógica del maratonista, del que resiste. La lógica de los entrenadores de fútbol que se encierran en la parte de atrás del campo: hasta que se cansen los otros. Por eso su sonrisa luce así: rota. Con la ley de la inercia tallada en los dientes: "Todo cuerpo permanecerá en su estado de reposo a no ser que sea obligado por fuerzas externas a cambiar su estado". El PP vive estos días inmerso en la preocupación por el empuje de Ciudadanos tras su victoria en las elecciones catalanas y el miedo a que la concatenación de juicios que afectan a destacados ex dirigentes del partido suponga el desgaste de unas siglas a las que ya sólo le quedan las gaviotas... sobrevolando un vertedero.
En lugar de emitir explicación alguna acerca de estos asuntos, Mariano Rajoy repite una y otra vez lo mismo: que su partido ha ganado las tres últimas elecciones generales y que él, cómo no, repetiría cual candidato en unas elecciones. Ni siquiera la confesión de los empresarios valencianos, que han reconocido en la Audiencia Nacional los pagos en B al PP de Francisco Camps parece inquietarle. Nunca estuvo al tanto de que existiera financiación ilegal en la Comunidad Valenciana, ha dicho. Y por no saber, no sabe siquiera si Camps todavía milita en su partido. Con todo y eso, Rajoy se asoma a su jardín y piensa, acaso, que aquella mañana era propicia para retratarse, para inmortalizar su propio temporal.
Como Scott Carey, Mariano Rajoy va a menos. Aislado y consumido, lo devora la nieve. Lo engulle el entorno
En el año 1957, Richard Matheson adaptó al cine su novela El increíble hombre menguante, una película que se convirtió en una pieza de culto y un clásico de la ciencia ficción. En aquella historia, un hombre llamado Scott Carey emprende un viaje en barco con su esposa. En plena travesía, les cubre a ambos una densa niebla. Pasan los meses y Scott Carey descubre que, desde aquel día, su cuerpo se ha empequeñecido. Prácticamente se desdibuja. Tras someterse a varias pruebas, llega a la conclusión de que aquella bruma radioactiva fue la causa de su mengua. Como Scott Carey, Mariano Rajoy va a menos. Aislado y consumido, le devora la nieve. Le engulle el entorno. Él, como Carey, padece su propia mengua.