Di comienzo a estas colaboraciones en Vozpópuli, va para el año y medio, con un artículo sobre la inflación. Como no teníamos referentes recientes en Europa, como parecía una cosa exótica, antigua, demodé, se me ocurrió establecer alguna comparación con los años setenta; lo que, por lo demás, no tenía gran cosa de original y ya se le había ocurrido a otros antes. Quiero decir que vivíamos la posibilidad de la inflación aquí y ahora desde un lugar lejano, mentalmente hablando; con herramientas herrumbrosas e incluso una cierta falta de preparación emocional. Hay cosas que aquí no pueden pasar.
Pero pasan. Además, vino la guerra. En Europa y EEUU hemos visto las mayores tasas de inflación en décadas, y el problema está lejos de arreglarse. Los bancos centrales tienen poco margen político para ajustar, entre otras cosas, por el fuerte endeudamiento de los gobiernos. Y no digamos en países como España, donde la opinión pública y los líderes políticos consideran que unos tipos al 3% constituyen algo así como un genocidio -por poner una comparación, el año de mi nacimiento el Míbor oscilaba entre el 15 y el 22%; umbrales que fueron comunes hasta bastantes años después.
Por supuesto, tras el fenómeno macro viene la vida real. A pesar de las medidas tomadas por el gobierno para limitar o subvencionar los precios de la energía, el coste de la vida ha subido, y en pocos lugares se ve de forma más palmaria que en los supermercados. De un tiempo acá se ha creado un subgénero gráfico-literario en internet consistente en adjuntar fotos de lineales de supermercado con sus precios hinchados y algún comentario entre lo indignado y lo sapiencial. Más aún, desde hace unas semanas tenemos al partido junior del gobierno emprendiendo una cruzada contra los malvados especuladores -una cruzada modesta porque en realidad es contra un especulador solo, pero bueno, se me entiende.
A pesar de las medidas tomadas por el gobierno para limitar o subvencionar los precios de la energía, el coste de la vida ha subido
Es verdad que la facción cuqui de ese socio junior se limitó a proponer una cesta de la compra con precios limitados, porque cree que ahora el negocio es vender algodón de azúcar y no indignación. Pero del lado hardcore, el de las Belarras y Pams, o ese personaje inenarrable que funge de vicepresidente de la Comunidad Valenciana, se han sucedido las proclamas; todas en un lenguaje muy similar y presumiblemente medido, a pesar de lo rupestre. No se me escapa que hay algún factor más de fondo, aparte de la pura ideología, y hay quien alude a guerras particulares de, precisamente, la región levantina, a la vista de la obsesión con el citado “especulador”. Pero una operación -desde el gobierno- tan obscena y, a la vez, tan natural en la España de hoy, no se entiende sin la ideología y sin algo más indefinido y pringoso aún, una cierta calidad que impregna a las ideas y a quienes las manejan.
Hace ahora, calculo que ocho años, acudí con unos entonces compañeros de proyecto a una reunión en una prestigiosa fundación madrileña, junto con otros representantes de la “sociedad civil”. Un conocido economista llevaba la batuta del encuentro, otro igualmente insigne entró por videoconferencia desde EEUU. La pantalla gigantesca, la mesa redonda y los posavasos de hilo le conferían a la escena un aire de conciliábulo de malos de James Bond. Pero habíamos ido a hablar, o a que nos hablaran, de otros malos. Había gente muy preocupada en aquella reunión. Podíamos convertirnos en Venezuela. Empezarían, dijo uno, por meterle mano al poder judicial; luego vendría la economía. Mis compañeros y yo intercambiamos unas sonrisas de suficiencia.
Han pasado ocho años y no somos Venezuela, y lo más probable sigue siendo, supongo, que nunca lleguemos a ser nada parecido. Ni Argentina. A la vez, ya no nos toma por sorpresa tener a medio gobierno señalando a empresas españolas con argumentos que en otra época nos producían vergüenza ajena y, por qué no decirlo, una cierta sensación de superioridad perenne sobre los hispanoamericanos. De los jueces y de las leyes qué vamos a decir. Nadie es Venezuela ni Argentina; hasta que lo es. La calidad de las ideas y, más aún, la calidad de las élites que tienen que interpretar esas ideas o resistirse a ellas importan. Porque, como repito muchas veces en estas columnas, las leyes y las decisiones en políticas públicas o economía nunca están mucho tiempo por encima de las ideas y del personal que circulan por el país.
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