Quien le iba a decir a Santiago Abascal que el oxígeno para combatir el mal de altura le llegaría de Italia. Porque eso es lo que realmente supone para Vox la victoria de la heredera del dictador Benito Mussolini y próxima primera ministra, Giorgia Meloni; oxígeno balsámico, reparador, para una formación que no parece la misma desde la noche electoral del 19 de junio en Andalucía, cuando las urnas la sorprendieron otorgando una inesperada mayoría absoluta al PP de Juan Manuel Moreno Bonilla y convirtiendo en irrelevantes los votos de Macarena Olona y sus otros doce diputados.
Las náuseas producidas por el mal de altura suelen aparecer a partir de los 3.500 metros, momento en que empieza a faltar el aire. Se sufren más intensamente, bien lo saben los montañeros, cuanto más rápido es el ascenso… y el de Vox después de la crisis nacional abierta en España tras aquel referéndum secesionista ilegal del 1-O de 2017 en Cataluña fue, no rápido, rapidísimo.
Su irrupción en el Parlamento andaluz un año después de aquel desafío al Estado, diciembre de 2018, resultaría decisiva para acabar con casi 40 años de gobiernos socialistas e investir a Moreno Bonilla; luego pasó de la nada a 24 diputados en el Congreso en las elecciones generales del 28 de abril de 2019 y, seis meses más tarde, en la repetición electoral del 10 de noviembre, subió hasta los actuales 52 diputados.
Y llegaron a las elecciones en Castilla y León, 13 de febrero de este 2022, tras las cuales al popular Alfonso Fernández Mañueco no le quedó más remedio que meter a Vox en el gobierno -con una vicepresidencia y tres consejerías- porque era o eso o una repetición electoral que no pintaba nada bien para el PP después del desastre que había supuesto el adelanto de las urnas forzado por un agónico Pablo Casado, necesitado de una supuesta victoria propia como agua de mayo.
Ahí le tienen recomponiendo su figura durante los últimos días, intentando que la inevitable comparación entre Macarena Olona y la futura primera ministra italiana, Giorgia Meloni, no le perjudique demasiado a ojos del electorado de Vox
Se comprenden así el mal de altura y la falta de aire de Abascal y los suyos. Casi tan grandes como los que habían experimentado tres años antes Podemos y su líder, Pablo Iglesias, al calor del hundimiento del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero tras la durísima crisis económica y social, derivada del pinchazo en 2008 de la burbuja inmobiliaria; eso les llevaría en volandas a hacerse con las alcaldías del cambio (2015), de la mano de Manuela Carmena en Madrid, Ada Colau en Barcelona, Joan Ribó en Valencia o José María González Kichi en Cádiz.
Después de aquello, en noviembre, Pedro Sánchez se estrenó en unas generales bajando al PSOE hasta los 90 diputados, y en las de 2016, medio año después, Iglesias le recortó aún más la distancia hasta situarse a solo catorce escaños, 71 diputados morados frente a 85 socialistas. Visto con la perspectiva de los años, Iglesias tuvo la mala suerte de no padecer un fiasco andaluz como Abascal que le hiciera pisar suelo de nuevo.
Esa falta de realidad -o de realismo- le hizo creer que los 380.000 que le separaron de los socialistas en aquellos comicios era la distancia real entre las dos siglas, sin tener en cuenta la abstención -toda del PSOE, que luego volvió a votar- y, sobre todo, el peso de la marca en una España que, a las pruebas me remito, nunca dejó de ser bipartidista del todo. Se veía y, sobre todo, los suyos le veían ya durmiendo en La Moncloa. Quizá por eso ahora anda muy revuelto desde esa mezquita digital que es el podcast La Base lanzando fatuas contra todo y contra todos por lo que, dice, pudo ser y no fue.
Pero me da la impresión -el tiempo da y quita razones-, que a Santiago Abascal puede no pasarle lo mismo que a ese Pablo Iglesias hoy tronante, porque ha escarmentado de sueños monclovitas fatuos en cabeza ajena. Desde la caída de Pablo Casado, que competía con él todas las mañanas en dureza dialéctica contra los socialistas y sus socios del bloque de investidura, ahí tienen a Abascal recomponiendo su figura y durante los últimos días intentando que la inevitable comparación entre Macarena Olona y Giorgia Meloni no le perjudique demasiado a ojos de su electorado.
Sabe que ya no hay posibilidad de sorpasso, menos en pleno ritornello de ese bipartidismo imperfecto PSOE/PP, y se está recolocando para conformarse con una vicepresidencia que le dé Feijóo como la que tuvo Iglesias con Sánchez en La Moncloa.
Intuye bien el mandamás de Vox que el aterrizaje de Feijóo en la sede de la calle Génova es uno de esos cisnes negros que ningún político quiere que cruce en su camino y le toca espantarlo con el menor daño posible. Sabe que ya no hay posibilidad -en realidad tampoco la hubo antes, era otro espejismo- de sorpasso al PP, menos en pleno ritornello hacia ese eterno bipartidismo imperfecto PSOE/PP que es la democracia española desde hace cuarenta años, y se está recolocando para conformarse con una vicepresidencia que le dé el gallego como la que tuvo Pablo Iglesias con Sánchez en La Moncloa.
Es lo más inteligente que puede hacer Santiago Abascal, porque esta película no se ha acabado. España no es Italia, cierto, pero las mismas razones sociológicas que impiden hoy el sorpasso de Vox al PP -en verdad, nunca fue posible, era otro espejismo- convierte casi en un imposible que Feijóo doble el resultado de Pablo Casado y pase de 89 escaños a 177 (mayoría absoluta) en las generales de dentro de un año.
Ese su momentum, la necesidad, la urgencia política de un Feijóo que a sus 60 años sabe que solo tiene una bala para llegar a la Presidencia del Gobierno dentro de un año. Y luego, ya si eso, cuando se divorcien Abascal puede montar un podcast para desahogarse contra todo y contra todos y llamarlo La Cúpula… por dar ideas, digo, que La Base tiene dueño.
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