“¡El Gobierno utiliza la abogacía del Estado!” Ésta es una de las críticas que con frecuencia se vierten sobre el Ejecutivo. Suelo suscribir todo lo que se dice en contra de Pedro Sánchez y derivados, pero no es el caso aquí. La frase, así formulada, puede tener base moral pero no jurídica. Quizá al lector le parezca una distinción irrelevante, pero en ella radica una de las fortalezas que nos proporciona el sistema judicial como sociedad.
La función de la Abogacía del Estado no puede ir más allá de proporcionar defensa legal a aquellos que trabajan para él. La misma función que ofrecen los abogados privados a la ciudadanía no implicada en asuntos oficiales. Así pues, la misión de un abogado del Estado es la de defender tanto al funcionario más humilde de prisiones como a quien era ministra de Exteriores hace apenas unos meses.
Por inercia moral –y desconocimiento de las bases que fundamentan el derecho- tendemos a pensar que un abogado está únicamente para defender a sus clientes ante ataques que éticamente no consideramos justos. Películas famosas y comerciales de Hollywood no ayudan a desterrar esa idea equivocada. Pienso, por ejemplo, en Gregory Peck en Matar a un ruiseñor o en Tom Cruise en Algunos hombres buenos. De ahí las sorpresas e indignacioncitas cuando pasamos del cine a la vida real y se comprueba que alguien moralmente culpable no tiene por qué asumir cargas penales si su abogado consigue demostrar que existen atenuantes, que no hay evidencia suficiente, etc. Pocas veces reparamos en que esto ocurre como consecuencia de uno de los principios jurídicos fundamentales: es preferible evitar que un inocente vaya a la cárcel, aunque esto implique tener veinte culpables fuera.
El dilema que plantean algunos –especialmente entre los propios miembros de ese cuerpo del Estado- es si puede considerarse a los integrantes del Gobierno como parte de aquellos que trabajan para el Estado de una u otra manera. Este dilema es filosóficamente inexistente: si hay algo de lo que no puede prescindir un Estado es justamente de sus gobernantes. Desde este punto de vista, y estrictamente hablando, la oración “El Gobierno utiliza la Abogacía del Estado” no implica per se que se esté cometiendo una ilegalidad. Simplemente señala que se está haciendo uso de una herramienta que está pensada precisamente para ser usada.
La Fiscalía tiene el deber de detectar y demostrar las posibles ilegalidades que hayan cometido nuestros gobernantes, y es la Judicatura quien decide en última instancia
Cuando se da el caso evidente de que se echa mano de la Abogacía del Estado en interés personal, y en dirección contraria a los intereses de la nación, el abogado del Estado –en cuanto abogado- debe defender a su cliente igualmente. Si como ciudadano le parece inmoral, lo que le corresponde obligadamente es dimitir en lugar de usar su cargo para revertir la situación. Tenemos ahí los casos de Edmundo del Val o de Macarena Olona. Para destapar al acusado ya existen otras figuras jurídicas. La Fiscalía tiene el deber de detectar y demostrar las posibles ilegalidades que hayan cometido nuestros gobernantes, y es la Judicatura quien decide en última instancia.
Lo que sí debería preocuparnos es que el Gobierno lleva metiendo desde hace tiempo sus pezuñas justamente en estos dos últimos organismos. ¿Podemos confiar en la Fiscal General del Estado, si hasta hace nada era ministra de Justicia? Por no mencionar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. No habla nada bien de nosotros como nación que a la Unión Europea le inquiete esta situación mucho más que a los propios españoles.
Lo positivo del periodismo es que no tiene por qué ceñirse a la legalidad: también puede –y debe- señalar la inmoralidad de aquellos que nos gobiernan
En todo caso, además de tener a la Fiscalía y a la Judicatura, en España hay unas cositas llamadas libertad de información y libertad de expresión. Éstas instancias permiten que exista el cuarto poder –al menos en teoría, como también disponemos en teoría de fiscales y jueces independientes-. Lo positivo del periodismo es que no tiene por qué ceñirse a la legalidad: también puede –y debe- señalar la inmoralidad de aquellos que nos gobiernan.
Asimismo –en teoría, ¡otra vez!- los ciudadanos tenemos el deber de estar formados e informados, al menos si no queremos que el concepto “democracias constitucionales” sea solo un mero disfraz que esconda las vergüenzas de un sistema político, jurídico y social que, en la práctica, se reduzca a la vieja fórmula panem et circenses. El tipo de ciudadanía que necesitamos para no caer en esta trampa no surge de la nada, es más bien el fruto de una sociedad que aprecia una serie de virtudes, empezando por las actitudes y comportamientos propios. No exijamos pulcritud moral a nuestros gobernantes y derivados si no somos capaces de ser virtuosos en el día a día y en las cosas más pequeñas y aparentemente más intrascendentes. Ahí lo dejo.