La cercanía de la fecha desempolvaba la conversación entorno a una taza de café. Dos jóvenes, anónimos, desencantados con casi todo, según se escuchaba desde la mesa contigua, reflexionaban sobre su tema. Más bien monotema. La falta de empleo. Ambos presumían de título universitario. Uno de ellos, incluso, de un máster. Pero, a la hora de encontrar trabajo, de momento, agua. Sólo ocupaciones esporádicas. Mal pagadas, of course. De repente, uno le pregunta a otro, tras pegarle su sorbo al café. "¿Crees que se debe abolir la fiesta del 1º de Mayo como fecha reivindicativa?" Sin dejar abrir la boca a su interlocutor, él mismo se contesta. "Aquella conquista fue de otros tiempos, cuando el proletariado vivía y trabajaba hace cien años en condiciones infrahumanas. Ahora ya no queda rastro de aquello, por suerte. Y, por desgracia, no queda rastro de aquellos sindicatos". "Además los sindicatos sobran", apostilla el otro. ¿Cuánto de verdad hay en esta opinión? ¿Debemos abolir el 1º de Mayo? Démosle una vuelta a estos interrogantes.
Hace no tanto, durante la transición -y naturalmente en el final del franquismo- los sindicatos jugaron un papel fundamental demostrando una responsabilidad ejemplar. Después llegó un tiempo de evolución porque la 'famélica legión' de las masas trabajadoras se había convertido en una clase media libre ya en democracia y con legítimas aspiraciones de ir subiendo más y más. Fueron los años en los que los sindicatos pactaban fácilmente con la patronal y ampliaron su apoyo a los trabajadores promoviendo, por ejemplo, cooperativas de viviendas como la tristemente célebre PSV de la UGT, que contribuyeron a su fracaso. De vez en cuando una huelga general y poco más. El sistema funcionaba y en los dos grandes sindicatos, que tenían el monopolio de la representación en España, fluía el dinero con la misma facilidad que lo hacía en los partidos e incluso mejor porque los sindicatos estaban a salvo de cualquier control institucional.
Pero llegó la crisis y aparecieron los brotes negros -estos de verdad- de la corrupción de todos y también las de UGT y CCOO ocupando las portadas de periódicos e informativos. No va a ser fácil -y menos aún negándose a la autocrítica- recuperar el prestigio que empezaron a perder hace mucho tiempo con tanta subvención, tanta risoterapia y tanto liberado. Estamos aún saliendo de una crisis que ha dejado a los dos grandes sindicatos desnortados. Sin fuerza, con el espacio social arrebatado por las mareas (educación, sanidad…), dejando de ser altavoz de las desigualdades y los desahucios, con el pie cambiado ante el fin del bipartidismo, alicatados de corrupción (caso ERE o tarjetas black) e incapaces de movilizar a una sociedad de la que ya han dejado de ser referencia. Tan solo les queda ese reducto, el 1 de mayo. El día para sacar las banderas y darse un paseo por las principales capitales españolas antes de volver a casa y volver a plegar los estandartes.
Los sindicatos van camino del cementerio. Por muchas razones, pero una por encima de todas: no tienen cantera. La densidad sindical está alejada de la participación real de los jóvenes en el mercado de trabajo. En España, la mitad de la afiliación a los sindicatos se jubilará en el plazo de 10 años. En Italia, ya alcanza el 50% de pensionistas.
Esta situación confronta a los sindicatos a dos retos interconectados: el primero, detener y revertir su continuo declive; el segundo, incrementar su afiliación especialmente entre los grupos infra representados, lo que podría requerir tener más en cuenta sus intereses específicos. La decadencia sindical, acentuada durante los últimos años, quizás tenga mucho que ver con la falta de tradición de afiliación en España. No llega al 16% de la masa laboral activa, porcentaje muy parecido al de hace una década, según el Instituto de Estudios Económicos sobre la base de datos facilitados por la OCDE.
A ello se une la caída de afiliados entre 2009 y 2015. En esos seis años, las cuatro principales centrales en nuestro país -CCOO, UGT, CSIF y USO-, que representan en torno al 80% de los trabajadores españoles en la negociación colectiva, han perdido más de medio millón de afiliados. En concreto, en siete años se han desapuntado de sus filas 584.788 personas. El sindicato que más pierde, tanto comparativamente como en términos absolutos, es CCOO. Sus afiliados han caído un 24,4% desde los 1.203.307 registrados en 2009 a los 909.052 apuntados a cierre de 2015. A continuación, UGT es el más castigado: sufre una sangría de 276.617 miembros, los que median entre los 1.205.463 de 2009 a los 928.846 del pasado ejercicio, cuando por primera vez desde que empezó la crisis la cifra de asociados ha quedado por debajo del millón. Aunque su tamaño y representatividad sean mucho menores, en los últimos siete años también han disminuido los afiliados de CSIF (-6.622) y USO (-7.249).
La falta de enganche con los colectivos precarios en el empleo es sinónimo de distancia con los más jóvenes y las mujeres. Son ellos quienes más sufren la temporalidad. Y los sindicatos tienen un problema de conexión con estos grupos sociales. Para buscar el modo de enganchar con ellos, los sindicatos explican que quieren reforzar sus organizaciones juveniles. Ya disponen de ellas en algunas comunidades autónomas (Cataluña, Madrid), pero ahora quieren expandirlas. El objetivo es hacer ver a la sociedad, especialmente a los estudiantes, la necesidad del papel del sindicato y cerrar la desconexión que tienen con la sociedad. Otra cosa es que tengan aún margen para lograrlo.
En la lista de críticas prevalece la defensa que hacen de los que tienen empleo frente a los desempleados. "Todo un error", explica un catedrático en Derecho Laboral. "El parado de hoy es el trabajador de mañana y, por tanto, un posible afiliado. Pero si el parado no se siente querido cuando más lo necesita pocas ganas tendrá de afiliarse", prosigue. Su análisis mantiene que los sindicatos no han movido ficha todavía porque su clientela (muy protegida con contratos indefinidos) no se ha visto tan perjudicada por la crisis económica y, además, no quieren perder sus derechos adquiridos. En este contexto, se entiende que su debate se centre de forma recurrente en el abaratamiento del despido, su principal preocupación.
Los sindicatos, tal como los conocemos hoy, quedaron anticuados hace una generación. Incapaces de evolucionar en un mundo en el que la carrera profesional actual nada tiene que ver con los tiempos de Marcelino Camacho o Nicolás Redondo. Ahora, en el tiempo de la necesaria transformación digital de las empresas, un concepto que va más allá de lo tecnológico, porque se cimenta en la evolución continua de la cultura interna de las empresas, es inimaginable aquella fórmula de entrar en una empresa como botones y salir jubilado desde algún puesto directivo medio. Las leyes laborales tampoco lo facilitan. Y en esto tampoco los sindicatos han logrado cambiar el 'chip'. Siguen moviéndose entre teorías, mecanismos de acción que han perdido mucha eficacia, además de tentaciones sectarias y corporativistas.
Pero no es éste el único argumento. La práctica exclusividad representativa otorgada a las dos grandes centrales de trabajadores es otra de las causas, así como la progresiva pérdida de imagen de CC.OO. y UGT, incapaces de la menor autocrítica y de aclarar convenientemente una larga lista de denuncias en el manejo de fondos públicos. Precisamente, estas prebendas que reciben en sus tratos con los gobiernos de turno son ahora otro azote a su credibilidad. Tanto como el excesivo número de liberados con su puesto de trabajo blindado (más de 50.000 según estimaciones oficiales, con un costo de unos 1.600 millones de euros anuales), la escasa renovación de sus estructuras y la larga permanencia de sus líderes.
El contraste de los orígenes sindicales con la actualidad es abismal. El movimiento sindical debe volver a sus orígenes y renunciar a sus privilegios. La renovación que le haga ganarse a la ciudadanía y aumentar la afiliación debe partir de sus propios militantes. En una economía de mercado siempre serán necesarios los sindicatos y las organizaciones empresariales para que, en pugna legítima, equilibren las relaciones económicas y laborales. Desde este hacer, los sindicatos no solo tienen historia, también tienen futuro. Si no, esa reflexión de dos jóvenes alrededor de un café, hablando sobre la conveniencia o no de abolir el 1º de mayo, se transformará en un réquiem por unas organizaciones sociales necesarias para esa rehabilitación obligada de España.
@miguelalbacar
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