La victoria de “Parásitos” ha supuesto el espaldarazo definitivo al cine coreano. Dejando de lado la absurda diatriba de Trump contra la película (y su inefable nostalgia por “Lo que el Viento se Llevó”), el film de Bon Joon-Ho es una extraordinaria combinación de sátira, terror, picaresca y parábola que captura como pocas obras de arte el fracturado espíritu de nuestro tiempo. Es una obra fantástica, con un guion preciso, mordiente, y lleno de matices que mejora cada vez que la ves de nuevo.
No se preocupen; no me voy a meter a crítico de cine, aunque la película me gusta muchísimo. Además de ser la mejor historia sobre lucha de clases en el cine reciente, “Parásitos” es también una lección muy relevante sobre el papel de la cultura y el arte en el mundo globalizado.
No seré el primero en descubrir que la cultura pop coreana está viviendo un momento dulce. Hace unos años, cuando el planeta se volvió loco con “Gangnam Style” (reconózcalo: le ha dado al enlace por error, ha visto el video de nuevo, tiene ahora la canción en la cabeza y no puede sacársela de encima), nos los tomamos a broma, pero eso fue sólo el principio.
Ya hemos hablado del cine (no es sólo “Parásitos” – también “Tren a Busan”, “Snowpiercer”, “La Doncella”, “El Extraño”), y muchas otras, pero va más allá. La banda de pop que más ingresos genera en todo el planeta es BTS, una boy band que recaudó $4.650 millones de dólares el 2019 y llena estadios en todo el planeta. El K-Pop es todo un genero universo musical que ha resultado ser increíblemente exportable no sólo a otros países de Asia sino por todo el mundo. Si a eso le sumamos la extraordinaria ubicuidad de la tecnología coreana estos días (léase LG y Samsung), la huella que deja está dejando un país con apenas más población que España y un idioma que no habla nadie más que ellos es impresionante.
El K-pop es una cosa a la vez cursi, sentimental, hortera, frenética, moderna y anticuada absolutamente extraña y fascinante
Lo más curioso de todo este asunto es que todos estos productos culturales son obvia, totalmente, completamente coreanos, sin concesiones de cara a la galería. “Parásitos” es una película espléndida, pero al verla tienes la sensación de que no podría haberse filmado en ningún otro lugar que en Corea. El K-pop es una cosa a la vez cursi, sentimental, hortera, frenética, moderna y anticuada absolutamente extraña y fascinante y que nadie más sería capaz de producir. Para los frikis algo más entrados en años, el paralelismo con la invasión japonesa de los ochenta y noventa está muy presente. Nadie en su sano juicio iba a crear algo como la saga Final Fantasy fuera de Japón y visto fríamente los juegos de Super Mario son más que lisérgicos, pero bien nos la comimos con entusiasmo.
Lo que me parece fascinante es que todos estos productos culturales, desde las pelis de Kurosawa a los Caballeros del Zodiaco, “Snowpiercer” o las ideas de la olla de Bon Joon-Ho son muy propios de sus países de origen, pero no son en absoluto folclóricos o tradicionalistas. No soy lo bastante cinéfilo como para listar todas las influencias detrás de “Parásitos”, pero no hace falta ser demasiado ilustrado para ver como cosas como Evangelion, Oliver y Benji, o BTS son pastiches espléndidos que roban y combinan influencias de un montón de culturas, lugares y fuentes, todas refritas para sacar algo que es a la vez muy coreano o japonés, y muy abierto al mundo.
En cierto sentido, hay dos formas extremas de ver la oleada de multiculturalismo e influencias extranjeras en un mundo globalizado y cómo se responde a ellas. Por un lado, tenemos la visión proteccionista que ve la cultura local como algo amenazado e intenta mantener un “núcleo” de arte esencial que mantiene su pureza y sus formas tradicionales. Esta es la clase de política cultural que a menudo vemos en ministerios y consejerías de cultura por España y en otros lugares de Europa (léase Francia). Hay un canon de arte tradicional nacional, y Dios nos libre de subvencionar a algo que se desvíe de la ortodoxia más militante en esta materia. Es la clase de actitud que ha llevado a la práctica extinción de la Zarzuela como algo que nadie se toma en serio, por ejemplo, y el responsable directo de que la cultura oficial catalana sea un erial de mediocridad sin fin donde lo que más preocupa a los responsables es cómo pronuncian los actores la vocal neutra.
El gran pecado de Serrat
El caso catalán es especialmente irritante. Barcelona fue durante décadas el mayor centro editorial de libros en español del mundo. Muchos de los mejores escritores en lengua castellana de los últimos cincuenta años son catalanes; el mejor libro jamás escrito sobre una ciudad en España es “La Ciudad de los Prodigios”. Barcelona ha generado toneladas de música, libros, diseñadores, estética y moda en los últimos treinta años, pero buena suerte para recibir ninguna clase de reconocimiento o apoyo por parte de la intelligentsia local si no estás referenciando la Guerra del Segadors, el Comte Arnau o alguna folclorada local. El provincianismo ha sido tan militante que gente como Lluis Llach y romanticones similares se acabaron inventando historias sobre la Mediterrànea y como somos fenicios y griegos y multiculturales para no tener que escribir nada en castellano. Serrat es más apreciado en Madrid que en Barcelona, por cometer el pecado de cantar ocasionalmente en español.
En oposición tenemos a aquellos que ven un mundo lleno de imágenes, culturas, sonidos, ideas e influencias y responden no aislándose de ellas, sino copiando, reciclando, reinterpretando y reinventado furiosamente. Shakespeare no tiene nada de japonés, pero Kurosawa no dudó en fusilarlo de arriba abajo para hacer “Ran” y “Trono de Sangre”. Los signos del zodiaco y dioses griegos son aún más exóticos, y ahí los tienes, pegándose de tortas en un manga. Más cerca de casa, Rosalía esencialmente va por el mundo fusilando todo género musical que le parece interesante, desde los Chunguitos hasta Lady Gaga, mezclándolos en tres idiomas, y sacando discos que sólo pueden salir de alguien que ha crecido en Barcelona pero que incluyen influencias de medio mundo.
El flamenco de Rosalía es todo menos puro, pero está vivo, llena estadios, es parte de donde vivimos, refleja quienes somos
Huelga decirlo: los tradicionalistas aburren, los globalizadores venden. El tradicionalismo es reaccionario, aburrido, y acaba por ahogar la cultura que quiere proteger. El abrirse a influencias, atreverse a copiar, renovar, revitalizar, mezclar y adaptar lo que hace es renovar la cultura, darle vida, hacer que responda al mundo que tenemos delante nuestro. El flamenco de Rosalía es todo menos puro, pero está vivo, es parte de donde vivimos, refleja quienes somos.
Japón sigue siendo, hoy en día, un lugar único, estrictamente japonés, a pesar de que están copiando cosas de todo el mundo. El flamenco de Rosalía llena estadios y emociona a millones de personas que nunca habrían ni imaginado qué narices es el flamenco, pero sigue siendo algo único, puramente español. Esta idea de que la cultura es algo frágil que debemos proteger en ámbar para que no se estropee o se ensucie es un absurdo, un fósil nacido del romanticismo bobalicón del nacionalismo decimonónico.
Ensuciemos nuestra cultura. Es el único modo de que le sigamos prestando atención.
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