Opinión

Abrazar el mundo

Leer un libro como este es sentir, con verdadera certeza, que lo que nos rodea y ocupa cada día es muy pequeño; que nuestras peleas políticas son muy insignificantes

Estoy haciendo lo posible, y lo imposible también, para no formar parte de los 4.000 millones de seres humanos enloquecidos unos, curiosos otros, por las exequias de la reina Isabel II. Para ser un régimen viejuno tenemos que convenir que su salud es envidiable. Al final nos pueden los rituales, los oropeles y la solemnidad de una institución que la razón comprende con tremenda dificultad. O no comprende, seamos sensatos. Pero ahí están, en el Reino Unido, en Bélgica o en España. Los locutores de la BBC, pero también los nuestros que han terminado por parecerse a los de la televisión británica, no paran de recordarnos que son la cuna del parlamentarismo, por cierto, con permiso de León, que tiene reconocido semejante distinción por la Unesco.  (Digámoslo todo por aquello de ser fieles con la Historia, porque, fue en 1188 cuando nació la democracia representativa en las Cortes Leonesas, celebradas en lo que hoy es la Real Colegiata Basílica de San Isidoro).

Digresiones históricas aparte, esperemos que poco a poco nos vayamos recuperando de este ataque monárquico que hace que uno se pregunte qué vamos a dejar para el día que haya que despedir a Juan Carlos I. Ya sabemos que no será igual. Él mismo se ha ocupado de que así sea cuando llegue “el hecho biológico”, que decían en os partes médicos los días previos a la muerte de Franco. Confieso que, si algún interés ha tenido para mí el entierro de esta reina del mundo, que pasará a la Historia por no molestar y saber estar, ha sido la presencia de nuestro rey viejo, que pasará a la Historia por lo contrario, por molestar -sobre todo a su hijo Felipe VI- y no saber estar.

Dezcallar ha sido, y sigue siendo por su trabajo y por libros como este, uno de esos servidores públicos de los que los españoles podemos y debemos y sentirnos orgullosos

Para defenderme de esta invasión monárquica en la que se nos han contado hasta los mínimos detalles, -al nuevo rey le planchan los cordones, se cambia de ropa cinco veces al día y hasta se hace acompañar de un cuarto de baño portátil cada vez que viaja, un trono real, habría que decir-, me he refugiado en la lectura. Para estos días no me he ido a la ficción, y sí a un libro necesario que algún asesor áulico haría bien en recomendar a un rey de estos tiempos. Encima de mi mesa tengo el último libro del diplomático Jorge Dezcallar, Abrazar el mundo. Geopolítica: hacía dónde vamos (La esfera de los libros, 2022).

Por algunas razones que no vienen al caso, Dezcallar ha sido, y sigue siendo por su trabajo y por libros como este, uno de esos servidores públicos de los que los españoles podemos y debemos y sentirnos orgullosos. De él he escuchado en largas sesiones off the record  en las que los argumentos iban de los eternos problemas con Marruecos a nuestra inestabilidad emocional con EE. UU, o de las amenazas de ETA al yihadismo, las mejores críticas y reconocimientos en boca de destacados políticos del PP y el PSOE. Y no sólo políticos. Si a un periodista medianamente informado se le pregunta por Dezcallar el resultado es el mismo. Estarán conmigo que, en esta España de blanco o negro, de fascistas y comunistas, de españolazos y separatistas no es nada fácil concitar semejante privilegio que no deja de ser un patrimonio.

Sabemos que los libros nos cambian. Y sabemos también por experiencia que entramos a ellos de una manera y salimos de otra. Por lo general, mejor, y en el caso que nos ocupa, menos provincianos

Embajador en Marruecos y en los Estados Unidos, fue también el primer y -esto es mío, claro- el primer y mejor director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Con mucho interés leí sus dos últimos libros, la ¿novela? El anticuario de Teherán, pero sobre todo Valió la pena. Una vida entre diplomáticos y espías. Con tanta atención se leyó en mi casa, que hoy un hijo mío -y disculpen este alivio familiar- prepara el acceso a la Escuela Diplomática. Nunca sabe el escritor quién va a leer su libro y el provecho que de él sacará. Sabemos que los libros nos cambian. Y sabemos también por experiencia que entramos a ellos de una manera y salimos de otra. Por lo general, mejor, y en el caso que nos ocupa, menos provincianos.

Esto es lo que sucede con la lectura de Abrazar el mundo, que no voy a destripar porque supongo que el embajador desea vender muchos ejemplares. "Aprovecharemos mejor la salida de la crisis si desarrollamos nuestro sentido de la pertenencia a una misma comunidad, la humana, por encima de razas, nacionalidades o religiones, y a un mismo ecosistema del que formamos parte y que tenemos que proteger para evitar a medio plazo una catástrofe al lado del cual el Covid será un simple rasguño".

Leer un libro como este es sentir, con verdadera certeza, que lo que nos rodea y ocupa cada día es muy pequeño; que nuestras peleas políticas son muy insignificantes; que nuestros dirigentes son muy poca cosa, y nosotros también; que aquello en lo que parece que nos va la vida no nos lleva a ninguna parte y que, como Serrat asegura, llegamos siempre tarde allí dónde luego no ha pasado nada.

Nunca, en los últimos 10.000 años, los hombres han tenido como tenemos hoy el acceso a la alimentación, al agua, a la sanidad, a la cultura, al conocimiento, al libre movimiento, a la democracia

A veces conviene que alguien nos recuerde que, a pesar de nuestras decepciones y desencuentros, estamos viviendo el mejor momento desde que el hombre es consciente de que lo es. Nunca, en los últimos 10.000 años, los hombres han tenido como tenemos hoy el acceso a la alimentación, al agua, a la sanidad, a la cultura, al conocimiento, al libre movimiento, a la democracia. Y nunca como esto que tenemos fue tan frágil y fácil de perder. De todo esto va el magnífico y necesario libro de Jorge Dezcallar que, con acierto recuerda aquellas palabras del que fuera primer ministro italiano Enrico Letta: "En Europa hay países pequeños y otros que aún no saben que lo son". Creo humildemente que para saber dónde vivimos, este libro ofrece respuesta oportunas, apasionantes y bien contadas. Y si no da una respuesta, porque no la hay, ofrecerá conocimiento. Y, sobre todo, en tiempo como estos de abundancia de noticias falsas, conocimiento e información ciertos.

Al terminar de leerlo he sentido lo que creo que se proponía el autor, sacarme de mi mundo pequeñito de tertulias y reyertas políticas de cuarto nivel para situarme frente al mundo y abrazarlo, pese a los temores que razonablemente nos advierte el autor.  Se decía hace mucho tiempo que los diplomáticos son más peligrosos cuando se divierten que cuando trabajan. Se nota que Jorge Dezcallar se ha divertido al mismo tiempo que ha trabajado -y bien- su último libro.  

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