Opinión

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN, EN PELIGRO (I)

El absurdo delito de odio

El Estado democrático puede poner trabas a los actos de los ciudadanos, pero nunca a sus ideas, pensamientos o sentimientos: el control de la mente constituye la esencia de la tiranía.

Félix Bolaños, ministro de Presidencia, Relaciones con las Cortes y ahora también de Justicia
Félix Bolaños, ministro de Presidencia, Relaciones con las Cortes y ahora también de Justicia Europa Press.

La noticia de que Pedro Sánchez prepara una ley para amordazar a la prensa crítica, restringir la libertad de expresión y cercenar la información adversa, ha causado indignación en el mundo de la comunicación, pero demasiada indiferencia en otros sectores de la sociedad. Se argumenta que, para conseguir su propósito, el presidente retuerce ciertas directrices de la Unión Europea, originalmente establecidas para garantizar la libertad de información. Sin embargo, aunque su intención sea ciertamente enredar y tergiversar, Sánchez se aprovecha de un contexto internacional cada vez más inclinado a la censura. Durante las últimas décadas, la libertad de expresión e información no ha hecho más que retroceder en Occidente.

Controlar la información fue una tentación recurrente de muchos gobiernos democráticos, pero, salvo en circunstancias muy excepcionales como conflictos bélicos, la censura sistemática nunca llegó a aplicarse. Todo comenzó a cambiar hace unas décadas, cuando autoridades, “expertos” y activistas dieron la voz de alarma por la proliferación de expresiones, opiniones o puntos de vista, que podían ofender a ciertos colectivos. Surgían así las leyes que instauraban el “delito de odio”, una mordaza a la libre expresión y al debate. Pero los grilletes de la censura se ajustarían aún más en la última década, cuando, supuestamente para proteger la democracia, gobiernos y organismos internacionales declararon la guerra a la información “falsa o incorrecta”.

Esas alarmas no estaban justificadas: ni la incitación al odio ni la desinformación estaban en aumento ni implicaban un problema creciente. Al contrario, Occidente era más tolerante que nunca con las minorías raciales, religiosas y sexuales. Y cada vez existían mecanismos más eficaces para que cada ciudadano pudiera comprobar, por sí mismo, la veracidad de la información. El objetivo de la ola censora no era defender la democracia sino impulsar una determinada ideología, una visión del mundo profundamente antiliberal, utilizando mecanismos de ingeniería social. Este primer artículo se centrará en el delito de odio; su continuación analizará la campaña contra la desinformación e intentará apuntar las causas de tan funesta deriva.

La columna vertebral de la democracia

La libertad de expresión no es un derecho cualquiera sino la viga maestra de los regímenes constitucionales, el elemento que determina la peculiar evolución de las sociedades abiertas. La democracia liberal es incompatible con la existencia de una verdad absoluta, inmutable; aquello que se acepta como verdad es siempre provisional, sujeto a mejora mediante la crítica, la duda y la refutación en un debate abierto y razonado que requiere libertad de pensamiento, información y expresión. Las nuevas ideas compiten con las antiguas, las matizan y, en ocasiones, las desplazan, incorporándose así al acervo del pasado. La crítica y la contraposición conducen a la corrección de errores, favoreciendo la eficiencia y el progreso científico y tecnológico. El debate democrático ideal es pragmático, alejado de dogmas y utopías, pues no existen soluciones perfectas: es necesario sopesar ventajas con desventajas para poder elegir lo mejor o, en muchas ocasiones, lo menos malo.

Los regímenes tiránicos o despóticos, por el contrario, intentan imponer a la población una verdad suprema, basada frecuentemente en un ideal utópico, perfecto. La primera medida que suelen tomar los tiranos es suprimir la prensa libre y los discursos críticos. Algunos envidian la agilidad de los autócratas para tomar decisiones y, sin embargo, las dictaduras suelen resultar mucho menos eficientes en el largo plazo por carecer de ese mecanismo de corrección de errores. Pocos súbditos se atreven a señalar a Kim Jong-Un o a Vladimir Putin que su criterio está equivocado por temor a acabar en un campo de trabajo o caer por una ventana.

La diversidad es el pivote que sustenta el andamiaje del constitucionalismo liberal; pero la diversidad auténtica, aquella implica pluralidad de ideas, criterios y formas de abordar los problemas, un caldo de cultivo que favorece la fricción y el debate. Actualmente, políticos, expertos y activistas han tergiversado este término, identificándolo con variedad de razas, sexos, orientaciones sexuales u otras características coloristas y circunstanciales, pero nunca con una pluralidad de formas de pensar. En su credo, todos deben compartir, como clones, los mismos dogmas políticamente correctos.

La ignorancia, la falta de tacto o la mala educación pueden merecer reproche social pero nunca castigo penal en una sociedad libre. Las ideas erróneas solo pueden combatirse con otras correctas, no con prohibiciones

Las propuestas para la prohibición del moderno “discurso de odio” comenzaron en las Naciones Unidas en los años 60, impulsadas por los países de la órbita comunista. En Alemania, por su parte, un injustificado temor al resurgimiento del Nazismo, convirtió en delito la negación del Holocausto algo que, visto con racionalidad, era como enviar a la cárcel a quien intentara rebatir que la Tierra gira alrededor del Sol, que el hombre puso el pie en la Luna o que Escipión Emiliano arrasó Cartago en el 146 A. C. La ignorancia, la falta de tacto o la mala educación pueden merecer reproche social pero nunca castigo penal en una sociedad libre. Las ideas erróneas solo pueden combatirse con otras correctas, no con prohibiciones.

Curiosamente, estos precedentes del nuevo delito de odio nacían enfocados hacia quienes disculparan el nazismo, pero no a quienes defendieran los sistemas comunistas. Constituía delito negar los crímenes cometidos por Hitler… pero no los de Stalin o Mao. Parecían existir totalitarismos malos y totalitarismos buenos.

Las leyes de odio comenzaron castigando a quienes “ofendieran” a ciertos grupos raciales, pero con el tiempo, la lista fue ampliándose caprichosamente hacia otros colectivos delimitados por la orientación sexual, religiosa, aspecto físico, inmigrantes, etc. Cualquier alusión, por leve que fuera, podía constituir delito. En muchos lugares se considera "incitación al odio" la reticencia a utilizar pronombres femeninos (o masculinos) para referirse a transexuales, aunque ello no implique animadversión hacia estos colectivos. España introdujo el delito de odio con el Código Penal de 1995 (gobierno socialista) pero lo amplió sustancialmente en la reforma de 2015, con gobierno de Mariano Rajoy. Aunque la idea tenga cierto origen izquierdista, la derecha participa también con gran entusiasmo.

Aplicación arbitraria

Estas leyes de odio pecan de una extraordinaria ambigüedad pues no definen con precisión la frontera entre la conducta legal y la delictiva. Nadie es capaz de distinguir (de manera objetiva e indiscutible) lo que es ofensivo de lo que no lo es porque todo depende de la sensibilidad de cada cual. Se genera así inseguridad jurídica, abriendo paso a una aplicación arbitraria, a voluntad de las autoridades. La legislación viola también el principio de igualdad ante la ley porque una ofensa es delito cuando la cometen ciertos colectivos (verdugos o malos), pero no otros (víctimas o buenos). Así, los miembros de los “grupos víctima” no cometen delito por mucho que intenten ofender a hombres, de raza blanca, occidentales, heterosexuales; pero hay delito cuando la ofensa se dirige en sentido contrario.

Como estas leyes flotan en un océano de subjetividad, de sensibilidades cambiantes, expresiones que no eran delito ayer pueden serlo hoy, y viceversa, algo que obliga a permanecer al día de los mutantes criterios. O a someterse a un prudente silencio y autocensura. Curiosamente, no se exige que las aseveraciones sean falsas para resultar punibles: en el colmo del absurdo, se puede ofender, y delinquir, diciendo la verdad.

La invención del delito de odio vulnera uno de los fundamentos básicos de la libertad individual: la separación entre pensamiento y acción. Para los grandes pensadores liberales, el pensamiento es competencia exclusiva del sujeto y no puede ser objeto de persecución. El Estado Democrático puede poner trabas a los actos de los ciudadanos, pero nunca a sus ideas, pensamientos o sentimientos: el control de la mente constituye la esencia de la tiranía.

Nos encontramos ante un neo puritanismo que pretende imponer por la fuerza un comportamiento “moral” o “educado”, según sus particulares criterios, en la ingenua creencia de que los sujetos se volverán bondadosos, altruistas y compasivos

George Orwell definió la libertad como “el derecho a decir aquello que la gente no quiere oír”. Sin la opción de formular argumentos polémicos, hirientes y provocativos o de cuestionar el statu quo, la libertad de expresión desaparece. Porque la “libertad” de pronunciar discursos a favor de la corriente o aduladores del gobierno… existe en todas las dictaduras. Nos encontramos ante un neo puritanismo que pretende imponer por la fuerza un comportamiento “moral” o “educado”, según sus particulares criterios, en la ingenua creencia de que los sujetos se volverán bondadosos, altruistas y compasivos tan solo con evitar ciertos discursos y determinadas expresiones.

El “delito de odio” es disparatado porque el Código Penal es un recurso de última instancia, previsto tan solo para conductas especialmente graves. Y porque las leyes deben ser iguales para todos, accesibles, inteligibles y previsibles, y no estar sujetas a discriminación, capricho o discrecionalidad. Sus impulsores lograron establecer esta censura en Europa, pero no en Estados Unidos por la formidable autoridad moral de la Primera Enmienda. Allí, el discurso solo puede suprimirse cuando de forma intencionada, probable e inmediata pueda desembocar en la comisión de un delito.

Regresa el “precrimen”

Algunos expertos argumentan que debe prohibirse la expresión de ciertos pensamientos críticos, o poco respetuosos, porque podrían generar, a la larga, violencia. Pero este vínculo es extremadamente dudoso, discutible e improbable. El alcohol es un detonante de la violencia mucho más directo e inmediato, pero nadie lo consideraría “generador de odio”. Esta ocurrencia de condenar por un posible delito futuro es el concepto de “precrimen” de la novela The Minority Report (1956), donde la policía detenía, y los jueces condenaban, a los ciudadanos por un crimen que cometerían en el futuro. Su autor, Phillip K. Dick denunciaba así la intromisión de los sistemas totalitarios en la mente y la conciencia de los individuos.

Aunque ciertos discursos sean poco deseables y su difusión implique ciertos riesgos, la prohibición conlleva perjuicios muy superiores. La censura no solo genera una pérdida de legitimidad de las autoridades democráticas, también incrementa el atractivo de lo prohibido pues impulsa a muchos individuos a adoptar una actitud reactiva, a apoyar la idea por estar censurada. Y el destierro a las catacumbas de ciertos discursos indeseables dificulta su adecuada refutación mediante discusión abierta. Todavía peor, prohibir ideas novedosas o rompedoras impide una evolución social sana, petrificando el statu quo.

Si la implantación del delito de odio resultó abominable, la censura de segunda generación, la descabellada guerra contra la desinformación, (que analizaremos en el siguiente artículo) utilizará métodos e instrumentos mucho más taimados y sibilinos, hasta el punto de que muchos de los censurados… ni siquiera serán conscientes de ello.

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