“La democracia es un esfuerzo constante de los gobernados contra los abusos del poder”
(Alain, El ciudadano contra los poderes, Tecnos, 2017, p. 162)
No cabe duda que los decretos-leyes están de moda. Se está escribiendo muchísimo sobre esa figura normativa. Además, todo hay que decirlo, hay sobre el particular contribuciones muy notables. Desde los acreditados trabajos académicos de Manuel Aragón, Ana Carmona o Luis Martín Rebollo, hasta las sugerentes aportaciones instantáneas en blogs de profesores, como las de Gabriel Doménech, Miguel Ángel Presno o José Tudela, por solo citar las más recientes. Por si ello fuera poco, los decretos-leyes han entrado de lleno en la campaña electoral. Hablar, por tanto, de ese instrumento normativo (en teoría) “excepcional” es arriesgado, puesto que por una fuerza política (la gobernante) está entronizado. Otra usó y abusó de tal figura todo lo que quiso (mas con la excusa de la crisis fiscal), y algún partido en liza pretende ingenuamente su supresión, mientras que el resto mira hacia otro lado, tal vez esperando algún día tirar la piedra y esconder la mano.
Desconozco quién ha sido la lumbrera socialista que diseñó esa imprecisa noción (que tanto repiten por economía del lenguaje o por puro desconocimiento buena parte de los periodistas y algunos políticos) de “gobernar por decreto” (en verdad, legislar por decreto-ley). Si fue algún profesor universitario de Derecho de la nómina que puebla la bancada socialista, los altos cargos o el personal eventual, sería sencillamente para quitarle la cátedra, la titularidad o el doctorado, y mandarlo otra vez a primero de carrera. Estoy seguro que de allí no surgió tan brillante idea, pues bastante van a tener los pobres cuando vuelvan a las aulas. ¿Cómo explicarán, entonces, el diarreico uso de una norma de excepción en un Estado que se autodenomina como Constitucional? Ingrata tarea.
En cualquier caso, puede ser bueno refrescar la memoria. Y así preguntarse de dónde viene tan singular figura normativa. ¿Cuál fue el origen o (por hacer honor al título de este artículo) el genio que la incubó y, sobre todo, qué multiplicó su (mal) uso? Aunque la cuestión es mucho más compleja, la simplificaré para el lector lego en la materia.
Un estudio revela que desde 1978 hasta 2015 los decretos-leyes supusieron una tercera parte del total de las leyes ordinarias aprobadas por el Parlamento
Tras la emergencia del Estado liberal, el Poder Ejecutivo siempre llevó mal su condición vicarial o meramente ejecutiva frente al omnipotente en sus primeros pasos Poder Legislativo (único encargado de legislar, incluso de normar); ese Ejecutivo capitidisminuido primero se pretendió emancipar con el ejercicio de la potestad normativa reglamentaria (inicialmente negada), más adelante amplió su margen de actuación normativa sobre todo aquello que no estuviera reservado a la Ley y, finalmente, comenzó a aprobar decretos de necesidad que tiempos después se transformaron en disposiciones normativas con fuerza y rango de ley dictadas en situaciones de extraordinaria y urgente necesidad. Y ello tomó carta de naturaleza, con algunos precedentes, en el período de Entreguerras. Su nota principal es que se orillaba la deliberación político-parlamentaria y se aprobaban expeditivamente, con efectos inmediatos. Cristalizado, con aparentes limitaciones, ese “monstruo excepcional” en algunas Constituciones, comenzó de inmediato su abuso. Si al poder no se le ponen frenos, siempre se pasa de la línea. Los regímenes totalitarios, las dictaduras y los sistemas autoritarios tomaron buena nota de los decretos-leyes y los transformaron en su forma ordinaria “de legislar”, hasta el punto de que, con matices que no vienen al caso, Mussolini, el Führer o, más tarde, Franco (antes de él, Primo de Rivera), convirtieron esa figura excepcional en el instrumento ordinario normativo del Estado. Todavía hoy, la monumental obra de Juan Alfonso Santamaría Pastor, Fundamentos de Derecho Administrativo (1988), sigue siendo de lectura obligada para comprender cómo “el Decreto-Ley es el concepto testigo de la incapacidad de un buen número de regímenes políticos para mantener los presupuestos ideológicos originales del Estado de Derecho” (p. 628).
Legislación excepcional versus legislación ordinaria
Y esa incapacidad es, cabe añadir, particularmente intensa en nuestro sistema político-constitucional. El desproporcionado uso de la figura del decreto-ley se ha convertido en regla de funcionamiento ordinario de la democracia española. Una evidente patología. Desde los inicios del régimen constitucional de 1978 hasta 2015 -como estudiaron los profesores Aragón y Martín Rebollo- los decretos-leyes alcanzaron a ser una tercera parte del total de las leyes ordinarias aprobadas por el Parlamento. Durante la etapa más dura de la crisis fiscal (2008-2015), los decretos leyes representaron el 56 % frente a las leyes ordinarias. Ya entonces, por tanto, “legislaba” más el Gobierno (Poder Ejecutivo) que el propio Parlamento (Poder Legislativo). El mundo al revés. Pero, en el año 2018 esa proporción se dispara: se aprobaron 11 Leyes ordinarias por las Cortes Generales y 28 Reales Decreto-Ley por el Gobierno; por tanto la legislación excepcional fue en ese año casi tres veces superior a la legislación ordinaria. Y lo que llevamos de 2019 ya se han dictado 9 decretos-leyes frente a 4 leyes ordinarias. Y aún “queda partido” para seguir aprobando decretos-leyes, según el presidente del Ejecutivo español. Son datos irrefutables. Saquen ustedes mismos las conclusiones.
Los regímenes totalitarios y las dictaduras tomaron buena nota de los decretos-leyes y los transformaron en su forma ordinaria de ‘legislar’
No es este espacio para una lección de Derecho Constitucional, ni soy la persona más idónea para impartirla. Me interesa otro enfoque, menos transitado. Parece obvio que la calidad de nuestro sistema institucional hace aguas, y esta es una manifestación más. Nuestra clase política muestra un enorme desapego hacia las formas. Y estas son la esencia de la democracia constitucional. No basta con afirmar cínicamente que el decreto-ley es una potestad constitucional que tiene el Ejecutivo y que, en cualquier caso, debe ser convalidado por el Congreso de los Diputados. Lo patológico es la mala práctica política y, resultado de esta, que el sistema de controles del decreto-ley falla por todos los lados. Tal vez, lo que se deba repensar es cómo articular un modelo de checks and balances más eficiente e instantáneo. Hay muchas formas de reconstruir el deficiente sistema de control que tenemos frente a tales normas de excepción. Pero este no es lugar para tales disquisiciones. Solo dos apuntes: parece a todas luces exagerado predicar de los decretos-leyes su presunción de constitucionalidad –principio asentado en la dignidad democrática de la Ley- hasta que el Tribunal Constitucional se pronuncie, en su caso, tal como se aplica a las leyes ordinarias (solo, por cierto, a las del poder central); por no hablar de la afectación a la tutela judicial efectiva que representa el blindaje a cal y canto de la legitimación para impugnar directamente los decretos-leyes cuando estos incorporan medidas singulares. La vida política está llena de paradojas: se pretende exhumar un cadáver y se blinda su impugnación con la norma predilecta del dictador. Y no hablemos de “paternidades”: ¿desde cuándo los decretos-leyes, atendiendo a su extraordinaria y urgente necesidad, no entran en vigor el mismo día de su publicación en el BOE? La inventiva no tiene fronteras.
En fin, en plena era de Internet y a las puertas de la revolución tecnológica, también el modo de legislar debe reinventarse. La respuesta rápida se impone. Pero no así. Vivimos momentos de apresuramiento y precipitación, donde la aceleración política encuentra su salida natural en esta figura normativa excepcional de uso ordinario que ofrece inmediatez (a golpe de clic en el BOE), anima a los potenciales votantes a decir me gusta (más derechos, más permisos, más retribuciones, más gasto público), y, por tanto, hace posible una clara “utilización para fines de manifiesto oportunismo político” de la legislación de excepción (Gomes Canotilho, Direito Constitucional, p. 789). Pero lo que tal vez no son conscientes quienes promueven ese empacho de decretos-leyes es que con tal modo de operar están cavando la fosa del principio de separación de poderes, ya tan maltrecho en nuestro sistema institucional. Como concluye el politólogo de la Universidad de Cambridge, David Runciman (Así termina la democracia, Paidós, 2019. P. 115), “la política democrática siempre sale malparada de los intentos de soslayarla”.
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