Empezamos a poner un pie fuera de casa. O los dos. Parece que nos ha entrado una especie de fiebre callejera, lo cual no tiene nada de extraño porque llevamos dos meses de clausura monacal. Los salvapatrias que se pasaron semanas voceando aquello de “Estos inútiles tenían que haberlo cerrado todo en febrero” son los mismos que ahora vocean, con la misma intensidad, la nueva cantilena, “Estos canallas tienen que abrirlo todo en mayo”. Es teatro, ya lo sabemos, es guiñol para tontos, pero enfada por su simpleza, por su desprecio a la inteligencia. Y sobre todo aburre. Muchísimo.
Pero la famosa 'desescalada' ha empezado ya. En todo el mundo, a ritmos lógicamente diferentes. Y la pregunta sale sola: ¿Cómo será el futuro?, ¿qué cambiará? ¿seguiremos comportándonos igual, abrazándonos igual, yendo al fútbol, o a cenar por ahí, o a misa, o a la logia, o de fiesta con los amigos, o lo que se nos antoje, como hemos hecho toda la vida?, ¿o habrá costumbres que cambien, o normas, o hábitos cotidianos nuevos?, ¿cómo será la célebre “nueva normalidad”?
Ahí todo son especulaciones, no pueden ser otra cosa porque nadie lo sabe con certeza, pero hay dos grandes corrientes de opinión. De un lado, los que creen que seremos mucho más solidarios, amistosos, respetuosos, conscientes de nuestra fragilidad, precavidos y desde luego también miedosos. Sueñan con un mundo mejor y más unido después de “esto”. Esas personas, sin la menor duda buenas, son las que construyen su percepción con hechos tan ejemplares como los aplausos de todos los días, a las ocho, en el balcón. Por ejemplo.
En internet (millones de personas estamos todo el santo día colgados de internet) el griterío, las patrañas, la manipulación y la matonería tuitera y “forera” no solo no han menguado sino todo lo contrario
Del otro están los que creen que, al final, no cambiará nada. Nuestros políticos se siguen comportando exactamente igual, gritando para la galería; los recibos del banco y de la luz y del teléfono siguen siendo esencialmente los mismos, aunque nuestros ingresos ya no lo sean, y en internet (millones de personas estamos todo el santo día colgados de internet) el griterío, las patrañas, la manipulación y la matonería tuitera y “forera” no solo no han menguado sino todo lo contrario. Así que también hay serios motivos para pensar que los cambios, al menos a medio plazo, serán mínimos.
Yo plantearía el asunto de otra manera: ¿Qué es lo que queremos nosotros que pase? Porque eso es fundamental. Si nosotros, como ciudadanos individuales pero también como sociedad, soñamos, esperamos, reclamamos un cambio en el sentido que sea, hay muchas posibilidades de que las cosas sean diferentes cuando esto termine.
La respuesta a esa pregunta es lo que me hace ponerme del lado de los pesimistas. Lo que estamos deseando, yo creo que muy mayoritariamente, no es una “nueva normalidad”, sino regresar a la normalidad que teníamos antes, en enero sin ir más lejos. No estamos deseando que la normalidad futura sea diferente. Estamos, sencillamente, esperando a que vuelva lo que había. No estamos soñando con un futuro mejor para la sociedad, para la nación, para el maltratado planeta; estamos haciendo planes para las vacaciones de agosto.
¿Una pandemia breve?
Eso no tiene nada de extraño. ¿Y por qué? Porque la pandemia ha sido (sigue siendo) feroz, durísima, pero… breve. Cuando escribo esto van 300.000 muertos en todo el mundo, sí, pero en dos meses y pico. El ser humano, sobre todo cuando funciona como sociedad, necesita mucho más tiempo para aprender.
Les pongo solo un ejemplo entre cientos. En 1945, cuando concluyó la segunda guerra mundial, nadie quería volver a la situación de 1939. Nadie. La comparación es difícil en términos cuantitativos, porque aquella locura dejó el planeta sembrado con 80 millones de cadáveres. Pero es que duró cinco años y medio. A nosotros se nos están haciendo interminables estos dos meses, pero aquellos años cambiaron para siempre la mentalidad de las personas. El mundo vivió un afán de reconstrucción como no había vivido nunca antes.
Muy pronto cundió el miedo al enemigo, porque el planeta se partió políticamente en dos, pero ese miedo colectivo convivió con el irresistible impulso de crear cosas nuevas, instituciones nuevas que impidiesen la repetición del desastre que acababa de terminar. Ahí se creó la ONU. Ahí echó a andar de verdad lo que hoy es la Unión Europea, por ejemplo, gracias a grandes hombres que habían nacido muchos años atrás, es cierto, pero cuyo carácter, voluntad y determinación se forjaron en los años de la guerra. Fueron los tiempos de estadistas como Churchill, De Gaulle, Adenauer, Spaak, Schumann, Monnet, De Gasperi y bastantes más. Ese impulso armonizador y esa constelación de grandes hombres de Estado habría sido impensable en 1939. Seis años antes. Seis años terroríficos, pero sobre todo seis largos años.
Nosotros, tras dos meses de confinamiento, seguimos con Sánchez, Casado, Abascal, el Rufián, Ayuso, Iglesias, Torra y por ahí seguido hasta acabar el chiste. Y no parece que de la crisis epidémica esté surgiendo una nueva generación de líderes que pueda hacer sombra a ese ramillete de ilustres patricios, que cada vez que hablan nos deslumbran a todos con la cegadora luz de su sapiencia y su altura de miras. Tendremos que seguir aguantando lo que hay. Y si asomamos la nariz por encima de la raya, pues ahí siguen, y seguirán, especímenes como Trump, Bolsonaro, Johnson, Putin y tal y tal y tal, que habría dicho Jesús Gil, que es el único que falta para completar el catálogo de próceres merecedores de estatua.
Si en agosto ya podemos irnos a Benidorm o a Canarias, esto que vivimos ahora habrá sido poco más que un susto del que tardaremos unos meses, quizá algo más, en recuperarnos
No cambiará gran cosa –salvo el miedo de unos a otros– porque no deseamos que cambie. Y no lo deseamos porque no nos ha dado tiempo. Si en agosto ya podemos irnos a Benidorm o a Canarias, esto que vivimos ahora habrá sido poco más que un susto del que tardaremos unos meses, quizá algo más, en recuperarnos. Pronto tendremos la vacuna y hala, a vivir.
China y Putin
Luego está la otra realidad: quienes dirigen el mundo (que no son casi nunca los presidentes), los que controlan los mecanismos económicos y financieros del planeta, no van a consentir que una gripe más o menos gorda destruya su sistema: el virus no acabará con el neoliberalismo ni con su injusticia social, su aumento imparable de la desigualdad y su ley del más fuerte, por la misma razón por la que tampoco terminará con el “comunismo” chino ni con la putinocracia mafiosa que controla todo el poder en Rusia desde hace más de veinte años. Todo eso está mucho más sólidamente asentado, y férreamente controlado, que este virus o que veinte virus como este.
Naturalmente, nadie desea –ni yo tampoco– que esta agonía de la covid-19 dure mucho más. Cuanto antes acabe, mejor para todos. Pero no esperemos grandes cambios ni políticos ni sociales, ni tampoco de costumbres, cuando todo esto haya pasado, porque es muy poco probable que los haya. Todo seguirá más o menos como estaba antes. Para que se produjese un cambio trascendental en el mundo necesitaríamos otra cosa, no necesariamente más grave pero sí mucho más duradera. No sé. Si me permiten la broma, creo que una buena glaciación no nos vendría del todo mal para replantarnos unas cuantas cosas…
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