El día 11 de septiembre de 2001 Estados Unidos gozaba de una supremacía global absoluta e indiscutible. Era la única superpotencia que quedaba en el escenario tras el colapso de la Unión Soviética una década antes y su posición se había vuelto aún más dominante en relación con el resto de los países del mundo. La Rusia postsoviética del año 2000 era un país en ruinas. Su economía era minúscula, no mucho mayor que la de la diminuta Austria. La Unión Europea, por su parte, se disponía a incorporar y asimilar a nuevos países del este y estaba en aquel momento poniendo en marcha la unión monetaria. La otrora floreciente economía de Japón se había estancado. China todavía era solo el cachorro de un tigre. Ese era el mundo de hace veinte años.
A pesar del terrible trauma que provocaron los atentados de las Torres Gemelas, la respuesta de Washington durante los dos meses siguientes sólo reafirmó el dominio mundial de Estados Unidos. Tras la negativa de los talibanes a entregar a Osama bin Laden, George Bush ordenó atacar Afganistán. Aquello no iba a ser Vietnam. En mes y medio el emirato talibán se había evaporado. Parecía que la “guerra contra el terror” declarada poco antes estaba casi ganada. Fue entonces cuando las cosas empezaron a ir mal.
Bin Laden, escondido en las montañas de Tora Bora, pidió a sus seguidores que rezaran por él y ocurrió una especie de milagro. Distraídos por los planes de invadir Irak y decididos a mantener tan sólo una pequeña huella en Afganistán, la Casa Blanca se negó a ir más allá. Bin Laden huyó a Pakistán y allí permanecería casi diez años. Luego vino la desastrosa guerra de Irak que dejó a Afganistán expuesto al resurgimiento de los talibanes. La ocupación de Irak fue el mejor entrenamiento para los yihadistas en un nuevo tipo de guerra asimétrica contra una superpotencia tecnológicamente imbatible, pero a la que se podía poner en jaque sobre el terreno con coches bomba y simples artefactos explosivos. Muchas de estas tácticas, nacidas de la improvisación y la necesidad, viajaron rápido de Irak a Afganistán obligando a replegarse a las tropas estadounidenses de forma paulatina. Antes de eso, la sociedad civil de Estados Unidos, la misma que había sido castigada por los atentados del 11-S, ya se había replanteado la utilidad de aquel esfuerzo material y humano en la otra punta del mundo.
Seguramente en Estados Unidos hubiesen deseado despedirse de Afganistán con honores y un fastuoso desfile en uniforme de gala por una avenida de Kabul, pero lo hicieron de madrugada
El punto final de esta triste historia se escribió hace sólo unos días, el pasado 31 de agosto, cuando el último avión de la Fuerza Aérea estadounidense despegó del aeropuerto de Kabul. Seguramente en Estados Unidos hubiesen deseado despedirse de Afganistán con honores y un fastuoso desfile en uniforme de gala por una avenida de Kabul, pero lo hicieron de madrugada, atropelladamente y con uniforme de campaña. Como resultado, tan sólo los islamistas han celebrado el vigésimo aniversario del 11 de septiembre. En Estados Unidos se han limitado a recordar entre sollozos la fecha y orar por las víctimas.
Cuatro presidentes de Estados Unidos —George Bush, Barack Obama, Donald Trump y ahora Biden— se han demostrado incapaces de derrotar a los talibanes, una fuerza de sólo 75.000 efectivos frente al cerca de millón y medio de hombres en activo con los que cuentan las Fuerzas Armadas estadounidenses. Cansados del conflicto, los últimos tres presidentes decidieron ir retirándose de Asia Central y Oriente Medio. Este mismo era el principal objetivo de Al Qaeda desde el principio. El propio Bin Laden era quien remarcaba ante sus leales que, antes de nada, buscaba expulsar a los "cruzados" de aquel rincón del mundo.
Volver al punto de partida
En Washington no han abordado esta nueva y preocupante realidad. La credibilidad de Biden en todo el mundo se ha visto muy mermada, aunque no quiera darse por enterado. Ha vendido como un gran éxito una evacuación apresurada de 120.000 personas en dos semanas. La realidad es que Estados Unidos ha vuelto al punto de partida. Se enfrenta a un Afganistán gobernado por los mismos fundamentalistas religiosos que aventó hace veinte años. Pero el mundo hoy ya no es el del año 2001. El poderío de Estados Unidos ya no es tan incontestable como lo era entonces. Sus enemigos tratarán de aprovecharse de eso, concretamente, China, Rusia y enemigos menores como Irán o Venezuela.
No me malinterprete. Estados Unidos sigue y seguirá siendo en el futuro inmediato la principal potencia militar del mundo, su presencia es global, sus flotas patrullan los océanos y posee bases en Europa, en extremo oriente y en el golfo Pérsico, pero su poder duro no es el que llegó a ser en el cambio de siglo. Se equivocaron en el alcance de ese poder. Trataron de usarlo con la ambiciosa idea de construir Estados desde cero simplemente porque la operación les había salido bien en Europa y en Japón tras la guerra mundial. Quizá lo único bueno que va a salir de todo esto es que en Washington han aprendido de una vez la lección de cuáles son los límites del poder militar puro. Quizá si hubiesen sabido algo más de historia de España se habrían ahorrado un disgusto. Desde el principio hubieran descontado que a los reyes de España, los monarcas más poderosos del mundo durante siglo y medio, disponer el mayor ejército de su época no les impidió frenar la expansión del protestantismo en Europa.
La humillante paz de Westfalia
El hilo común que une a la Holanda de los Habsburgo, Vietnam, Irak y Afganistán es que las insurgencias nacionalistas, ya sean los calvinistas, el Vietcong, los talibanes o los yihadistas iraquíes, acabarán con la paciencia del ocupante extranjero más poderoso. Ho Chi Minh, el caudillo de Vietnam del Norte decía que por cada diez vietnamitas que matasen los estadounidenses ellos matarían a uno, pero al final sería Estados Unidos quien quedase exhausto. Eso mismo fue lo que sucedió. Los talibanes solían decir que los gringos tenían los relojes, pero ellos tenían el tiempo. El Estados Unidos de nuestra época se ha encontrado en Afganistán e Irak con el mismo problema que los españoles en los Países Bajos durante los siglos XVI y XVII. Felipe II llegó a decir en la cúspide del poder español a finales del siglo XVI que prefería perder todos sus dominios y cien vidas, si las tuviese, que reinar sobre herejes. Su nieto tuvo que retirarse de Holanda y firmar una paz humillante en Westfalia. Felipe IV no reinó sobre herejes, simplemente no reinó.
Pero parece que en las academias militares de Estados Unidos no estudian como deberían el sino del primer imperio global de la historia a pesar de que sus enseñanzas son gratuitas y muy útiles. Han apurado el cáliz y deben ahora afrontar las consecuencias. En uno de los documentos pertenecientes a Bin Laden encontrados en 2011 en la casa de Abbottabad donde fue liquidado por una unidad de operaciones especiales, había una frase premonitoria. Decía textualmente que su meta era “destruir el mito de la invencibilidad estadounidense”. Gracias a la arrogancia de su enemigo lo han pulverizado. Lo irónico de este asunto es que cuando George Bush se metió primero en Afganistán y luego en Irak para vengar el 11-S lo que quería era demostrar que Estados Unidos era invencible, dar un escarmiento y que nadie más se atreviese a atacarles. Con Afganistán hubiese bastado, pero quiso dejar claras sus intenciones con la guerra y ocupación de Irak. Eliminar a los talibanes no era suficiente. El Gobierno de Bush quería enviar al mundo el mensaje de que el poder de Estados Unidos era total y no admitía apelaciones. Saddam Hussein nada tuvo nada que ver con el 11 de septiembre, pero el dictador era un villano muy a mano para recordar a todos que Estados Unidos lanzaría ataques “preventivos” contra cualquier país que albergase terroristas.
Nace el Estado Islámico
La administración Bush se inventó que Saddam tenía vínculos con Al Qaeda y que poseía armas de destrucción masiva. Luego, en contra del consejo de la mayoría de sus aliados y desafiando a casi todo el mundo, Bush pasó a la acción. El efecto fue el opuesto al que pretendía. Ese fue el error capital que desencadenó todos los demás. Se dejó a Afganistán a un lado y se invadió Irak, lo que convirtió a Estados Unidos en una potencia ocupante no en las lejanas montañas afganas, sino en el mismo corazón del mundo árabe. Eso fue como abrir la caja de Pandora. A partir de ahí el islamismo se extendió como la pólvora por todo Oriente Medio. De la ocupación de Irak nació el Estado Islámico que aprovechó a fondo la inestabilidad provocada por la primavera árabe de 2011. Tres años después Siria estaba devastada y una ola de refugiados se desparramó por Europa. Los yihadistas se fundieron con el paisaje y las comarcas en las que operaban, se volvieron más duros, más inteligentes, más sigilosos y mucho más letales.
Como resultado de la extralimitación de Estados Unidos y de la arrogancia de sus gobernantes, el daño hecho por Al Qaeda se queda en nada en comparación con el daño que Estados Unidos se ha infligido a sí mismo. Unos 15.000 militares y contratistas estadounidenses se han dejado la vida en las guerras de Oriente Medio que han costado a las arcas públicas más de seis billones de dólares. Sumémosle a esto el número de civiles muertos en el extranjero y las sucesivas olas de refugiados y tendremos el retrato completo de un fracaso total.
Desde 1945 hasta el año 2000, a pesar del patinazo en Vietnam, todos los presidentes de Estados Unidos tuvieron en su haber algún éxito en política exterior, pero, desde entonces, cuatro presidentes no han tenido ninguno. ¿Por qué semejante récord en las últimas dos décadas? En parte porque los presidentes que sucedieron a George Bush han tratado de purgar con mayor o menor acierto el desastre posterior al 11 de septiembre. El desastre puede reducirse a la incapacidad de convertir una victoria clara en el campo de batalla en una victoria estratégica definitiva. Eso ha conducido a que, en las dos últimas décadas, la única superpotencia se ha empantanado en una cadena interminable de guerras que ha agotado su energía mientras sus rivales prosperan.
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