Estoy convencida de que son muchas las personas -yo entre ellas- que, esta semana, han buscado en el diccionario el significado de la palabra que da nombre a esta columna. Dice de acróstico la Real Academia Española que es aquella “composición poética constituida por versos cuyas letras iniciales, medias o finales forman un vocablo o una frase”. Me recuerda a los mensajes encriptados que se enviaban en tiempos de batalla y que sólo eran capaces de interpretar aquellos para los que se habían escrito. Es el juego enigmático que ha utilizado la propia Shakira en su última canción en la que construye acrósticos que conforman los nombres de sus hijos. De ahí el título. Ella también lleva meses en guerra con su propio corazón.
Permitidme la extravagancia, pero en un momento en el que las separaciones se han convertido en una pandemia en sí misma ¿qué mujer, en pleno proceso de ruptura, no se ha podido sentir identificada, de alguna forma, con ese videoclip que va directo a la yugular de un ex? Dos niños pequeños, por los que su madre pedía clemencia a los medios hace sólo unas semanas, protagonistas ahora de una secuencia que han visto ya millones -repito- millones de personas alrededor del globo.
Las últimas páginas de un libro con final esperado. La vida, en definitiva, amontonada en unas pocas cajas de cartón directas a un camión de mudanza
Casi tres minutos en los que los hijos de la artista aparecen tocando al piano algunas de las notas de una sintonía compuesta desde la corteza más profunda y herida. Cantando con un acento -cambian la “c” por la “s”- que les separa todavía más de un padre que escucha desde la lejanía que proporcionan los kilómetros. Pocas veces antes -o tal vez ninguna- habíamos visto a los hijos de Shakira y Piqué en una escena tan íntima y delicada. Las persianas de la casa cerradas ahora a cualquier atisbo pasado de felicidad. La luz que se apaga. La canasta vacía. El balón que no salta. Los patinetes volteados.
El Lego sin acabar. Las fotos de cualquier otro tiempo mejor. Los patitos flotando en la bañera. La maleta que se cierra. Las perchas sin ropa. Las últimas páginas de un libro con final esperado. La vida, en definitiva, amontonada en unas pocas cajas de cartón directas a un camión de mudanza. Y madre e hijos sobreviviendo al naufragio del barco a bordo de un piano de cola blanco, intuyo, con historia. Debo confesar y confieso que, a mí, tanto canción como video, me han arrugado el alma. Porque puedo empatizar con la mujer que hay detrás de la artista, con su rabia, con su tristeza, con su amargura, con su miedo a la incertidumbre, al "¿qué vendrá ahora?" Sin embargo, hay algo que no comparto: que empuje a los niños al campo de batalla y los someta a munición real.
Ha encontrado la colombiana en sus canciones la mejor arma para disparar contra su objetivo. Pero, ¿a qué precio? No todo vale por facturar, aunque quizá el dolor no le ha dejado ni siquiera valorar los riesgos de la exposición infantil a la misma mujer que emitió un comunicado solicitando protección para esos hijos. Porque ese video quedará ahí, por siempre, en una nube en la que todavía no existe el derecho al olvido. Al revuelo desatado en las redes por la incongruencia entre lo que pide y lo que hace la cantante, se ha visto obligada a responder: “Ambos han compartido a mi lado en el estudio y al escuchar esta canción dedicada a ellos me han pedido hacer parte”. ¿Es suficiente esta justificación? ¿Le vale a ella? ¿Al padre? ¿A los propios pequeños? ¿Alguien ha pensado en su futuro?
Me he planteado estas preguntas al hablar hoy, por teléfono, con mi madre de 71 años. Me ha confesado que hay detalles, a su edad, situaciones de cuando era cría que jamás ha podido olvidar. Frases como “Andrés ha tenido un accidente” que escuchó en una cocina plagada de adultos. Hablaban de su padre creyendo que ella, perdida ahí en medio, no se percataba de la gravedad del impacto. Sin embargo, un menor es como una esponja, lo absorbe todo y puede tardar una vida en perdonar lo que dura un segundo. Puede cargar por el resto de sus días con el peso, aparentemente liviano, de un gesto tonto, un tortazo fugaz, una palabra fuera de lugar, una obligación innecesaria. Yo también he sido niña. Y también tengo memoria. Y también recuerdo instantes, frases, caras, mensajes, ausencias. Y lo tengo todo guardado bajo llave en una caja en lo más profundo. A la espera de abrirla, quizá, algún día no demasiado lejano. Para seguir más ligera un camino ya demasiado áspero.
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