El estado de alarma comenzó un sábado y terminó un sábado. Pero ha tenido que llegar el lunes para, entonces sí, dar por cerrada una pesadilla que muy pocos imaginamos que seríamos capaces de sobrellevar.
La normalidad ha dejado de ser tal. La vida que retomamos es una versión ortopédica de la que tuvimos antes, porque ni todos los comercios han abierto ni todos los ciudadanos han retomado sus quehaceres.
Hay más personas en el transporte público y bullicio en la calles, pero mientras no regresen los colegios e institutos estaremos ante una versión reducida de lo cotidiano, y no sé yo si con eso sea suficiente para hacerse una idea de la vida que nos ha quedado.
La normalidad será eso que surja de ahora en adelante y las embestidas que la epidemia nos tenga reservadas. Y a juzgar por los brotes, una segunda ola parece cada vez más cercana. Me pregunto si de algo servirán las mascarillas cuando eso ocurra. Ni bebiéndome el hidrogel me acostumbro. Pero ese ya es otro asunto que no compete a este diario.
Ya yo había vuelto a mi trabajo y mi rutina con la llegada de la fase 2, justamente con una rueda de prensa del Teatro Real. Un mes después vuelvo al coliseo para cubrir la conferencia de prensa de La Traviata. Entre una butaca y otra, un largo trozo de cinta obliga a mantener la distancia, todo es distante, antiséptico. Verdiana, así encuentro la vida tras la covid-19. Algo inmenso que de echa sobre nosotros, como Germont sobre Violetta en el primer acto, pero sin belleza.
La razón de ser de este diario de la cuarentena era dar un punto de vista de alguien que vive solo y no tiene familia. Durante 100 días se convirtió en el dietario de una soledad, pero ya toca un punto final. El coronavirus no ha terminado y hasta que no exista una vacuna no dejará de rondar. No se irá, solo nos hará creer que lo ha hecho. Mientras tanto iremos haciéndonos a la vida, como quien se acostumbra a perder el gusto o el olfato.
De estas semanas he aprendido algunas lecciones y adquirido ciertas costumbres en detrimento de otras. Desde perder por completo el sueño, hasta domesticarlo para devolverlo a sus ciclos originales. He descubierto personajes y actitudes que me gustaron y otras que detesto, como los aplausos, que jamás consiguieron emocionarme y me hacían sentir aún peor. He visto más clásicos de cine en estos dos meses que los que había visto en toda mi vida y descubrí que es mucho más difícil escribir una novela cuando el tiempo parece ilimitado.
Me gustaría decir que he salido mejor de la pandemia, empezando por el solo hecho de estar viva, pero me temo que no. No soy apocalíptica como Houellebecq, pero tampoco entusiasta como los personajes de las campañas institucionales y los comerciales sobre tratamientos antihumedades.
Después de cien días escribiendo sin parar, e inventándome puntos de vista distintos que convirtieran esto en algo más llevadero, quiero y necesito parar. El verano, pues, se despliega como esa uve quebrada que invita al abismo y la resurrección. Y yo necesito volver de entre los muertos. De una vez por todas y para siempre.
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